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A
A

de piratas, sino a esos viajes que los protagonistas realizan para volver al mismo lugar

pero transformados.

Si algún día se escribiera la novela de mi vida, suponiendo que tuviera interés para

alguien, habría que dedicarle gran espacio a ese viaje que ni siquiera me acuerdo en qué

fecha realicé.

Ese día fue la primera vez que mentí a mis padres. Mariano, que sabía adónde iba, se

ofreció a cubrirme. Se suponía que yo iba a estar en su casa un rato antes de nuestro

entrenamiento de rugby, lo que me daba un poco más de tres horas para ir y volver.

Para ser fiel a la verdad debo decir que en ningún momento se me pasó por la cabeza la

posibilidad de que Ezequiel no estuviera en su casa. Yo iba a pedirle explicaciones

acerca de lo que estaba haciendo infeliz a mi familia, su obligación era la de estar. Y

estaba.

Cuando abrió la puerta del departamento saltó sobre mí un enorme perro siberiano (no

era tan enorme, me di cuenta después, es que yo nunca me llevé bien con los perros, ni

ellos conmigo).

—No... No sabía que te...tenías un perro— tartamudeé, mientras me lamía la cara.

—Están iguales — contestó—, él no sabía que yo tenía un hermano. ¿Pasás? ¿O te

pensás quedar en la puerta?

Pasé. Entramos directamente al comedor y me senté en una silla. Se hizo un silencio

incómodo, largo. Él lo rompió.

—¿Los viejos saben que estás acá?

Negué con la cabeza.

—Muy bien, muy bien. Las nuevas generaciones aprenden rápido. Yéndote de casa sin

permiso a los 10, me imagino qué cosas harás a mi edad— dijo y se rió.

Eso me molestó. Yo estaba ahí para pedirle explicaciones. No para que él me las pidiera

a mí. Yo estaba ahí para saber qué era lo que había hecho ahora ese desalmado que

hacía que mi madre llorara todo el día. Me armé de valor y le dije:—¿Hace mucho que lo tenés...este...digo...al perro?

Ezequiel se puso serio por primera vez. Antes estaba divertido por mi presencia, sabía

que había ido a buscar algo, y que no me atrevía a preguntar. Pero igual me contó la

historia.

—Hace poco más de un año y medio, fui con Nicolás a la casa de una amiga suya. ¿Te

acordás de Nicolás? Bueno, no importa. Lo importante es que la amiga criaba perros

siberianos. Éste se llama Sacha. Era el más chiquito de la cría, el último que nació.

Por eso lo iban a matar.

—¿En serio lo iban a matar? Si es hermoso.

—Sí que es hermoso, ¿no es cierto?— dijo acariciándolo—. Pero a los últimos de cada

cría los criadores los matan, son los más débiles, los menos puros de la raza. Los

criadores viven de la pureza, ese es su negocio, no les conviene que haya perros

impuros dando vueltas por ahí. Si vos conocés a otros perros de esta raza, te podés dar

cuenta que éste tiene las orejas un poco más grandes y...

—Tiene los ojos marrones— interrumpí.

—Eso no tiene nada que ver. Además a mí me gustan así marrones. Hay un cierto aire

de verdad en los ojos de los perros siberianos, como si supieran nuestros secretos. Bah,

esto es un delirio mío, no me hagas caso.

—Pero lo que no puedo creer es que los maten.

—La gente no entiende nunca al que es diferente. En una época los metían en

manicomios, en otras en campos de concentración— suspiró—. La gente le tiene miedo

a lo que no entiende. Si la sociedad margina a los que son diferentes, qué destino puede

tener un perro que tiene las orejas un poco más grandes.

Otra vez se hizo silencio. Yo lo rompí.

—¿Por qué los viejos están tan enojados con vos?—Pregunté rápidamente y casi sin

respirar.

—Porque tengo SIDA— contestó.

VII

Aquella tarde, después de bajarme del colectivo (algunas paradas antes), me quedé

dando vueltas por el barrio.

Mi barrio, en el que había vivido toda mi vida, me parecía distinto. Como una gran

escenografía. Y yo era un actor en esa obra. Un actor de reparto.

