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Rezaron: «Que Dios les conceda la castidad y la fecundidad, para que puedan regocijarse con la vista de sus hijos». Se mencionó que Dios había creado a la mujer de una costilla de Adán y que «por eso el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su esposa, y serán dos en una misma carne», que «ése es un gran misterio». Pidieron que Dios les concediera descendencia y los bendijera como a Isaac y Rebeca, como a José, Moisés y Séfora, y que les permitiera ver a los hijos de sus hijos. «Todo esto es hermoso —pensaba Kitty—, y no puede ser de otra manera.» Y una sonrisa de felicidad, que se comunicaba involuntariamente a cuantos la miraban, se iluminó en su radiante rostro.

—¡Póngasela bien! —dijeron algunas voces, cuando el sacerdote presentó las coronas y Scherbatski, con mano temblorosa, enfundada en un guante de tres botones, la sostuvo muy por encima de la cabeza de la novia.

—Pónmela —susurró Kitty, sonriendo.

Levin se volvió hacia ella, sorprendido del alegre resplandor de su rostro, y, sin apenas darse cuenta, se le comunicó el mismo sentimiento, esa alegría, ese resplandor.

Escucharon llenos de felicidad la lectura de la epístola y la voz tonante del archidiácono al llegar al último versículo, esperado con tanta impaciencia por las personas ajenas a la ceremonia. Bebieron alborozados el vino tibio mezclado con agua de la taza plana, y aún se regocijaron más cuando el sacerdote, apartando la casulla y cogiéndoles la mano, los condujo alrededor del facistol, mientras el bajo entonaba: «Regocíjate, Isaías». Scherbatski y Chírikov, que sostenían las coronas y se enredaban en la cola del vestido de la novia, también sonreían contentos, tan pronto quedándose rezagados como chocándose con los novios cada vez que el sacerdote se detenía. La chispa de alegría que se había encendido en Kitty parecía haberse comunicado a cuantos se encontraban en la iglesia. Levin tenía la impresión de que hasta el sacerdote y el diácono tenían tantas ganas de sonreír como él.

Una vez retiradas las coronas de la cabeza de los contrayentes, el sacerdote leyó la última oración y los felicitó. Levin miró a Kitty, a quien nunca antes había visto así. Estaba encantadora, con ese nuevo resplandor de felicidad en la cara. Levin quería decirle algo, pero no estaba seguro de que la ceremonia hubiera concluido. El sacerdote le sacó del aprieto. Con una bondadosa sonrisa en los labios, dijo en voz baja:

—Puede besar a su esposa, y usted a su marido.

Y cogió las velas de sus manos.

Levin besó con cuidado los labios sonrientes de Kitty, le ofreció el brazo y, sintiendo una extraña y nueva proximidad, salió de la iglesia. No creía, no podía creer, que todo eso fuera verdad. Sólo cuando sus miradas sorprendidas y tímidas se encontraron, lo creyó, porque comprendió que ahora eran un solo ser.

Esa misma noche, después de la cena, los recién casados partieron para el campo.

 

VII

Vronski y Anna llevaban ya tres meses viajando juntos por Europa. Habían visitado Venecia, Roma, Nápoles, y acababan de llegar a una pequeña ciudad italiana, donde habían pensado pasar algún tiempo.

Un apuesto jefe de comedor, de cabellos espesos y engominados, separados por una raya que partía de la nuca, con frac y camisa blanca de batista de amplia pechera, los dijes del reloj balanceándose sobre su abultado vientre, las manos en los bolsillos, respondía con severidad, frunciendo el ceño con aire desdeñoso, a un señor que estaba delante de él. Al oír un rumor de pasos en la escalera, al otro lado de la entrada, el jefe de comedor se volvió y, al ver al conde ruso, que ocupaba las mejores habitaciones, se sacó respetuosamente las manos de los bolsillos, se inclinó y le anunció que el enviado había vuelto y que el asunto del alquiler del palazzoestaba arreglado. El administrador estaba dispuesto a firmar el contrato.

—¡Ah, me alegro mucho! —dijo Vronski—. ¿Está la señora en su habitación?

—Salió a dar un paseo, pero ya ha vuelto —respondió el jefe de comedor.

