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—¡Vaya una casamentera! —dijo Dolly—. Con qué habilidad y tacto los está uniendo...

—Dígame, maman, ¿usted qué piensa?

—Qué quieres que te diga. Él —se refería a Serguéi Ivánovich— ha podido aspirar siempre al mejor partido de Rusia. Claro que ya no es muy joven, pero de todos modos estoy segura de que muchas mujeres se casarían con él... Várenka es muy buena, pero él podría...

—No, mamá, es imposible encontrar mejor solución para los dos. En primer lugar, ella es un encanto —dijo Kitty, doblando un dedo.

—Ella le gusta mucho, eso es cierto —afirmó Dolly.

—En segundo, él goza de una posición en la sociedad que le permite casarse sin tener en cuenta la fortuna y la condición de su mujer. Lo único que necesita es una buena esposa, que sea dulce y tranquila.

—En ese sentido, con Várenka no tiene nada que temer —confirmó Dolly.

—En tercer lugar, su esposa debe quererlo. Y en el caso de Várenka eso es así... Ah, sería maravilloso. Espero que cuando vuelvan del bosque se haya decidido todo. No tendré más que mirarles a los ojos para saber lo que ha pasado. ¡Cuánto me alegraría! ¿Tú qué piensas, Dolly?

—No te excites. No debes excitarte —dijo la madre.

—Pero si no me excito, mamá. Tengo la impresión de que se va a declarar hoy.

—Qué sentimiento más extraño se experimenta cuando un hombre se declara... Es como si hubiera un obstáculo y de pronto desapareciera —dijo Dolly, con aire pensativo y una sonrisa, recordando los tiempos de su noviazgo.

—Mamá, ¿cómo se te declaró papá? —preguntó Kitty de repente.

—Pues de la manera más sencilla del mundo, no pasó nada especial —respondió la princesa, pero su rostro resplandeció al recordarlo.

—Pero ¿cómo fue? ¿Le quería usted antes de que le permitieran hablar con él?

A Kitty le encantaba poder hablar con su madre de igual a igual sobre las cuestiones más importantes de la vida de una mujer.

—Pues claro que sí. Iba a vernos al campo.

—¿Y cómo se decidió todo, mamá?

—¿Acaso pensáis que habéis inventado algo nuevo? Estas cosas no cambian. Todo lo deciden las sonrisas, las miradas...

—¡Qué bien lo ha dicho usted mamá! Así es: las sonrisas y las miradas —exclamó Dolly.

—Pero ¿qué palabras dijo?

—¿Y cuáles te dijo a ti Kostia?

—Me las escribió con tiza. Fue algo increíble... ¡Ah, qué lejano me parece ya! —dijo.

Y las tres mujeres se pusieron a pensar en lo mismo. Kitty fue la primera en romper el silencio. Le había venido a la memoria el invierno anterior a su boda y su encaprichamiento por Vronski.

—Sólo hay una cosa... La antigua pasión de Várenka —dijo. Una asociación de ideas bastante natural le había recordado ese episodio—. Me habría gustado decírselo a Serguéi Ivánovich, prepararlo de algún modo. Todos los hombres tienen unos celos terribles de nuestro pasado —añadió.

—No todos —objetó Dolly—. Juzgas así por tu marido. Sigue atormentándole el recuerdo de Vronski, ¿no es verdad?

—Sí —respondió Kitty, con ojos pensativos y risueños.

—¿Y qué hay en tu pasado que pueda inquietarlo? —intervino la princesa, temiendo que se pusiera en duda el modo en que, en su papel de madre, había velado por la reputación de su hija—. ¿Que Vronski te hiciera la corte? Eso les pasa a todas las muchachas.

—Bueno, más vale que lo dejemos —replicó Kitty, ruborizándose.

—Perdóname —insistió la madre—, pero fuiste tú quien se opuso a que hablara con Vronski. ¿No te acuerdas?

—¡Ah, mamá! —exclamó Kitty, con aire apenado.

—En estos tiempos no hay quien os sujete... Vuestras relaciones no habrían ido más allá de lo debido. Yo misma le habría llamado al orden. Pero no debes alterarte, bien mío. Te ruego que te calmes.

—Estoy completamente tranquila, maman.

—¡Qué suerte tuvo Kitty de que en ese momento apareciera Anna! —dijo Dolly—. ¡Y qué desgracia para ella! Ahora han cambiado las tornas —añadió, sorprendida de su propia idea—, Anna era entonces feliz y Kitty se consideraba desdichada. ¡Cómo han cambiado las tornas! Pienso en ella a menudo.

