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Desde que había caído prisionero se había dejado crecer la barba y había renunciado a todos los elementos extraños impuestos por el servicio militar; sin darse cuenta había vuelto al antiguo modo del vivir campesino. Decía:

—El soldado con permiso, de los peales hace camisas.

No le gustaba hablar de los años pasados en el ejército, aun cuando no se quejase de él y repitiera con frecuencia que en el regimiento nunca le habían pegado. Cuando contaba algo, se refería casi siempre a los viejos y queridos recuerdos de su vida de campesino, de “cristiano”, decía. Los abundantes dichos que adornaban su conversación no eran indecorosos ni indecentes, como los de los soldados, sino populares; expresados en momentos oportunos, parecían insignificantes y adquirían, de pronto, un sentido profundo.

Muchas veces se contradecía, pero sus palabras siempre resultaban certeras. Le gustaba hablar, y hablaba bien, aderezando las frases con palabras cariñosas y sentencias inventadas por él; al menos, eso le parecía a Pierre. Pero la atracción principal de sus relatos consistía en que los acontecimientos más sencillos, que Pierre veía sin prestarles atención, adquirían en sus labios un carácter solemne. Le gustaba oír los cuentos (siempre los mismos) que en las veladas contaba un soldado, pero sobre todo le gustaban las historias de la vida real. Sonreía feliz al escucharlas; intercalaba de vez en cuando algunas palabras y hacía preguntas para deducir la moraleja de todo cuanto se decía. Karatáiev no sentía el cariño, la amistad, el amor como los entendía Pierre, pero quería y vivía amistosamente con todo cuanto veía y, en particular, con los seres humanos, fueran como fueran, a quienes la vida había puesto en su camino. Quería a su perro, a sus compañeros, a los franceses y a Pierre, que era su vecino; pero Pierre sentía que, a pesar de la cariñosa ternura que Karatáiev le demostraba (con la cual tributaba, sin saberlo, el respeto debido a la vida espiritual de Pierre), al separarse de él no se entristecería en absoluto. Y Pierre comenzó a experimentar el mismo sentimiento hacia Karatáiev.

Para los demás prisioneros, Platón Karatáiev era un simple soldado; lo llamaban Halconcito o Platoshka, se burlaban bonachonamente de él, lo mandaban con diversos recados, pero Pierre lo recordaba siempre incomprensible, tal como lo había visto la primera noche: inconcebible, redondo, la eterna personificación de la sencillez y la verdad.

Platón Karatáiev no sabía de memoria nada, salvo su oración. Cuando empezaba un relato, parecía no saber cómo terminaría.

Cuando Pierre, sorprendido a veces por el significado de sus palabras, le pedía que las repitiera, Platón no podía recordar lo que había dicho un minuto antes, tal como no podía explicarle con palabras su canción favorita.

Decía en ella “querida”, “abedul” y “qué angustia la mía”, pero la letra, de por sí, carecía de sentido. El no entendía ni podía entender el significado de las palabras separadas del relato. Cada palabra, cada acto suyo, era la manifestación de una actividad desconocida para él, que era su vida. Pero esa vida suya, tal como la imaginaba, no tenía sentido alguno como vida individual, sólo significaba algo como parte de un todo que él percibía constantemente. Sus palabras y actos se desprendían de él con la misma regularidad, precisión y espontaneidad del perfume que emana de la flor. No podía comprender ni el sentido ni el valor de sus actos o palabras tomadas por separado.

XIV

La princesa María había sabido por Nikolái que su hermano estaba con los Rostov en Yaroslavl y, a pesar de los consejos de su tía, se dispuso a partir con su sobrino inmediatamente. No preguntó ni le interesaba saber si aquel viaje era difícil o fácil, imposible o posible. Su deber era no sólo estar al lado de su hermano, tal vez a punto de morir, sino hacer todo lo posible por llevarle a su hijo. Y preparó la partida de Vorónezh. Se explicaba la falta de noticias de su hermano diciéndose que debía de encontrarse demasiado débil para escribir, o que quizá le pareciera excesivamente largo y peligroso el viaje para ella y su hijo.

