La prometida explicación fue uno de los acontecimientos más dolorosos de esa época. Levin pidió consejo al viejo príncipe y, una vez que éste le dio su consentimiento, entregó a Kitty su diario, en el que había consignado lo que tanto le desasosegaba. Lo había escrito pensando en su futura novia. Dos cosas le atormentaban: su impureza y su falta de fe. Kitty apenas prestó importancia a ese segundo aspecto. Era creyente, jamás había dudado de las verdades de la religión, pero la supuesta incredulidad de su novio no le afectó siquiera. El amor le había revelado el corazón de Levin, en el que había visto lo que deseaba; y poco le importaba si a ese estado de ánimo se le llamaba falta de fe. En cambio, la otra confesión le hizo llorar lágrimas amargas.
Antes de entregarle el diario, Levin había tenido que librar un combate consigo mismo. Sabía que entre ellos no podía ni debía haber ningún secreto; por eso había llegado a la conclusión de que no tenía otra salida. Pero no se imaginó el efecto que iba a causarle, porque no se puso en el lugar de Kitty. Una tarde, al entrar en su habitación, antes de ir al teatro, se la encontró bañada en lágrimas, su agradable y lastimoso rostro desencajado por la pena irreparable que le había causado. Entonces comprendió el abismo que separaba su vergonzoso pasado de la pureza inmaculada de Kitty, y se horrorizó de lo que había hecho.
—¡Llévese esos cuadernos horribles! ¡Lléveselos! —exclamó, apartando los diarios, que descansaban sobre la mesa, delante de ella—. ¿Por qué me los ha dado?... En cualquier caso, es mejor así —añadió, compadeciéndose de la expresión desesperada de Levin—. Pero ¡es horrible, horrible!
Levin agachó la cabeza y guardó silencio. ¿Qué habría podido decir?
—Entonces, ¿no me perdona usted? —susurró.
—Sí, le perdono, pero es horrible.
En cualquier caso, su dicha era tan grande que ese incidente, lejos de destruirla, le añadió un nuevo matiz. Kitty le había perdonado; pero, a partir de ese momento, se consideró menos digno de ella, fue más consciente de la supremacía moral de su prometida y valoró aún más su felicidad inmerecida.
XVII
Alekséi Aleksándrovich volvió a su habitación solitaria, repasando involuntariamente en su memoria la impresión que le habían dejado las conversaciones entabladas durante la comida y la sobremesa. Las palabras que Daria Aleksándrovna había pronunciado sobre el perdón no habían conseguido más que enfadarle. Decidir si los preceptos cristianos podían aplicarse o no a su caso era una cuestión demasiado ardua de resolver, de la que no se podía hablar a la ligera, y a la que Alekséi Aleksándrovich había respondido de manera negativa hacía mucho tiempo. De todo lo que se había dicho, lo que más le había impresionado había sido un comentario de Turovtsin, ese hombre tan bondadoso como estúpido: «Se portó como un valiente. Lo desafió a duelo y lo mató». Por lo visto, todos compartían esa opinión, aunque por delicadeza se habían abstenido de manifestarlo.
«En cualquier caso, ya he tomado una decisión, así que no hay razón para seguir pensando en ese asunto», se dijo Alekséi Aleksándrovich.
Dándole vueltas a su inminente viaje y a las labores de inspección que le aguardaban, entró en su habitación y le preguntó al portero que le había acompañado dónde estaba su criado. Éste le informó de que acababa de salir. Alekséi Aleksándrovich le ordenó que le sirviese té, se sentó a la mesa, cogió el Froom, 74y se puso a trazar el itinerario de su viaje.
—Han llegado dos telegramas —dijo el criado, entrando en la habitación—. Perdone, excelencia, he salido un momentito.
Alekséi Aleksándrovich cogió los telegramas y los abrió. En el primero le comunicaban el nombramiento de Strémov para un puesto que ambicionaba para él. Arrojó el despacho y, enrojeciendo, se levantó y empezó a dar vueltas por la habitación.
