Levin sólo vio esos ojos claros, sinceros, asustados de su propia dicha, la misma que embargaba también su corazón. Sus ojos brillaban cada vez más cerca, cegándole con la luz de su amor. Se detuvo a su lado, rozándole, y apoyó las manos en sus hombros.
Había hecho todo lo que estaba en su mano: se había acercado y se le había entregado por entero, tímida y alegre. Levin la abrazó y unió sus labios a los de ella, que aguardaban ya el beso.
Kitty tampoco había dormido en toda la noche, y había pasado la mañana entera esperándole. Su padre y su madre habían dado su consentimiento sin el menor reparo, felices de la dicha de su hija. Kitty había aguardado con impaciencia la llegada de Levin porque quería ser la primera en anunciarle esa venturosa noticia para ambos. Se había propuesto recibirle sola y se felicitaba de su plan, pero al mismo tiempo se sentía confusa y avergonzada y no sabía cómo ponerlo en ejecución. Al oír los pasos y la voz de Levin, había esperado detrás de la puerta a que se marchara mademoiselle Linon. Entonces, sin pensárselo dos veces ni preguntarse lo que estaba haciendo, se había acercado, había apoyado los brazos en sus hombros y todo lo demás...
—Vamos a ver a mamá —dijo, cogiéndole de la mano.
Durante un buen rato Levin fue incapaz de decir nada, no tanto porque temiera que las palabras desmerecieran de sus sentimientos, como porque cada vez que se disponía a abrir la boca sentía que le ahogaban lágrimas de felicidad. Tomó la mano de Kitty y la besó.
—¿Es posible que todo esto sea verdad? —preguntó Levin al fin, con voz sorda—. ¡No puedo creer que me ames!
Al oír que la tuteaba y ver la expresión apocada con que la miraba, Kitty sonrió.
—¡Sí! —respondió, alargando esa palabra de manera muy expresiva—. ¡Soy tan feliz!
Sin soltarle la mano, entró en el salón. La princesa, al verlos, respiró afanosamente, se echó a llorar, luego rompió a reír y, con una energía que Levin jamás habría esperado, se acercó corriendo, le cogió la cabeza, lo besó y le humedeció las mejillas con sus lágrimas.
—¡Así pues, todo está arreglado! Me alegro mucho. Quiérala usted. Me alegro mucho... Kitty.
—¡Qué pronto os habéis puesto de acuerdo! —dijo el viejo príncipe, tratando de aparentar indiferencia, pero Levin advirtió que tenía los ojos húmedos cuando se dirigió a él—. Hace tiempo que lo deseaba. Lo he deseado siempre —añadió, tomando a Levin de la mano y atrayéndolo hacia sí—. Incluso cuando a esta veleta se le metió en la cabeza...
—¡Papá! —gritó Kitty, tapándole la boca con las manos.
—¡Vale, ya me callo! —repuso él—. Estoy muy, muy conten... ¡Ah! ¡Qué tonto soy!...
Abrazó a Kitty, le besó la cara, la mano, otra vez la cara e hizo sobre ella la señal de la cruz.
Y a Levin le embargó un nuevo sentimiento de cariño por ese hombre, que hasta entonces había sido un extraño para él, al ver cómo Kitty estampaba un tierno y prolongado beso en su carnosa mano.
XVI
La princesa, sentada en su sillón, guardaba silencio y sonreía; el príncipe tomó asiento a su lado, flanqueado por Kitty, que no le soltaba la mano. Todos callaban.
La princesa fue la primera que llamó a las cosas por su nombre y encauzó todos los sentimientos y pensamientos a cuestiones de la vida real. En un primer momento a todos les pareció extraño y doloroso ese proceder.
—Bueno. Tenemos que bendecirlos y anunciar el compromiso. ¿Y cuándo será la boda? ¿Qué piensas tú, Aleksandr?
—Pregúntaselo a él —respondió el viejo príncipe, señalando a Levin—. Es el personaje principal en toda esta historia.
—¿Cuándo? —dijo Levin, ruborizándose—. Mañana. Ya que me lo preguntan, les diré que, en mi opinión, la bendición podría ser hoy y la boda mañana.
—Basta, mon cher, no diga tonterías.
—Vale, pues dentro de una semana.
—Se ha vuelto loco.
—No. ¿Por qué?
—¡Por el amor de Dios! —exclamó la madre, a la que hacían gracia esa: prisas—. ¿Y qué pasa con el ajuar?