—¡Pues no lo entiendo! Es una mujer vil, repugnante y sin corazón —dijo la madre, que habría preferido que su hija se hubiera casado con Vronski.

—Dejadlo de una vez —dijo Kitty con enfado—. No he vuelto a ocuparme de esa cuestión y no pienso hacerlo ahora... No pienso hacerlo ahora —repitió, prestando oídos a los conocidos pasos de su marido, que subía por la escalera.

—¿Qué es lo que no piensas hacer ahora? —preguntó Levin, al entrar en la terraza.

Pero nadie le respondió, y él no insistió en la pregunta.

—Lamento esta intromisión en vuestro reino femenino —dijo, envolviéndolas a todas en una mirada involuntaria y comprendiendo que habían estado hablando de algo que jamás habrían sacado a colación en su presencia.

Por un momento compartió los sentimientos de Agafia Mijáilovna, le desagradó que cocieran las frambuesas sin agua y, en general, la influencia ajena de los Scherbatski. No obstante, sonrió y se acercó a Kitty.

—Bueno, ¿qué tal estás? —preguntó, mirándola con esa expresión que adoptaban ahora todos cuando se dirigían a ella.

—Muy bien —respondió Kitty con una sonrisa—. ¿Y tú?

—Los nuevos carros pueden llevar el triple de carga que los viejos. ¿Quieres que vayamos a buscar a los niños? He ordenado que enganchen los caballos.

—¿Pretendes llevar a Kitty en la tartana? —preguntó la madre en tono de reproche.

—Iremos al paso, princesa.

Levin nunca llamaba mamana la princesa, como suelen hacer los yernos, y eso molestaba a la anciana. Levin le tenía mucho cariño y la respetaba, pero no podía darle ese nombre sin profanar el recuerdo de su difunta madre.

—Venga con nosotros, maman—dijo Kitty.

—No quiero ver vuestras imprudencias.

—Bueno, entonces iré a pie. Me vendrá bien dar un paseo —dijo Kitty, levantándose, acercándose a su marido y cogiéndole del brazo.

—Puede que te vaya bien, pero no te excedas —dijo la princesa.

—¿Y qué, Agafia Mijáilovna? ¿Está lista la mermelada? —preguntó Levin a su ama de llaves con una sonrisa, tratando de animarla—. ¿Queda bien con la nueva receta?

—Supongo que sí. Pero a mi modo de ver está demasiado cocida.

—Es mejor así, Agafia Mijáilovna, porque no se echará a perder. El hielo ha empezado a derretirse y no tenemos dónde conservarla —dijo Kitty, dirigiéndose a la anciana en el mismo tono de su marido, pues había entendido lo que éste pretendía—. En cuanto a las salazones que hace usted, mamá dice que no las ha comido iguales —añadió, sonriendo y arreglándole el pañuelo.

Agafia Mijáilovna miró a Kitty con enfado.

—No me consuele, señorita. Me basta verla a usted con él para que esté alegre —dijo.

Esa forma familiar de dirigirse a su marido, en lugar de llamarlo «señor», emocionó a Kitty.

—Venga con nosotros a buscar setas. Nos enseñará los mejores lugares.

Agafia Mijáilovna sonrió y movió la cabeza, como diciendo: «¡Cuánto me gustaría enfadarme con usted, pero no puedo!».

—Haga el favor de seguir mi consejo —dijo la vieja princesa—. Cubra cada tarro con un papel empapado en ron y no necesitará hielo para impedir que se cubran de moho.

 

III

Kitty se alegró mucho de quedarse a solas con su marido porque había advertido en su rostro, que lo reflejaba todo con tanta viveza, una sombra de tristeza cuando entró en la terraza y preguntó de qué estaban hablando, sin obtener respuesta.

Cuando, adelantando a los demás, salieron al camino liso y polvoriento, cubierto de espigas y granos de centeno, y perdieron de vista la casa, se apoyó con más fuerza en el brazo de su marido y se apretó a él. Levin ya se había olvidado de esa impresión desagradable, que apenas había durado un instante. Ahora que estaba a solas con ella, el recuerdo de su embarazo no le abandonaba ni un momento. Desde hacía algún tiempo en compañía de su querida esposa le embargaba un sentimiento nuevo, alegre y placentero, totalmente ajeno a la sensualidad. No tenían nada que decirse, pero le apetecía oír su voz, que había cambiado durante el embarazo, lo mismo que su mirada. Tanto en una como en otra se percibía la dulzura y la gravedad de las personas que se entregan en cuerpo y alma a una tarea que les fascina.

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