Vronski se quitó el sombrero flexible de ala ancha y se enjugó con un pañuelo la frente sudorosa y los cabellos, que le llegaban hasta la mitad de la oreja, peinados hacia atrás para disimular la calva. Después de dirigir una mirada distraída al señor, que seguía allí, y parecía examinarle, hizo intención de marcharse.

—Este señor es ruso y ha preguntado por usted —dijo el jefe de comedor.

Molesto de no poder librarse de sus conocidos, y, al mismo tiempo, deseoso de encontrar alguna distracción en esa vida monótona, Vronski volvió a mirar a ese señor, que había retrocedido unos pasos y se había detenido. Los ojos de ambos se iluminaron a la vez.

—¡Goleníschev!

—¡Vronski!

En efecto, era Goleníschev, compañero de Vronski en el cuerpo de pajes. En ese cuerpo, Goleníschev había pertenecido a la facción liberal, había salido de allí con una graduación civil y no había ocupado ningún cargo. Después de abandonar el cuerpo, cada uno había seguido su camino y sólo se habían visto una vez.

En ese último encuentro Vronski había comprendido que Goleníschev, llevado de sus ideas liberales y de su actividad intelectual, despreciaba las actividades y el rango de su antiguo compañero. Por eso lo había tratado con esa fría altanería que reservaba a ciertas personas y cuyo significado era el siguiente: «Puede a usted gustarle o no gustarle mi forma de vivir, pero a mí me da completamente igual. En cualquier caso, si quiere tratar conmigo, debe respetarme». Goleníschev reaccionó al tono de Vronski con una indiferencia no exenta de desprecio. Por tanto, todo hacía prever que ese encuentro iba a separarlos aún más. Sin embargo, al reconocerse habían lanzado un grito de contento y habían resplandecido de felicidad. Vronski jamás habría creído que se alegraría tanto de ver a Goleníschev, pero, probablemente, ni él mismo era consciente de lo mucho que se aburría. Olvidado de la desagradable impresión de su última entrevista, y con una expresión sincera y jovial, le tendió la mano a su antiguo compañero. Y la inquietud que hasta entonces se percibía en los rasgos de Goleníschev cedió su lugar a esa misma jovialidad que se reflejaba en el rostro de su amigo.

—¡Encantado de verte! —exclamó Vronski, con una sonrisa amistosa que dejó al descubierto sus dientes fuertes y blancos.

—Oí pronunciar el nombre de Vronski, pero no sabía que eras tú. ¡Me alegro mucho, mucho!

—Entremos. ¿Y qué haces en esta ciudad?

—Hace ya más de un año que vivo aquí. Estoy trabajando.

—¡Ah! —dijo Vronski con interés—. Entremos.

Y, como es costumbre entre los rusos cuando quieren ocultar algo a sus criados, se puso a hablar en francés.

—¿Conoces a Karénina? Viajamos juntos. Voy a verla ahora —dijo, mirando con atención el rostro de Goleníschev.

—¡Ah! No lo sabía —replicó Goleníschev con indiferencia aunque estaba enterado—. ¿Hace mucho que has llegado? —añadió.

—¿Yo? Hace tres días —respondió Vronski, clavando de nuevo la mirada en su compañero.

«Sí, es un hombre educado y ve las cosas como son —se dijo Vronski, comprendiendo el significado de la expresión de su amigo y el detalle de cambiar de conversación—. Puedo presentársela, ve las cosas como son.»

A lo largo de esos tres meses que había pasado con Anna en el extranjero, Vronski, al conocer a alguien, se preguntaba siempre cómo se tomaría sus relaciones con ella, y en la mayoría de los casos encontraba en los hombres la debidacomprensión. Pero, si alguien hubiera preguntado, tanto a Vronski como a esas personas, en qué consistía la debida comprensión, tanto él como ellos se habrían visto en un grave aprieto.

De hecho, quienes, según Vronski, mostraban la debida comprensión no entendían nada, pero se comportaban como gente bien educada al enfrentarse a estas cuestiones complicadas e insolubles que acechan por todas partes: guardaban la compostura, evitaban las alusiones y las preguntas desagradables. Fingían comprender a fondo el significado y la importancia de la situación, la reconocían y hasta la aceptaban, pero consideraban superfluo y fuera de lugar cualquier tipo de explicación.

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