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Vronski adivinó en seguida que Goleníschev era una de esas personas, y se alegró doblemente del encuentro. Lo cierto es que, cuando le llevó a verla, Goleníschev se comportó con Anna como había deseado. Era evidente que evitaba sin el menor esfuerzo cualquier conversación que pudiera desembocar en una situación incómoda.

No conocía de antes a Anna y estaba sorprendido de su belleza y aún más de la sencillez con que aceptaba su situación. Ella se puso colorada cuando Vronski se lo presentó, y ese rubor infantil, que cubrió su rostro franco y hermoso, agradó mucho a Goleníschev. Pero lo que más le gustó fue que, desde el primer momento, como si deseara que no hubiera ningún malentendido en presencia de extraños, llamó a Vronski por su nombre y contó que iban a mudarse a una casa que acababan de alquilar, a la que la población local llamaba palazzo. Esa manera sencilla y directa de encarar su situación le encantó. Al observar la sinceridad y alegría de Anna y sus ademanes resueltos, Goleníschev, que conocía tanto a Alekséi Aleksándrovich como a Vronski, creyó comprenderla plenamente. Hasta le pareció comprender lo que ella no comprendía en modo alguno: que pudiera sentir esa alegría arrebatadora y esa felicidad, después de haber abandonado a su marido y a su hijo, haber hecho desgraciado al primero y haber perdido su buen nombre.

—Sale en la guía —dijo Goleníschev, refiriéndose al palazzoque Vronski había alquilado—. Tiene un Tintoretto magnífico. De la última época.

—¿Sabe lo que le digo? Hace un tiempo espléndido. ¿Por qué no vamos a verlo otra vez? —propuso Vronski, dirigiéndose a Anna.

—Con mucho gusto. Voy a ponerme el sombrero. ¿Dice usted que hace calor? —preguntó, deteniéndose en el umbral y dirigiendo a Vronski una mirada inquisitiva. Y de nuevo su rostro volvió a cubrirse de un intenso rubor.

Vronski comprendió a qué obedecía esa mirada: no sabiendo qué relación quería establecer con Goleníschev, temía no haberse comportado como él deseaba.

La miró largamente con ternura.

—No, no mucho —contestó.

Anna pareció adivinar que estaba satisfecho de ella y, sonriendo, salió con pasos rápidos de la sala.

Los dos amigos se miraron con cierto embarazo. Goleníschev, que se había quedado prendado de Anna, quería decir algo, pero no sabía qué; en cuanto a Vronski, esperaba con ansia ese comentario, pero a la vez lo temía.

—Entonces, ¿te has establecido aquí? —preguntó Vronski, con la intención de iniciar una conversación—. ¿Sigues trabajando en lo mismo? —prosiguió, recordando haberle oído a alguien que Goleníschev se ocupaba de la redacción de un tratado...

—Sí, estoy escribiendo la segunda parte de Los dos principios—respondió Goleníschev, encantado de que le hiciera esa pregunta—. Es decir, para ser preciso, no la estoy escribiendo todavía, sólo preparándola, reuniendo material. Será bastante más extensa y tocará todas las cuestiones. En Rusia no queremos entender que somos los herederos de Bizancio. —E inició una prolija y acalorada exposición.

Al principio Vronski se sintió incómodo, porque no conocía la primera parte de Los dos principios, de la que el autor hablaba como de algo conocido. Pero luego, cuando Goleníschev empezó a exponer sus ideas, aun sin haber leído la obra, le escuchó no sin cierto interés, ya que Goleníschev era un buen orador. Pero le sorprendía y le apenaba la agitación nerviosa con que su amigo disertaba del tema que le ocupaba. Cuanto más hablaba, más se le encendían los ojos, más se apresuraba a refutar los argumentos de sus oponentes imaginarios y más irritada y ofendida se volvía la expresión de su rostro. Se acordaba del Goleníschev de antaño, aquel muchacho delgado, vivaracho, bondadoso y noble, siempre el primer alumno en el cuerpo de pajes. No podía comprender en absoluto las causas de su irritación y no toleraba su actitud. Lo que más le disgustaba era que Goleníschev, que pertenecía a la alta sociedad, se pusiera al mismo nivel de unos escritorzuelos, perdiera los estribos y se enfadara con ellos. ¿Merecía eso la pena? Este detalle no fue de su agrado, pero, a pesar de ello, se daba cuenta de que su amigo era desdichado y le compadecía. La desgracia, rayana ya en locura, se reflejaba en su rostro animado y bastante atractivo cuando, sin darse cuenta siquiera de la entrada de Anna, seguía exponiendo sus ideas con apresuramiento y vehemencia.