«¿Es qué tendremos que ocuparnos del ajuar y todo eso? —pensó Levin horrorizado—. Por lo demás, ¿acaso pueden el ajuar, la bendición y todo lo demás ensombrecer mi felicidad? ¡Nada puede ensombrecerla!»
Miró a Kitty y se dio cuenta de que la idea de ocuparse del ajuar no le molestaba en modo alguno.
«Por lo tanto, debe de ser necesario», concluyó.
—La verdad es que yo no sé nada de esas cosas. Sólo he expresado mi deseo —dijo, a modo de disculpa.
—Ya lo discutiremos. De momento, podemos proceder a la bendición anunciar el compromiso.
La princesa se acercó a su marido, le dio un beso e hizo intención de salir, pero él la retuvo, la abrazó y la besó con ternura varias veces, comoun joven enamorado, sin dejar de sonreír. Por un momento, los dos ancianos parecieron confusos: ¿eran ellos los enamorados o su hija? Cuando ambos salieron, Levin se acercó a la novia y le cogió la mano. Ya era dueño de sus actos y había recuperado la capacidad de hablar. ¡Tenía tantas cosaque comunicarle! Sin embargo, las palabras que salieron de su boca eran muy distintas de las que se había propuesto decir.
—¡Estaba seguro de que esto acabaría sucediendo! No es que albergara esperanzas, pero en el fondo de mi corazón lo sabía —dijo—. Creo que estaba predestinado.
—Y yo —dijo ella—. Incluso entonces... —se interrumpió y después continuó, mirándole decidida con sus ojos sinceros—. Incluso entonces, cuando rechacé la felicidad. Nunca he amado a nadie más que a usted, pero estaba obnubilada. Debo decirle... ¿Será usted capaz de olvidarlo?
—Tal vez haya sido mejor así. Tiene usted que perdonarme muchas cosas. He de decirle... —Había decidido decirle dos cosas desde el principio: que no era tan puro como ella y que no creía en Dios. Era doloroso, pero se consideraba obligado a confesarle tanto lo uno como lo otro—. ¡No, ahora no! ¡En otro momento! —dijo.
—Como usted quiera. Pero tiene que decírmelo sin falta. No tengo miedo de nada. Ni que decir tiene...
Levin completó la frase —Que me aceptará usted tal como soy, que no me rechazará, ¿verdad?
—Sí, sí.
La conversación fue interrumpida por mademoiselle Linon que, con una sonrisa dulce y a la vez artificiosa, venía a felicitar a su alumna predilecta. Aún no había salido de la habitación cuando entraron los criados para ofrecer también sus parabienes. Luego llegaron los parientes, y dio comienzo para Levin ese período tumultuoso y feliz que no acabaría hasta dos días después de la boda. Se sentía molesto e incómodo en todo momento, pero su felicidad, lejos de menguar, aumentaba. Era consciente de que le exigían muchas cosas de las que no sabía nada, pero hacía de buena gana todo lo que le pedían. Pensaba que su noviazgo no se parecería en nada al de los demás, que el cumplimiento de todos los rituales y tradiciones acabaría con su felicidad, pero el caso es que, aunque hicieron lo mismo que todo el mundo, su felicidad no dejaba de crecer y se hacía cada vez más especial: jamás se había visto ni se vería nada semejante.
—Ahora vamos a comer unos bombones —decía mademoiselle Linon.
Y Levin corría a comprarlos.
—Me alegro mucho —decía Sviazhski—. Le aconsejo que compre las flores en Fomín.
—¿Es necesario? —preguntaba Levin.
Y allá se dirigía.
Su hermano le dijo que había que pedir dinero prestado porque habría que comprar regalos y hacer frente a muchos gastos...
—¿Hay que hacer regalos?
Y partía al galope a la joyería Fulde.
Tanto en la pastelería como en Fomín y en Fulde se daba cuenta de que lo esperaban, de que se alegraban de verle, de que compartían su felicidad, como todas las personas con las que trataba esos días. Lo raro no era sólo que todos lo quisieran, sino que hasta personas que antes se habían mostrado antipáticas, frías e indiferentes, estaban entusiasmadas con él, le obedecían en todo, hablaban de Sus sentimientos con ternura y delicadeza y compartían su convencimiento de que era el hombre más feliz de la tierra, porque su novia era el colmo de la perfección. Kitty sentía lo mismo. Cuando la condesa Nordston se permitió insinuar que habría deseado algo mejor para ella, se enfadó tanto y le demostró de un modo tan convincente que no había en el mundo hombre mejor que Levin, que la condesa se vio obligada a reconocerlo, y en presencia de Kitty siempre acogía a Levin con una sonrisa de admiración.