—¡Ah, ostras!
Stepán Arkádevich se quedó pensativo.
—¿No sería mejor que cambiáramos de plan, Levin? —dijo, pasando el dedo por la carta. Y su rostro adoptó una expresión de seria perplejidad—. ¿Son buenas las ostras? ¡No me engañes!
—Son de Flensburg, excelencia. Hoy no tenemos de Ostende.
—Da lo mismo que sean de Flensburg, pero ¿están frescas?
—Las recibimos ayer, señor.
—En ese caso, ¿por qué no empezamos con unas ostras y cambiamos luego todo el plan? ¿Eh?
—Como quieras. A mí lo que más me apetece es una sopa de verdura y unas gachas, pero supongo que aquí no tendrán.
—¿Desea el señor unas gachas à la russe? —dijo el tártaro, inclinándose ante Levin como un aya ante un niño.
—No, bromas aparte, cualquier cosa que pidas estará bien. He estado patinando y tengo hambre. Y no creas que no sabré apreciar tu elección —añadió, advirtiendo en el rostro de Oblonski una expresión de disgusto—. Me gusta la buena comida.
—¡Faltaría más! Puedes decir lo que quieras, pero pocos placeres hay en esta vida como los de una buena mesa —dijo Stepán Arkádevich—. Bueno, amigo mío, vas a traernos dos docenas de ostras... pero es poco, mejor tres, una sopa de verduras...
— Printanière—apuntó el tártaro. Pero, por lo visto, Stepán Arkádevich no quería darle la satisfacción de decir los nombres de los platos en francés.
—He dicho de verduras. Luego rodaballo con una salsa espesa, luego, rosbif, pero, ¡ojo!, que sea bueno. Y también unos capones y unas conservas.
El tártaro, recordando que Stepán Arkádevich tenía por costumbre no dar a los platos nombres franceses, no le contradijo, pero al final se dio el placer de repetir todo el pedido tal como aparecía en la carta: « Soupe printaniere, turbot sauce Beaumarchais, poularde à l'estragon, macédoine de fruits». Ya continuación, como movido por un resorte, retiró el menú, encuadernado en piel, cogió la carta de vinos y se la tendió a Stepán Arkádevich.
—¿Qué vamos a beber?
—Lo que quieras, pero no mucho. Champán —respondió Levin.
—¿Cómo? ¿Para empezar? Bueno, ¿y por qué no? ¿Te gusta el de sello blanco?
— Cachet blanc—le corrigió el tártaro.
—Bueno, tráenos una botella de ése para las ostras y luego ya veremos.
—De acuerdo, señor. ¿Y qué vino de mesa quieren?
—Tráenos Nuits. O mejor aún, el clásico Chablis.
—Muy bien. ¿Desea que le traiga queso del suyo?
—Sí, parmesano. ¿O prefieres algún otro?
—No, me da igual —respondió Levin, sin poder reprimir una sonrisa.
El tártaro se alejó a toda prisa, con los faldones flotando sobre sus anchas caderas, y regresó al cabo de cinco minutos con el mismo apresuramiento, llevando una bandeja de ostras abiertas en sus conchas de nácar y una botella entre los dedos.
Stepán Arkádevich arrugó la servilleta almidonada, se remetió la punta en el chaleco y, apoyando los brazos en la mesa con toda tranquilidad, atacó las ostras.
—No están nada mal —dijo, arrancando las gelatinosas ostras de la nacarada concha con ayuda de un tenedor de plata y engullendo una tras otra—. No están mal —repitió, mirando con sus ojos brillantes y húmedos tan pronto a Levin como al tártaro.
Levin se comió las ostras, aunque habría preferido pan blanco y queso. Pero admiraba a Oblonski. Hasta el tártaro, después de descorchar la botella y verter el vino espumoso en las finas copas de cristal, se quedó mirando a Stepán Arkádevich con una indudable sonrisa de satisfacción, al tiempo que se arreglaba la corbata.
—¿No te gustan mucho las ostras? —preguntó Stepán Arkádevich, vaciando su copa—. ¿O es que estás preocupado por algo?
Quería que Levin estuviese alegre. Y no es que no lo estuviera, pero se sentía cohibido. Dado su estado de ánimo, se hallaba incómodo y molesto en el restaurante, cerca de esos reservados donde los hombres comían en compañía de mujeres, en medio de tanto barullo y ajetreo, rodeados de bronces, espejos, lámparas de gas y camareros. Todo eso le resultaba repugnante. Temía mancillar los sentimientos que embargaban su alma.
