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A

ANTONIO SANTA ANA

LOS OJOS DEL PERRO SIBERIANO

Para Sandra, por supuesto.

¿NO CREE QUE ES ESO

PRECISAMENTE LO QUE LA

LITERATURA DEBE HACER,

PROVOCAR DESASOSIEGO?

ANTONIO TABUCCHI

Es terrible darse cuenta de que uno tiene algo cuando lo está perdiendo.

Eso es lo que me pasó a mí con mi hermano.

Mi hermano hubiese cumplido ayer 31 años, pero murió hace 5.

Se había ido de casa a los 18, yo tenía 5 años. Mi familia nunca le perdonó ninguna de

las dos cosas, ni que se haya ido, ni que se haya muerto.

Esto, si no fuera terrible, hasta sería gracioso.

Pero no lo es, lamentablemente.

Perdonen si este párrafo es confuso. Quiero contar toda la historia esta noche.

Mañana me voy.

Tal vez si logro repasar mi historia en voz alta, aunque sea una vez, me sienta más

liviano en el momento de tomar el avión.

Pero no sé si podré.

I

Nosotros vivimos en San Isidro en una de esas grandes casonas de principio de siglo,

cerca del río.

La casa es enorme, de ambientes amplios y techos altos, de dos plantas. En la planta

baja, un pequeño hall, la sala, el comedor con su chimenea, el estudio de mi padre,

donde está la biblioteca, la cocina y las habitaciones de servicio. En la planta alta están

los dormitorios, el de mis padres, el de mi hermano y el mío, un cuarto para que mi

madre haga sus quehaceres (siempre fue denominado así: para los quehaceres de mi

madre, he vivido toda mi vida en esta casa y no sé cuáles son los quehaceres que mi

madre realiza en ese cuarto) y un par de habitaciones vacías.

Obviamente también hay baños, dos por planta.

La casa está rodeada por un gran parque, en la parte de adelante hay pinos y un nogal,

detrás los rosales de mi madre y sus plantas de hierbas. Mi madre cultiva y cuida sus

hierbas con un amor y una dedicación que creo no nos dio a nosotros. Estoy

exagerando, pero no mucho. Cultiva orégano, romero, salvia, albahaca, tres tipos de

estragón, tomillo, menta, mejorana y debo estar olvidándome de varias.

En la primavera y el verano las utiliza frescas, un poco antes del otoño las seca al sol y

las guarda en frascos en un sitio oscuro y seco.

En realidad no sé por qué les cuento esto, no tiene mucho que ver con nada y no es

importante. Pero cada vez que me imagino a mi madre, la veo arrodillada o con unas

tijeras de podar, sus guantes, un sombrero de paja o un pañuelo, hablándoles a sus

plantas.

Uno de los momentos más felices de mi niñez era cuando me llamaba y me pedía que la

acompañara. Me explicaba cuál era cuál, qué tipos de cuidados requerían, cómo curarlas

cuando las atacaba el pulgón o alguna otra plaga, o cómo podar el rosal.

No es que a mí me interesara la jardinería particularmente, pero el solo hecho de que

ella quisiera compartir conmigo esa actividad a la que se dedicaba con tanto esmero

bastaba para hacerme sentir dichoso.

Podía quedarme horas doblado en dos revolviendo la tierra, abonando las plantas sin

importar el clima.

Tal vez cuando ustedes evocan su niñez y sus momentos felices, recuerdan algún paseo

o unas vacaciones. No sé. Yo evoco el olor de la tierra y el de las hierbas. Aún hoy,

tantos años después, basta el olor del romero para hacerme feliz. Para hacerme sentirque hubo un momento, aunque haya sido sólo un instante en que mi madre y yo

estuvimos comunicados.

* * *

Con mi padre la relación era, o debo decir es, mucho más fácil. Yo me ocupaba de mis

asuntos y él de los suyos. Me explico mejor: Si yo me ocupaba de sacar buenas notas,

hacer deportes (natación y rugby), obedecerlo y respetarlo, no tendría ningún problema.

El, bueno, él... él se ocupaba de lo suyo, es decir de sus negocios y sus cosas, cosas que

nunca compartió con nosotros.

Mi padre es, aún hoy con sus sesenta y cinco años, un tipo corpulento. Fue pilar en el

San Isidro Club en su juventud y, cuarenta años después, cuando yo jugaba al rugby en

las divisiones infantiles, había gente que lo recordaba. Tiene una mirada terrible, una de

esas miradas que bastan para que uno se sienta en inferioridad de condiciones, una de

esas miradas que hacen que su portador vaya por el mundo pisando todo lo que le ponen

en el camino. Supongo que no hace falta decir el pavor que sentía ante la posibilidad

que enfocara en mí sus ojos azules asesinos.

Mi hermano había sido su orgullo, el primogénito y el primer nieto de la familia. En las

fotos de cuando Ezequiel era chico y estaba con papá, hay una expresión de felicidad,

una gran calma y un indisimulado orgullo en los ojos de mi padre.

Ezequiel nació pesando más de cuatro kilos, el pelo negro como el de mi madre y los

ojos azules como los de él. Era una perfecta síntesis de lo mejor de cada uno de ellos, la

cara ovalada, la nariz recta. Un precioso niño.

Cuatro años después mi madre quedó otra vez embarazada, pero el bebé, una niña,

murió en el parto. En ese momento decidieron no tener más hijos. Después cuando

mamá volvió a quedar embarazada no lo podían creer. Ezequiel colmaba todas sus

expectativas, era un buen alumno, un hijo ejemplar, era todo lo que habían deseado.

Se imaginarán que de ese embarazo nací yo. Ezequiel me confesó muchos años después

que me odió por eso. Odió a ese bebe que no era ni grande, ni lindo (yo tengo la

combinación inversa; el pelo castaño de mi padre y los ojos marrones de mi madre). Me

odió por haber llegado a romper esa química, por haberlo desplazado del centro de

atención en el que estaba hacía trece años, hacia la periferia.

II

Seguro que mi primer recuerdo es ése. El del día que Ezequiel se fue de casa. No es que

recuerde exactamente la situación, pero sí que yo estaba en mi cuarto y no podía salir; y

una cierta tensión en el aire.

Después no vi más a mi hermano hasta la primera fiesta, creo que era el cumpleaños de

mamá.

Cuando preguntaba por él me contestaban que estaba estudiando, o con alguna de esas

evasivas tan típicas de mi familia.

Yo ya sabía que no vivía más con nosotros, está claro que no se le puede ocultar algo así

a un chico, por más que tenga cinco años. Había revisado, a escondidas, su habitación y

sabía que no estaba su ropa, es más, yo me había llevado su Scaletrix, que jamás quiso

prestarme, y al no reclamármelo intuía que algo no era normal.

Mentiría si dijera que eso me inquietó. Sólo era una situación nueva, distinta de la

habitual. Y me proponía disfrutarla.

* * *

Durante los años que vivimos juntos yo admiraba a Ezequiel, él era mi héroe, era

grande, fuerte, todos le prestaban atención cuando hablaba.

Lo trataban como a alguien importante. Como a un adulto.

No sabía entonces, y por cierto que no lo sé ahora, cuáles son los mecanismos que

mueven la mente de los niños. Pero supongo que sentí que al no estar mi hermano en mi

casa automáticamente toda esa atención caería en mí. Eso de algún modo fue cierto, no

como yo lo esperaba, pero sucedió.

Al no estar Ezequiel en casa, yo gané un gran espacio pero no por presencia propia sino

por su ausencia.

Mis padres pensaban que ya que se habían equivocado con mi hermano, no cometerían

esos mismos errores conmigo.

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