Me sentía liviano y pesado a la vez, si es que acaso eso es posible. Tenía frío y calor.

Transpiraba y las orejas me ardían.

Mucho más tarde de lo que debía, me decidí a ir a casa. Ensucié mi ropa deportiva para

no levantar sospechas y traté de encontrar alguna excusa convincente para explicar mi

demora. Nunca me habían pedido explicaciones, pero al saber que tenía que mentir, me

sentía en inferioridad de condiciones.

En casa no había nadie. Encontré una nota en la puerta de la heladera explicando que

mis padres habían salido, no recuerdo a dónde, y que la cena estaba en la heladera para

calentar en el microondas. No cené.

Subí a mi cuarto, tenía mucho en que pensar. No sé cuánto tiempo estuve así, tirado en

la cama y con la luz apagada. Hasta que sonó el teléfono.

—¿Hace mucho que llegaste? Creí que me ibas a llamar. ¿Cómo te fue?— obviamente

era Mariano.

—No, llegué recién— fue todo lo que atiné a decir.

—¿Y? Contáme qué te dijo...

—Nada... no... no estaba. Eso, no estaba —mentí de la forma más convincente que

pude.

—¿Y por qué tardaste tanto en volver?

Así son los amigos, uno quiere estar solo, pensar, terminar una conversación y ellos lo

someten a uno a un interrogatorio.

—Lo que pasa...es...es...que me perdí. Me perdí. No encontré la parada del colectivo

para volver. Me fui caminando para el otro lado —realmente ni yo me lo creí, mi voz

estaba toda temblorosa, muy poco convincente.—¿Te pasa algo, estás un poco raro? —insistió él.

—Estaba yendo para el baño cuando sonó el teléfono.

—Ah, bueno —Mariano se rió—. Andá tranquilo no quiero que te ensucies los

pantalones por mi culpa. Nos vemos mañana.

Y cortó. Por fin.

Tenía muchas cosas en qué pensar, muchas cosas que no entendía.

Prendí la tele, buscando algo que me distrajera un poco. El lío que tenía en la cabeza era

como un gran ovillo que no tenía ni principio, ni final. Al menos por el momento. Al

menos para mí.

Me encontré mirando "Tarzán en New York", una de esas tantas películas horribles, con

uno de esos tantos tarzanes horribles. La historia era así, unos cazadores capturaban a

Chita y la subían a un barco. Tarzán se subía a otro barco para ir a rescatarla, y el barco

lo llevaba a Nueva York. Al llegar, se tiraba al río y se trepaba al puente (ése que

aparece en todas las películas) y se quedaba parado con expresión de oligofrenia),

mientras los autos pasaban y la gente le gritaba cosas en un idioma que él no entendía.

Después se enganchaba a una rubia fenomenal (Jane) y rescataba a Chita. Pero eso no es

lo que importa. Lo que importa es que yo me sentía como Tarzán en el puente.

Desnudo y rodeado de cosas que no entendía.

VIII

Ezequiel me observó un buen rato y después siguió acariciando a Sacha.

PorquetengoSIDAporquetengoSIDAporquetengoSIDA. La frase me retumbaba en la

cabeza. PorquetengoSIDAporquetengoSIDAporquetengoSIDA. Yo tenía la boca abierta

y una expresión de alelado total.

—¿Cómo te contagiaste? —pregunté en un hilo de voz.

Me miró fijo. Tenía un brillo en los ojos que yo conocía bien. En ese momento me di

cuenta cuánto se parecía a mi padre. Mucho más de lo que cualquiera de los dos fueran

capaces de admitir.

—Bien, bien, bien. Por fin nos sinceramos. Acá tenemos a un futuro criador de perros.

¿Te mandó tu padre? —hizo silencio un momento, yo no me sentía capaz de balbucear

nada.

—¿Acaso tiene importancia cómo me contagié? —continuó—. Digno representante

familiar hacer una pregunta tan imbécil. ¿Qué estás esperando que te diga? ¿Qué soy

homosexual? ¿Drogadicto? ¿Qué me contagió el dentista? ¿Eh? ¿Vos creés que eso

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