—¿Yo? Sí, estoy preocupado. Además, todo esto me cohíbe —respondió—. No puedes imaginarte qué extraño resulta este ambiente a un hombre del campo como yo. ¿Y qué me dices de las uñas de ese señor al que vi en tu despacho?
—Sí, ya me di cuenta de que las uñas del pobre Grinévich te interesaban mucho —respondió Stepán Arkádevich riendo.
—No puedo evitarlo —replicó Levin—. Trata de ponerte en mi lugar, de adoptar el punto de vista de un hombre del campo. Allí procuramos tener las manos en las mejores condiciones para hacer nuestro trabajo. Por eso nos cortamos las uñas y a veces incluso nos remangamos. Aquí, en cambio, la gente se deja crecer las uñas a propósito y, en lugar de gemelos, se pone en los puños una especie de platillos para no poder hacer nada con las manos.
Stepán Arkádevich esbozó una alegre sonrisa.
—Sí, es una señal de que no tienen que ocuparse de un trabajo duro. Les basta con la cabeza...
—Tal vez. Pero, en cualquier caso, me resulta extraño. Como también estar aquí contigo comiendo ostras y haciendo todo lo posible por pasar el mayor tiempo sentados a la mesa, cuando en el campo procuramos comer a toda prisa para ocuparnos cuanto antes de nuestras labores...
—Desde luego —apuntó Stepán Arkádevich—. Pero en eso consiste el objetivo de la civilización: convertirlo todo en motivo de placer.
—Pues, si ése es el objetivo, preferiría ser un salvaje.
—Y lo eres. Todos los Levin sois unos salvajes.
Levin suspiró. Se acordó de su hermano Nikolái y, sintiéndose avergonzado y pesaroso, frunció el ceño. Pero Oblonski se puso a hablar de un lema que no tardó en atraer su atención.
—Entonces, ¿vas a ir esta noche a casa de los Scherbatski? —preguntó con un brillo particular en los ojos, mientras apartaba las rugosas conchas vacías y acercaba el queso.
—Sí, iré sin falta —respondió Levin—. Aunque me ha parecido que la princesa me ha invitado de mala gana.
—Pero ¡qué dices! ¡Vaya una bobada! ¡Ella es así!... ¡Bueno, amigo, sírvenos la sopa!... Tiene modales de grande dame—añadió Stepán Arkádevich—. Yo también iré, pero antes tengo que acudir a un ensayo del coro en casa de la condesa Banina. Bueno, ¿y cómo quieres que no te considere un salvaje? ¿Puedes explicarme por qué te marchaste de repente de Moscú? Los Scherbatski no paraban de preguntarme por ti, como si yo estuviera al tanto de tu vida. Lo único que sé es que haces siempre lo que nadie hace.
—Sí, tienes razón, soy un salvaje —dijo Levin, con voz lenta y agitada—. Pero no por haberme marchado en su momento, sino por haber vuelto ahora. He venido...
—¡Ah, eres un hombre feliz! —le interrumpió Stepán Arkádevich, mirándole a los ojos.
—¿Por qué?
—Conozco a los caballos fogosos por la marca y a los jóvenes enamorados por su mirada 12—declamó Stepán Arkádevich—. Tienes toda la vida por delante.
—Y también tú, ¿no?
—Sí, claro, pero tú dispones del futuro y yo sólo del presente, un presente un tanto revuelto.
—¿Qué pasa?
—Las cosas no van bien. Pero no quiero hablar de mí; además, es imposible explicarlo todo —dijo Stepán Arkádevich—. Entonces, ¿por qué has venido a Moscú? ¡Eh, llévate esto! —gritó, dirigiéndose al tártaro.
—¿No lo adivinas? —respondió Levin, sin apartar de Stepán Arkádevich sus ojos de pupilas luminosas.
—Sí, pero no puedo ser el primero en abordar el asunto. A partir de ese detalle, puedes juzgar si he acertado o no —dijo Stepán Arkádevich, mirando a Levin con una sutil sonrisa.
—¿Y qué te parece? —preguntó Levin con voz trémula, dándose cuenta de que le temblaban los músculos de la cara— ¿Qué piensas al respecto?
Stepán Arkádevich bebió lentamente un vaso de Chablis, sin apartar la mirada de su amigo.
—¿Yo? —dijo—. Nada me gustaría más, nada. Es lo mejor que podría suceder.