Cuando apareció Anna con su sombrero y su pelerina, dando vueltas a la sombrilla con un rápido movimiento de su fina mano, y se detuvo al lado de Vronski, éste, con un sentimiento de alivio, apartó la vista de los implorantes ojos de Goleníschev, clavados en él, y contempló con renovado amor a su encantadora amiga, rebosante de vida y de jovialidad. A Goleníschev le costó recobrar la compostura, y en un primer momento se mostró sombrío y desanimado, pero Anna, bien dispuesta hacia todo el mundo (tal era su actitud en esa época), no tardó en animarlo con su trato sencillo y alegre. Tras ensayar varios temas de conversación, acabó refiriéndose a la pintura, de la que Goleníschev dijo muchas cosas interesantes que ella escuchó con atención. Fueron andando hasta la casa que habían alquilado y examinaron el interior.

—Hay una cosa que me gusta mucho —le dijo Anna a Goleníschev en el camino de regreso—: Alekséi tendrá un buen atelier. Tienes que quedarte con esa habitación —añadió, dirigiéndose a Vronski en ruso y tuteándolo, porque había comprendido que Goleníschev, dado el aislamiento en el que vivía, se convertiría en un amigo íntimo y que, por tanto, no había necesidad de fingir en su presencia.

—¿Es que pintas? —preguntó Goleníschev, volviéndose hacia Vronski con un gesto fulgurante.

—Sí, es una afición que tenía antes y que he retomado un poco en los últimos tiempos —respondió Vronski, ruborizándose.

—Tiene mucho talento —dijo Anna con una alegre sonrisa—. Naturalmente, yo no soy quién para juzgar, pero lo mismo dicen los entendidos.

 

VIII

En esa primera etapa de libertad y rápido restablecimiento, Anna se sentía imperdonablemente feliz y llena de alegría de vivir. El recuerdo de su desdichado marido no amargaba su felicidad. Por una parte, era demasiado terrible para pensar en él. Por otra, la desgracia de su marido le había proporcionado una felicidad tan grande que cualquier rastro de remordimiento le parecía inconcebible. Rememorar lo que había sucedido después de la enfermedad, la reconciliación con su marido, la ruptura, la noticia de la herida de Vronski, su visita, los trámites del divorcio, el abandono del hogar, la despedida de su hijo: todo le parecía un sueño febril del que no había despertado hasta encontrarse sola con Vronski en el extranjero. El recuerdo del mal causado a su marido despertaba en ella un sentimiento semejante a la repulsión, muy parecido al que experimenta una persona que se ahoga y consigue desembarazarse de otra que se ha aferrado a ella, dejando que se lo traguen las aguas. Naturalmente, todo eso estaba muy mal, pero era el único modo de salvarse. Más valía no recordar esos horribles detalles.

En el primer momento de la ruptura le vino a la cabeza un razonamiento tranquilizador sobre su proceder, y al contemplar ahora de nuevo todo su pasado, volvió a recordarlo. «La desgracia que le he causado a ese hombre era inevitable —pensaba—, pero no quiero aprovecharme de ella. También yo sufro y seguiré sufriendo. He renunciado a lo que más quería, mi hijo y mi reputación. He obrado mal, así que no merezco la felicidad ni el divorcio. Jamás me abandonará este sentimiento de vergüenza ni se mitigará mi dolor por la separación de mi hijo.» Pero, por más sincero que fuera su deseo de sufrir, lo cierto es que no sufría. Tampoco la abrumaba la vergüenza. Con ese tacto tan desarrollado en ambos, evitaban en el extranjero el trato de las señoras rusas y nunca se prestaban a equívocos. Además, por todas partes conocían a personas que pretendían comprender aún mejor que ellos mismos la situación en la que se encontraban. En un principio, ni siquiera le atormentó la separación de su hijo, al que tanto quería. Esa niñita encantadora, hija de Vronski, era lo único que le había quedado, y Anna se encariñó tanto de ella que apenas se acordaba de Seriozha.

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