La verdad es que de un modo confuso se daba cuenta de la ligereza y el error de tal concepción de la fe. Sabía que cuando se entregó al sentimiento espontáneo del perdón, sin pensar que se debía a la influencia de una potencia suprema, había experimentado una felicidad mayor que la que le embargaba ahora, cuando pensaba a cada momento que Cristo moraba en su alma y que, cuando firmaba documentos, estaba cumpliendo su voluntad. En cualquier caso, dado el estado de humillación al que había llegado, necesitaba pensar así, necesitaba esta grandeza ilusoria. Sólo desde esta altura, él, despreciado por todos, podía despreciar a los demás. Por eso se aferraba a esas convicciones nuevas como si fueran una tabla de salvación.
XXIII
Siendo la condesa Lidia Ivánovna una muchacha muy joven y exaltada, la casaron con un vividor rico y de buena familia, tan bondadoso como disoluto. Al segundo mes de matrimonio el marido la abandonó, respondiendo con ironía e incluso con hostilidad a sus efusivas demostraciones de ternura, algo que no podían entender quienes conocían el noble corazón del conde y no veían defectos en la apasionada Lidia. Desde entonces, aunque no se habían divorciado, vivían separados, y, cuando el conde se encontraba con su mujer, siempre la trataba con una ironía envenenada que nadie lograba explicarse.
Hacía mucho tiempo que la condesa Lidia Ivánovna había dejado de amar a su marido, pero desde entonces siempre estaba enamorada de alguien. Solía enamorarse de varias personas a la vez, tanto de hombres como de mujeres, sobre todo de los que se distinguieran de alguna manera. Se encaprichaba de todas las princesas y todos los príncipes emparentados con la familia del zar. Se había prendado de un metropolitano, de un obispo, de un sacerdote. También de un periodista, de tres eslavófilos, de Komisárov, 89de un ministro, de un médico, de un misionero inglés y de Karenin. Todos estos amores, con sus diferentes fases de fervor y enfriamiento, llenaban su corazón y le procuraban una ocupación, y al mismo tiempo no le impedían tener relaciones más complicadas y diversas tanto en la corte como en la alta sociedad. Pero desde el día en que tomó bajo su protección especial al desdichado Karenin, se encargó de la administración de su casa y se preocupó de su bienestar, se dio cuenta de que todos sus amores anteriores no eran verdaderos, de que en realidad sólo estaba enamorada de Karenin. Tenía la impresión de que jamás la había embargado un sentimiento tan intenso. Cuando se ponía a analizarlo y hacía comparaciones, llegaba a la conclusión de que no se habría enamorado de Komisárov si no hubiera salvado la vida del emperador, ni tampoco de Ristich-Kudzhitski, 90de no haber sido por la cuestión eslava. En cambio, a Karenin lo amaba por sí mismo, por su alma elevada e incomprendida, por su voz aguda y su habla reposada, que le resultaba tan agradable, por su mirada cansada, por su carácter, por sus manos blancas y fofas, de venas protuberantes. No sólo le alegraba encontrarse con él, sino que buscaba en su rostro indicios de la impresión que le causaba. Aspiraba a que le gustaran no sólo sus palabras, sino toda su persona. Jamás había puesto tanto cuidado en su atuendo como ahora. Y se perdía en ensoñaciones sobre lo que habría pasado si ella no estuviera casada y él fuera libre. Cuando Karenin entraba en la habitación, se ruborizaba de emoción y no podía impedir que una sonrisa asomara a los labios cuando le dirigía una palabra amable.
Hacía ya varios días que la princesa Lidia Ivánovna se hallaba en un estado de agitación extrema. Había llegado a su conocimiento que Anna y Vronski estaban en San Petersburgo. Había que evitar a Alekséi Aleksándrovich el suplicio de verla, impedir que se enterara de que esa horrible mujer se encontraba en la misma ciudad y podía encontrarse con ella en cualquier momento.
Por medio de sus conocidos Lidia Ivánovna averiguó lo que se disponían a hacer esas «personas repulsivas», como llamaba a Anna y a Vronski, y procuró dirigir los movimientos de su amigo a lo largo de esos días para que no coincidiera con ellos. Un joven ayudante, amigo de Vronski, que era quien la tenía informada, pues contaba con el apoyo de la condesa para obtener una concesión del gobierno, le dijo que Anna y Vronski habían concluido sus asuntos y se disponían a abandonar la ciudad al día siguiente. Lidia Ivánovna había empezado ya a tranquilizarse cuando a la mañana siguiente recibió un billete, cuya letra reconoció con horror. Era la de Anna Karénina. El papel del sobre era tan grueso que parecía corteza de tilo y la hoja oblonga y amarillenta despedía un agradable perfume y tenía un inmenso monograma.
—¿Quién lo ha traído?
—Un mozo del hotel.
Durante un buen rato la condesa no fue capaz de sentarse a leer la carta. Su agitación era tan grande que sufrió un ataque de asma. Una vez que se tranquilizó, leyó el contenido de la nota, escrita en francés:
Madame la Comtesse: Los sentimientos cristianos de que está imbuido su corazón me incitan a cometer la imperdonable audacia de escribirle. La separación de mi hijo me llena de pesar. Le ruego que me permita verlo una sola vez antes de mi partida. Perdone que le recuerde mi existencia. Me dirijo a usted, y no a Alekséi Aleksándrovich, porque no quiero que el recuerdo de mi persona haga sufrir a ese hombre magnánimo. Sé la amistad que le profesa usted, por eso he pensado que me entendería. ¿Me enviará usted a Seriozha, prefiere que vaya yo a casa a una hora determinada o espero a que me indique otro lugar donde pueda encontrarme con él? Conociendo la grandeza de alma de quien debe tomar la decisión, confío en no recibir una negativa. No puede usted imaginarse las ganas que tengo de ver a mi hijo, ni tampoco lo mucho que le agradecería su ayuda.
Anna
Todo en aquella carta irritó a la condesa: el contenido, la alusión a la magnanimidad y, sobre todo, el tono en que estaba escrita, que se le antojó desenvuelto.
—Dígale que no hay respuesta —indicó al mozo.
Acto seguido abrió su carpeta y escribió a Alekséi Aleksándrovich, al que esperaba ver entre las doce y la una en la recepción de palacio: «Necesito hablar con usted de un asunto importante y doloroso. Allí acordaremos dónde reunirnos. Lo mejor sería que fuéramos a mi casa, donde ordenaré que le preparen suté. Es indispensable que nos veamos. El Señor nos impone su cruz, pero también nos da fuerzas para sobrellevarla», añadió, a fin de prepararle un poco.
Por lo general, la condesa escribía dos o tres notas diarias a Alekséi Aleksándrovich. Le gustaba esa manera de comunicarse con él, pues combinaba la elegancia con el misterio, características que se echaban a faltar en sus relaciones personales.
XXIV
La recepción había terminado. Mientras se retiraban, los invitados comentaban las últimas novedades del día: las condecoraciones acordadas, los cambios en las altas esferas.
—Si al menos hubieran promovido a Maria Borísovna a ministra de la Guerra y a la princesa Vatkóvskaia a jefe de Estado Mayor —dijo un anciano de pelo blanco, con uniforme bordado en oro, dirigiéndose a una dama de honor alta y hermosa que le había preguntado por los nuevos nombramientos.
—Y a mí a ayuda de campo —respondió la dama de honor con una sonrisa.
—Pero si usted ya tiene un cargo en el departamento de asuntos religiosos, con Karenin como ayudante.
—¡Buenos días, príncipe! —exclamó el anciano, estrechando la mano de un hombre que venía a su encuentro.