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—¿Y por qué no? A veces un bollo huele tan bien que uno no es capaz de contenerse.

Himmlisch ist's wenn ich bezwungwen

Meine irdische Begier;

Aber, dock wenn 's nicht gelungen,

Hatt'ich auch recht hübsch Plaisir 14

Al pronunciar esas palabras, Stepán Arkádevich esbozó una sutil sonrisa, a la que Levin no pudo dejar de corresponder.

—Pero dejémonos de bromas —prosiguió Stepán Arkádevich—. Piensa en una mujer encantadora, modesta y afectuosa, sola en el mundo, sin dinero y que lo ha sacrificado todo por ti. Una vez que el mal está hecho, ¿entiendes lo que te digo?, ¿puede uno abandonarla? Supongamos que sea necesario romper con ella para no destruir la vida familiar. Pero ¿no es normal que se compadezca uno de ella, que la ampare, que procure mitigar el daño?

—Perdóname, pero, ya sabes que, en lo que a mí respecta, las mujeres se dividen en dos categorías... O, mejor dicho: hay mujeres y... No he visto ni veré nunca mujeres caídas llenas de encanto. En cuanto a las criaturas como esa francesa del mostrador, con sus afeites y sus rizos, me resultan repugnantes. Y todas las mujeres caídas son así.

—¿También las del Evangelio?

—¡Ah, basta! Cristo no habría pronunciado nunca esas palabras si hubiera sabido el mal uso que íbamos a hacer de ellas. Son las únicas que se recuerdan de todo el Evangelio. En cualquier caso, te estoy diciendo lo que siento, no lo que pienso. Me repugnan las mujeres caídas. A ti te dan miedo las arañas y a mí esas sabandijas. Es probable que nunca te hayas ocupado de las arañas y desconozcas sus costumbres. Pues a mí me pasa lo mismo.

—Es muy fácil decir eso. Me recuerdas a ese personaje de Dickens que con la mano izquierda arrojaba por encima del hombro derecho todos los asuntos complicados. Pero negar los hechos no constituye ninguna respuesta. ¿Qué puedo hacer? Dime, ¿qué puedo hacer? Tu mujer envejece y tú, en cambio, te sientes lleno de vida. En un abrir y cerrar de ojos, te das cuenta de que ya no eres capaz de amar a tu mujer, por más respeto que te merezca. Entre tanto, el amor surge de improviso, y entonces estás perdido, ¡perdido! —exclamó Stepán Arkádevich con amargura y desesperanza. Levin sonrió con ironía—. Sí, perdido —prosiguió Oblonski—. Pero ¿qué puede hacerse?

—No robar bollos.

Stepán Arkádevich prorrumpió en una carcajada.

—¡Ah, moralista! Pero no pierdas de vista que hay dos mujeres: una insiste sólo en sus derechos, es decir, en un amor que ya no puedes darle; la otra lo sacrifica todo por ti y no exige nada. ¿Qué debe hacerse? ¿Cómo proceder? En eso estriba todo el terrible drama.

—Si quieres mi opinión al respecto, te diré que yo no veo ningún drama.

Y voy a explicarte por qué. En mi opinión, el amor... los dos amores que Platón define en El banquete, si lo recuerdas, constituyen la piedra de toque de los hombres. Unos comprenden sólo el primero y otros, el segundo. Los que comprenden únicamente el amor no platónico no tienen ninguna razón para hablar de drama, ya que en esa clase de amor no puede haberlo. «Le estoy muy agradecido por el placer que me ha procurado.» Ahí está todo el drama. Y en el caso del amor platónico tampoco puede haber drama, porque en ese amor todo es puro y cristalino, porque... —En ese momento Levin se acordó de sus pecados y de la lucha interior a la que se había visto abocado.

Y añadió de manera inesperada—: En cualquier caso, puede que tengas razón. Es muy posible... Pero no lo sé, la verdad es que no lo sé.

