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no podía entender su actitud con Ezequiel, me parecía terriblemente injusto, pero jamás

tuve el valor para preguntarle nada.

Hoy, tantos años después, creo que si le hubiese manifestado lo que me pasaba, la

situación hubiera sido distinta. Pero yo tenía 11 años, él era el adulto, a él le

correspondía dar ese paso. El paso que hay de la autoridad a la confianza.

XIX

Estuve angustiado, sin saber con quién hablar, ni qué hacer. Una tarde vi a mi madre en

el jardín y me acerqué. Cortaba hierbas.

—¿Te ayudo? —le dije.

—Si, claro —contestó, alcanzándome unas tijeras—, corta el tomillo.

Nos quedamos un rato en silencio, envueltos en el perfume de las hierbas. Hasta que le

pregunté.

—¿Por qué nunca hablamos de Ezequiel?

Apoyó las cosas en el piso con mucha calma. Estiró su mano como para acariciarme.

Me miró. Bajó la mano. Luego la vista y dijo en un susurro.

—Hay cosas de las que es mejor no hablar.

XX

Un domingo de diciembre antes de las fiestas, Ezequiel vino sorpresivamente, al menos

para mí, a almorzar a casa.

Lo recuerdo bien. Ese mismo domingo a la tarde Mariano iba a venir a despedirse antes

de las vacaciones. Su familia tiene una casa en Punta del Este y todos los años viajan

antes de la Navidad y pasan allí todo el verano.

En algunos veranos anteriores nosotros pasábamos todo enero con ellos en Punta del

Este, este año sería distinto, mi padre había decidido pasar las vacaciones con la abuela.

—Tengo muchas cosas que hacer en Buenos Aires —dijo—, no puedo darme el lujo de

irme tan lejos. Desde el campo puedo viajar y volver en el día y no descuidar los

negocios. Así que, familia, este año nada de mar.

No sé qué opinaba mi madre al respecto, yo estaba feliz con la posibilidad de pasar todo

el verano en el campo con la abuela.

Así estaban las cosas ese domingo cuando abrí la puerta y me encontré con la figura de

Ezequiel. Nos dimos un abrazo largo, profundo.

—Tenía ganas de verte —le dije en un susurro—, pero papá no me deja.

Me miró y sonrió.

—Después de comer hablamos. —Y entró a casa con un paso seguro.

Yo lo interpreté como una señal de desinterés. No sé qué estaba esperando que hiciera,

tal vez que me rescatara de esa casa donde me sentía profundamente infeliz. Después,

pensándolo bien, me sentí como un imbécil por eso.

El almuerzo transcurrió lentamente, casi sin hablar, o hablando sólo de las vacaciones y

de las fiestas. Ezequiel contó que quería pasar fin de año con nosotros en el campo,

pensaba irse de vacaciones en febrero, con unos amigos, a Villa Gesell. Sé muy bien

que la mesa familiar no es el ámbito más indicado para hablar ciertos temas, pero mi

familia me parecía tremendamente hipócrita. Nunca se mencionaba a Ezequiel y cuando

se lo hacía, lo he dicho, la mención de su nombre producía chispas. Algunos meses atrás

mi madre lloraba por él, mi padre estaba indignado. Y lo peor de todo, al menos para

mí, era que me habían prohibido terminantemente verlo.

Y ahí estábamos los cuatro charlando de banalidades. De las fiestas y de las vacaciones.

* * *

—No te creí tan falso —le dije con sorpresa para él y para mí, un rato después del café,

cuando nos encontrábamos sentados bajo los pinos en el parque de casa.

—No te entiendo, ¿por qué lo decís?

—Por todo eso —dije señalando la casa—. Deliciosa la comida, mamá. Pasemos las

fiestas juntos, papá —le contesté, parodiando su voz.

—Creo que estás confundido —hizo un largo silencio y prosiguió—. La comida de

mamá siempre es deliciosa. Y sí, quiero pasar las fiestas con ustedes —y se rió. Se rió

muy fuerte, a mí me indignó.