— Quos vult perdere demental 75—dijo, refiriéndose con ese quosa los responsables de ese nombramiento. No le disgustaba que no le hubieran concedido ese cargo, que hubieran pasado por encima de él, pero le parecía sorprendente e incomprensible que no se dieran cuenta de que ese charlatán de Strémov, que sólo sabía hacer frases, era el menos indicado para desempeñar ese puesto. ¿Cómo no comprendían que estaban labrando su propia ruina, comprometiendo su prestige?
«Será algo por el estilo», se dijo con amargura, al abrir el segundo despacho. Era un telegrama de su mujer. Lo primero que le saltó a la vista fue su firma, «Anna», trazada con lápiz azul. «Me muero. Le ruego, le suplico que venga. Moriré más tranquila con su perdón», leyó. Arrojó el telegrama con una sonrisa despectiva. En un primer momento le pareció evidente que se trataba de un engaño y una artimaña.
«No hay argucia de la que no sea capaz. Está a punto de dar a luz. Quizá se refiera a eso. Pero ¿qué es lo que pretende? Que reconozca al niño, comprometerme y evitar el divorcio —pensó—. Pero ahí dice que se está muriendo...» Volvió a leer el telegrama y de pronto le sorprendió el sentido exacto de lo que decía. «¿Y si fuera cierto? —se dijo—. ¿Y si en un momento de dolor, ante la cercanía de la muerte, se hubiera arrepentido de veras, y yo, pensando que se trata de un engaño, me niego a acudir? No sólo sería una crueldad, por la que todos me criticarían, sino también una estupidez.»
—Piotr, llama un coche. Me voy a San Petersburgo —le dijo a su criado.
Alekséi Aleksándrovich había tomado la decisión de volver a San Petersburgo para ver a su mujer. Si la enfermedad era un engaño, se marcharía sin dirigirle la palabra. Pero, si estaba realmente grave, con un pie en la tumba, y deseaba verlo antes de morir, la perdonaría, en caso de encontrarla aún con vida. Y, si llegaba demasiado tarde, le rendiría los honores debidos.
Durante todo el camino no volvió a pensar en lo que haría.
Con una sensación de fatiga y suciedad, después de pasar la noche en el tren, Alekséi Aleksándrovich, rodeado de esa neblina matinal petersburguesa, avanzaba por la desierta avenida Nevski, con la mirada al frente, sin pensar en lo que le esperaba. No podía pensar en ello porque, cuando se imaginaba lo que iba a suceder, no podía desembarazarse de la idea de que esa muerte resolvería todas sus dificultades. Las panaderías, las tiendas cerradas, los coches nocturnos, los porteros que barrían las aceras pasaban como relámpagos ante sus ojos, y él se fijaba en todo para no seguir pensando en lo que le esperaba, para olvidarse de lo que no se atrevía a desear y sin embargo deseaba. Llegó a la puerta de su casa. En la entrada había un coche de alquiler y otro particular, con el cochero dormido. Al entrar en el vestíbulo, extrajo del rincón más recóndito de su cabeza una decisión, que formuló así: «Si es un engaño, mostrar una calma despectiva y marcharme. Si es verdad, guardar las apariencias».
Antes de que tuviera tiempo de llamar, el portero Petrov, a quien todos llamaban Kapitónich, le abrió la puerta; tenía un aspecto extraño con su vieja levita, sin corbata y en zapatillas.
—¿Cómo está la señora?
—Ayer dio a luz sin ningún contratiempo.
Alekséi Aleksándrovich se detuvo y palideció. En ese momento comprendió con toda claridad cuánto había deseado la muerte de Anna.
—¿Y de salud?
Kornéi, con el delantal que se ponía por las mañanas, bajó corriendo por la escalera.
—Muy mal —respondió—. Ayer hubo consulta de médicos. Uno de ellos está ahora arriba.
—Ocúpate de mi equipaje —dijo Alekséi Aleksándrovich y, sintiendo cierto alivio al oír que aún quedaba alguna esperanza de que muriera, entró en la antesala.
En la percha había un capote militar. Al reparar en él, Alekséi Aleksándrovich preguntó:
—¿Quién está en casa?