—Ya lo ves —dijo Stepán Arkádevich—, eres un hombre de una pieza. Y ésa es tu mayor cualidad y tu mayor defecto. Debido a la integridad de tu carácter, querrías que la vida se basara en los mismos principios, pero no sucede así. Desprecias la labor del Estado, porque te gustaría que cualquier actividad humana tuviera un fin determinado, y eso no suele suceder. También querrías que todos nuestros actos tuvieran siempre un fin, que el amor y la vida conyugal fueran una misma cosa. Y están lejos de serlo. Tanto el encanto, como la variedad y la belleza de la vida residen en ese juego de luces y sombras.

Levin suspiró y no dijo nada. Pensaba en sus propios asuntos y no escuchaba a Oblonski.

De pronto ambos se dieron cuenta de que, a pesar de que eran amigos y de que estaban comiendo y bebiendo juntos, algo que en principio debería unirlos más, cada uno pensaba sólo en sus cosas y no en las del otro. Oblonski había reparado en más de una ocasión en que esas comidas, en lugar de acercar a los comensales, los distancia mucho más, y sabía lo que había que hacer en tales casos.

—¡La cuenta! —gritó, y pasó a la sala contigua, donde no tardó en encontrar a un ayuda de campo al que conocía. La conversación que entabló con él, a propósito de una actriz y del hombre que la mantenía, le proporcionó alivio y descanso, después de haber estado hablado con Levin, cuyo modo de encarar las cuestiones siempre acababa causándole una tensión espiritual y mental extremas.

Cuando el tártaro apareció con la cuenta, que ascendía a veintiséis rublos y pico, además de un suplemento por el vodka, Levin, que en cualquier otro momento, en su condición de hombre de campo, se habría horrorizado de que su parte ascendiera a catorce rublos, ni siquiera prestó atención a ese hecho. Pagó lo que le correspondía y se encamino a su casa para cambiarse de ropa, antes de dirigirse a la residencia de los Scherbatski, donde se decidiría su destino.

 

XII

La princesa Kitty Scherbatski tenía dieciocho años. La habían presentado en sociedad ese mismo invierno, y había cosechado mayores éxitos que sus dos hermanas mayores, superando incluso las expectativas de su madre. No sólo había hecho perder la cabeza a todos los jóvenes que acudían a los bailes de Moscú, sino que ya ese mismo invierno le habían salido dos pretendientes formales: Levin y, poco después de la partida de éste, el conde Vronski.

La aparición de Levin a principios del invierno, sus frecuentes visitas y su amor evidente por Kitty habían dado pie a las primeras conversaciones serias entre los padres de la joven sobre el destino de su hija, así como a alguna que otra discusión. El príncipe estaba de parte de Levin y decía que no deseaba nada mejor para Kitty. La princesa, por su parte, con esa tendencia tan propia de las mujeres de esquivar la cuestión fundamental, afirmaba que Kitty era demasiado joven, que Levin no había dado muestras de que sus intenciones fueran serias, que la muchacha no sentía ninguna inclinación por él, y otros argumentos por el estilo; pero se callaba lo fundamental, que esperaba un partido más ventajoso para su hija, que no comprendía a Levin ni le tenía afecto. Cuando Levin se marchó de repente, la princesa se alegró y le dijo con aire triunfal a su marido: «Como ves, tenía razón». Y cuando apareció Vronski se alegró aún más, pues de algún modo veía confirmadas sus previsiones de que Kitty acabaría encontrando un partido no ya bueno, sino magnífico.

Para la princesa no había comparación posible entre los dos pretendientes. Le desagradaban las opiniones extrañas y tajantes de Levin, sus torpes modales en sociedad, que ella atribuía al orgullo, y la vida que llevaba en el campo, en su opinión digna de un salvaje, siempre atareado con el ganado y los campesinos. También le molestaba mucho que, habiéndose enamorado de su hija, hubiera frecuentado su casa por espacio de mes y medio, siempre como a la espera de algo y sumido en observaciones, como si temiera honrarles en exceso si pedía la mano de su hija o no comprendiera que, para visitar con tanta asiduidad la casa de una joven casadera, era necesario aclarar sus intenciones. Y de pronto se había marchado sin ofrecer ninguna explicación. «Qué suerte que sea tan poco atractivo, así Kitty no se enamorará de él», pensaba.

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