—Pero a mí no me dejan verte, nunca te nombran y si lo hacen no es para nada bueno.

¿Me vas a decir que no te das cuenta de eso?

—Sí, claro que lo sé, no me subestimes. Pero eso no significa que yo no los quiera ni

que ellos no me quieran a mí. Eso no significa que yo no disfrute de su compañía, claro

que no todos los días, pero me agrada verlos de vez en cuando. Son mis padres, viví con

ellos dieciocho años después de todo ¿no? Entiendo lo que vos querés decir, pero me

gustaría que vos me entendieras a mí.

Hizo una pausa y suspiró.

—Mira, yo no puedo vivir con ellos. Ya no. Pero mientras viví con ellos, salvo los

últimos tiempos, estuvo bien. Tal vez esto sea un poco confuso para vos, pero es así.

Y me contó que él entendía los miedos de nuestros padres, y también de cuando vivía en

casa, y secretos de familia, y mucho más.

Yo estaba como en trance, fascinado por descubrir a otra persona, a Ezequiel, mi

hermano. Sé que todo esto puede sonar extraño, pero era exactamente eso, un

descubrimiento. Con el agregado de que hablábamos de cosas relacionadas con mi

familia, que yo ni siquiera me animaba a pensar. Repasándolo, a la luz de los años,

como lo he hecho tantas veces desde que Ezequiel murió, cada momento desde que fui a

su casa a pedirle explicaciones hasta la última vez que lo vi, me doy cuenta de que

muchas de las cosas de las que hablamos eran tan simples, que tal vez no merecieran

mayores comentarios. Pero para mí eran algo así como la verdad revelada. Como pensarel mundo por primera vez. Así lo viví yo. Así lo vivía esa tarde de diciembre hasta que

llegó Mariano.

* * *

Era el primer verano de nuestras vidas que no pasaríamos juntos. No sabíamos que el

del año anterior había sido el último.

Supongo que una mezcla de la felicidad que tenía después de la tarde con Ezequiel y la

excitación de Mariano ante la proximidad de sus vacaciones generaron una química

extraña.

Pusimos el compact-disc de Dire Straits y nos sentamos en el piso de mi cuarto

apoyados en la cama. Pasamos toda la tarde charlando, con una intimidad que nunca

habíamos tenido.

El me contó cosas de su familia, de su hermana. Yo le conté cosas de la mía y algunas

de las cosas de las que hablamos con Ezequiel. Y también nos reímos, nos reímos

mucho, nunca la había pasado tan bien con él.

Atardeció, el reflejo anaranjado del sol bañaba la habitación, el equipo de audio ya

estaba apagado. Estuvimos un rato en silencio, y Mariano me contó que estaba

enamorado de María Eugenia, una compañera nuestra desde el jardín de infantes, algo

que jamás hubiera sospechado, ni que estuviera enamorado de María Eugenia, ni de

nadie.

Mariano estaba eufórico porque ella también viajaba a Punta del Este y él pensaba

declarársele. Supongo que fue el resultado de todo, la charla con Ezequiel, la confesión

de Mariano, lo que me animó a contárselo a pesar de haberme jurado no decírselo a

nadie.

—Ya sé por qué están enojados con Ezequiel.

Mariano me dedicó una mirada invitando a seguir.

—Porque tiene SIDA.

Se quedó en silencio, no preguntó nada. Yo lo imité.

—Supongo que no lo vas a ver más —dijo al rato, como en un susurro.—Claro que lo voy a seguir viendo. Es mi hermano.

Su cara se transfiguró, se puso roja.

—No seas ridículo. Nunca fue tu hermano, durante años no te importó. No lo veas más,

¿no te das cuenta de que te podés contagiar?

—Vos sos el ridículo, es imposible que me contagie.

Mariano me miró indignado. —Es tarde —dijo, y se fue.

La magia se había perdido. Nunca más volvió a mi casa.

XXI

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