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—Entonces, prepáreme esos papeles.

Y lo despidió.

También el médico estaba bien dispuesto. Pero hacía tiempo que habían establecido un acuerdo tácito: los dos estaban abrumados de trabajo y tenían mucha prisa.

En cuanto a las amigas, Alekséi Aleksándrovich no pensó en ellas; ni siquiera en la más destacada de todas, la condesa Lidia Ivánovna. Todas las mujeres, en su mera condición de tales, le parecían aterradoras y repulsivas.

 

XXII

Alekséi Aleksándrovich se había olvidado de la condesa Lidia Ivánovna, pero ésta no se había olvidado de él. En ese momento tan penoso de desesperación y soledad se presentó en su casa y, sin hacerse anunciar, entró en su despacho. Se lo encontró en esa misma postura, con la cabeza entre las manos.

J'ai forcé la consigne 87—dijo, avanzando con pasos rápidos y respirando con dificultad por la emoción y la presteza de sus movimientos—. ¡Me he enterado de todo! ¡Alekséi Aleksándrovich! ¡Amigo mío! —prosiguió, cogiendo su mano entre las suyas y apretándosela con fuerza, mientras lo miraba con sus hermosos ojos pensativos.

Alekséi Aleksándrovich, con el ceño fruncido, se levantó, liberó su mano y le acercó una silla.

—Haga el favor de sentarse, condesa. No recibo porque no me encuentro bien —dijo, y sus labios temblaron.

—¡Amigo mío! —repitió la condesa Lidia Ivánovna, sin dejar de mirarlo. De pronto los bordes interiores de las cejas se alzaron, formando un triángulo sobre la frente. Su rostro feo y amarillento se volvió aún más desagradable, pero Alekséi Aleksándrovich notaba que le compadecía y que estaba a punto de echarse a llorar. Y se sintió conmovido: le cogió la mano regordeta y se puso a besarla—. ¡Amigo mío! —prosiguió la condesa, con la voz entrecortada por la emoción—. No debe usted abandonarse a su dolor. Su pena es muy grande, pero debemos encontrar algún consuelo.

—¡Estoy destrozado, aniquilado! ¡Ya no soy un hombre! —exclamó Alekséi Aleksándrovich y le soltó la mano, pero siguió mirando sus ojos llenos de lágrimas—. Mi situación es terrible porque no encuentro en ninguna parte, ni siquiera en mí mismo, puntos de apoyo.

—Ya encontrará usted ese apoyo, no en mí, desde luego, aunque le ruego que no dude de mi amistad —dijo la condesa con un suspiro—. Nuestro apoyo es el amor, el amor que Dios nos ha legado. Su yugo es ligero —añadió con esa mirada exaltada que Alekséi Aleksándrovich conocía tan bien—. Dios le sostendrá y le ayudará.

Aunque en esas palabras vibraba el enternecimiento ante la elevación de los sentimientos propios y la novedosa exaltación mística que se había difundido en los últimos tiempos por San Petersburgo y que Alekséi Aleksándrovich juzgaba superflua, le agradó escucharlas.

—Me siento débil. Estoy aniquilado. No he previsto nada y ahora no entiendo nada.

—Amigo mío —repitió Lidia Ivánovna.

—¡No lamento lo que he perdido! ¡No lo lamento! —prosiguió Alekséi Aleksándrovich—. Pero no puedo dejar de avergonzarme delante de la gente por la posición en que me encuentro. Ya sé que no está bien, pero no puedo evitarlo.

—No fue usted quien protagonizó ese noble acto de perdón que tanto hemos admirado todos, sino Dios, que moraba en su corazón —dijo la condesa Lidia Ivánovna, levantando los ojos con fervor—. Así que no tiene usted de qué avergonzarse.

Alekséi Aleksándrovich frunció el ceño, apretó las manos e hizo crujir los nudillos.

—Hay que conocer todos los detalles —dijo con su voz penetrante—. Las fuerzas de un hombre tienen sus límites, condesa, y yo he llegado al límite de las mías. Me he pasado el día entero dando disposiciones en la casa, obligado —recalcó esa última palabra— por mi nueva situación de hombre solo. Los criados, la institutriz, las cuentas... Todas esas menudencias me están consumiendo a fuego lento. Ya no puedo más. Ayer... casi me levanté de la mesa durante la cena. Era incapaz de soportar la mirada de mi hijo. No se atrevía a preguntarme qué estaba pasando, pero era evidente que quería hacerlo, y yo no podía aguantar su mirada. Le daba miedo mirarme, pero eso no es todo...

Alekséi Aleksándrovich se disponía a mencionar la factura que le habían traído, pero le tembló la voz y se detuvo. El recuerdo de esa factura sobre papel azul, por un sombrerito y unas cintas, le inspiraba compasión de sí mismo.