La princesa lo tuvo dispuesto en pocos días; hacía el viaje en la enorme carroza del príncipe, que la había llevado a Vorónezh, y la acompañaba un pequeño coche y varios carros. Mademoiselle Bourienne, Nikóleñka y su preceptor, la vieja niñera, tres doncellas, Tijón, un joven lacayo y otro más, que la acompañaba por deseo de su tía.

Era imposible seguir la ruta ordinaria hacia Moscú, y el desvío obligado por Lipetsk, Riazán, Vladímir y Shuia era demasiado largo y difícil, por no existir en aquel trayecto caballos de posta; y cerca de Riazán (donde según decían habían aparecido los franceses) el camino podía ser peligroso.

Durante viaje tan difícil, mademoiselle Bourienne, Dessalles y los criados de la princesa quedaron asombrados de su energía e incesante actividad. Se acostaba la última y se levantaba la primera, y ningún obstáculo era bastante para detenerla. Gracias a esa actividad y energía, que animaba a sus compañeros de viaje, al finalizar la segunda semana ya estaban a la vista de Yaroslavl.

Los últimos días de su estancia en Vorónezh habían sido los mejores y los más felices de su vida. Ya no la atormentaba ni inquietaba el amor por Nikolái Rostov. Aquel amor llenaba toda su existencia, se hacía parte inseparable de ella misma y no pugnaba ya con sus sentimientos.

La princesa María se había convencido, sin decírselo nunca claramente a sí misma, de que amaba de veras y era correspondida. Se había convencido de ello en su última entrevista con Nikolái, cuando él fue a verla para decirle que el príncipe Andréi se hallaba con los Rostov. Nikolái no había aludido al hecho de que (en caso de curación del príncipe) las relaciones de otro tiempo entre él y su hermana Natasha podían reanudarse; pero la princesa había adivinado en su rostro que lo sabía y lo pensaba. Y a pesar de todo, su actitud hacia ella, siempre tierna, atenta y amorosa, no había cambiado; hasta se habría dicho que lo alegraba el parentesco con la princesa María, pues le permitía expresar más libremente su amistad y amor. Así pensaba a veces la princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada y se consideraba feliz y tranquila en ese sentido.

Pero esa felicidad de una parte de su espíritu, lejos de impedirle sentir un intenso dolor por su hermano, le permitió, gracias a su tranquilidad anímica, entregarse por completo a su pesar. Tan viva era su inquietud en los primeros días de su marcha de Vorónezh que cuantos la acompañaban se persuadieron (al ver su rostro de angustia y desesperación) de que caería enferma antes de llegar. Pero fueron, precisamente, las dificultades y preocupaciones del viaje, que procuraba solventar febrilmente, las que alejaron por un tiempo su dolor y le dieron fuerzas.

Como ocurre siempre en los viajes, la princesa María no pensaba más que en lo atinente al camino, olvidando por ello su objetivo. Pero al acercarse a Yaroslavl, al pensar que todo cuanto esperaba lo vería aquella misma noche y no al cabo de varios días, su inquietud llegó al máximo.

El lacayo enviado a Yaroslavl para averiguar dónde paraban los Rostov y cómo seguía el príncipe Andréi salió al encuentro del coche a la entrada de la ciudad. Se asustó al ver la tremenda palidez de la princesa María, asomada a la ventanilla del coche.

—Me he informado de todo, Excelencia— dijo. —Los Rostov viven en la plaza, en casa del mercader Brónnikov. No está lejos, es en la misma orilla del Volga.

La princesa miró al lacayo con expresión interrogante y temerosa, sin entender por qué no le contestaba a lo principal: el estado de su hermano. Mademoiselle Bourienne se encargó de preguntarlo por la princesa:

—¿Cómo está el príncipe?

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