—Le entiendo, amigo mío —dijo la condesa Lidia Ivánovna—. Lo entiendo todo. No es en mí en quien debe buscar amparo y consuelo, pero en cualquier caso he venido para ayudarle en lo que esté a mi alcance. Si pudiera liberarle de esas menudas preocupaciones tan humillantes... Por lo que veo, aquí hace falta la mano de una mujer. ¿Me permite que me encargue yo de esas cosas?

Alekséi Aleksándrovich, sin pronunciar palabra, le apretó la mano en señal de agradecimiento.

—Nos ocuparemos juntos de Seriozha. No tengo mucha experiencia en asuntos de orden práctico, pero pondré todo mi empeño. Seré su ama de llaves. No me dé las gracias. No soy yo quien lo hace...

—No puedo menos de agradecérselo.

—Pero haga el favor de no abandonarse a ese sentimiento del que me habló usted antes, amigo mío: avergonzarse de lo que constituye la cumbre suprema del cristianismo. «El que se humilla será ensalzado». 88Y no tiene por qué darme las gracias. Es a Dios a quien debe dirigir sus súplicas y su agradecimiento. Sólo en Él encontraremos paz, consuelo, salvación y amor —dijo la condesa, levantando los ojos al techo, y a continuación se puso a rezar, como dedujo Alekséi Aleksándrovich por su silencio.

Karenin la escuchaba, y las mismas expresiones que antes le habían parecido, si no desagradables, al menos superfluas, ahora se le antojaban naturales y confortadoras. No le gustaba ese novedoso espíritu de exaltación. Era creyente, la religión le interesaba, sobre todo, desde el punto de vista político, pero la nueva doctrina, que permitía algunas interpretaciones nuevas, le desagradaba por principio, precisamente porque abría la puerta al debate y el análisis. Antes había reaccionado con indiferencia e incluso con hostilidad a esas nuevas enseñanzas, y en presencia de Lidia Ivánovna, entusiasta seguidora, había evitado todo tipo de discusión, optando por guardar un obstinado silencio ante sus provocaciones. Ahora, por primera vez, oía sus palabras con agrado, sin contradecirla en su fuero interno.

—Le agradezco de todo corazón tanto sus palabras como sus actos —dijo, cuando la condesa acabó de rezar.

Lidia Ivánovna estrechó una vez más las dos manos de su amigo.

—Bueno, ¿a qué estoy esperando? —dijo con una sonrisa, después de una pausa, mientras se enjugaba las lágrimas—. Voy a ver a Seriozha. Sólo le molestaré en caso de extrema necesidad.

Acto seguido se levantó, salió y se dirigió a la habitación de Seriozha. Una vez allí, bañó de lágrimas las mejillas del asustado muchacho, le dijo que su padre era un santo y que su madre había muerto.

La condesa Lidia Ivánovna cumplió su promesa. Se encargó de todas las tareas relativas al mantenimiento y la administración de la casa de Alekséi Aleksándrovich. Pero lo cierto es que no había exagerado cuando dijo que no tenía mucho talento para los asuntos prácticos. Había que cambiar todas sus disposiciones, ya que eran completamente irrealizables. Fue Kornéi, el ayuda de cámara de Alekséi Aleksándrovich, quien asumió la responsabilidad de introducir las modificaciones pertinentes. Sin que nadie se diera cuenta había empezado a llevar las riendas de la casa.

Mientras ayudaba al señor a vestirse, le comunicaba todo lo necesario con tanto tino como buen juicio. Pero, en cualquier caso, la ayuda de Lidia Ivánovna fue efectiva en grado sumo: no sólo constituyó un apoyo moral para Alekséi Aleksándrovich, gracias a sus muestras de cariño y respeto, sino que, como le gustaba pensar, lo había convertido poco más o menos al cristianismo verdadero, pues, de hombre tibio e indiferente en materia de fe, se había transformado en ferviente y firme partidario de esa nueva doctrina que se había extendido en los últimos tiempos por San Petersburgo. A Alekséi Aleksándrovich no le resultó difícil dar ese paso. Lo mismo que Lidia Ivánovna y otras personas que compartían esa visión, carecía de imaginación, de esa facultad interior gracias a la cual las imágenes evocadas por la imaginación se vuelven tan reales que necesitan combinarse con otros conceptos y con la realidad misma. No se le antojaba imposible ni incongruente que la muerte existiera para los no creyentes pero no para él, y, dada la magnitud de su fe, de la que no había más juez que él mismo, su alma estaba libre de pecado, y su salvación asegurada ya en este mundo.

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