—No, fui a ver el incendio y allí me cogieron y me juzgaron por incendiario.
—Donde hay tribunales hay injusticia— sentenció el hombrecillo.
—Y tú, ¿hace tiempo que estás aquí?— preguntó Pierre, terminando de comer la última patata.
—¿Yo? El domingo anterior me sacaron del hospital en Moscú.
—¿Eres soldado?
—Sí, del regimiento de Apsheron. Me consumía la fiebre. Nada nos habían dicho. En el hospital seríamos unos veinte hombres. No sabíamos nada, nada sospechábamos.
—Y qué, ¿te aburres aquí?— preguntó Pierre.
—¡Claro que me aburro, palomito! Me llamo Platón. Karatáiev es un mote— añadió, sin duda para facilitar la conversación con Pierre. —En el regimiento me llamaban “Halconcito”. ¿Cómo quieres que esté? Moscú es la madre de todas las ciudades. ¡Cómo no voy a sentir tristeza al ver todo esto! Pero el gusano se come la berza y perece antes que ella: eso dicen los viejos— añadió rápidamente.
—¿Cómo, cómo has dicho?— preguntó Pierre.
—¿Yo?— respondió Karatáiev. —Digo que no se hacen las cosas según nuestro deseo, sino según la voluntad de Dios— sentenció, creyendo repetir lo que había dicho antes; y en seguida prosiguió. —Entonces, señor, ¿usted posee patrimonio? ¿Y casa? Es decir, que vive en la abundancia. ¿Y tiene mujer? ¿Sus padres viven?— siguió preguntando.
Y aunque Pierre no viera en la oscuridad, advirtió por el tono de la voz que los labios del soldado se plegaban en una sonrisa acariciante mientras le hacía aquellas preguntas. Lo disgustaba, al parecer, que Pierre no tuviera padres, y sobre todo madre.
—La mujer para el consejo, la suegra para el respeto, pero nada hay mejor que una madre— dijo. —¿Tiene hijos?— continuó preguntando.
La respuesta negativa de Pierre pareció entristecerlo, y se apresuró a decir:
—No importa, es usted joven... Dios se los dará, ya vendrán. Lo principal es vivir de acuerdo...
—Ahora me da lo mismo— dijo involuntariamente Pierre.
—¡Eh! ¡Querido amigo!— repuso Platón. —Nadie puede estar a salvo de la pobreza y la cárcel.
Se sentó cómodamente y carraspeó como preparándose para un largo discurso.
—Yo vivía en mi casa, amigo mío— comenzó. —La hacienda de los señores era rica; tenía muchas tierras; los mujiks vivían bien, no podíamos quejarnos. Mi padre trabajaba en su propia parcela. Vivíamos bien, como verdaderos cristianos. Pero un buen día...
Y Platón Karatáiev contó una larga historia de cómo un buen día fue a un bosque vecino para cortar leña y el guardabosque lo había sorprendido en plena faena. Lo azotaron y condenaron a servir en el ejército.
—Pues ya ves, querido— dijo con una voz transfigurada por la sonrisa. —Creíamos que aquello era una desgracia y resultó una suerte. De no ser así, habría tenido que ir mi hermano al ejército, si yo no hubiese pecado; y mi hermano menor tenía cinco hijos, a cual más pequeño, mientras que yo no tenía más que a mi mujer. Nos nació una niña, pero Dios se la llevó antes de que me castigaran. Cuando estuve con permiso me encontré con que vivían mejor que antes, las cuadras llenas de ganado; las mujeres en casa, los dos hermanos ganando fuera; sólo el menor, Mijailo, estaba en casa. El padre dijo: “Para mí todos los hijos son iguales. Cualquiera que sea el dedo mordido, siempre duele; y si no hubieran llevado a Platón, habría tenido que ir Mijailo". Nos llamó a todos, la verdad te digo, y nos puso delante de los iconos. “Mijailo —dijo mi padre—, ven aquí, híncate de rodillas ante él, y también tú, mujer, y también los nietos. ¿Lo habéis entendido?", dijo. Así es, querido amigo mío. El destino escoge y nosotros juzgamos siempre: eso no está bien. Nuestra felicidad, amiguito, es como el agua en una nasa; parece que está llena, pero cuando la sacas no queda nada. Así es— y Platón pasó a su montón de paja.
Después de unos instantes de silencio se levantó.
—Creo que ya tendrás ganas de dormir, ¿verdad?— y se persignó rápidamente mientras murmuraba: —Señor mío Jesucristo, santos Nicolás, Frol y Lavr, Señor mío Jesucristo, perdónanos y sálvanos— concluyó. Se inclinó hasta tocar el suelo, se irguió, suspiró y se sentó en la paja. —Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo— murmuró aún mientras se acostaba y se cubría con su capote.
—¿Qué plegaria has rezado?— preguntó Pierre.
—¿Eh?— preguntó Platón (casi estaba dormido). —¿Qué recé? He rezado a Dios. ¿Tú no rezas?
—Sí, también yo rezo. ¿Qué decías de Frol y Lavr?
—¡Pues cómo!— contestó con vivacidad Platón. —Son los patronos de las caballerías. También hay que tener piedad de las bestias. ¡Ah, bribona!, ¿has vuelto? Ya te has calentado, hija de perra...— dijo pasando la mano por el lomo de la perra, que se había acurrucado a sus pies.
Y volviéndose, se quedó dormido.
Fuera, a lo lejos, se oían gritos y sollozos; entre las rendijas de la barraca era visible el incendio. Dentro todo era silencio y oscuridad. Pierre tardó mucho en dormirse. Con los ojos abiertos escuchaba los mesurados ronquidos de Platón, echado junto a él, y sentía que todo aquel mundo antes destruido resurgía ahora en su alma con nueva belleza, sobre nuevos fundamentos inquebrantables.
XIII
En la barraca a la que Pierre fue conducido y en la cual permaneció cuatro semanas había veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.
Más tarde los recordaba a todos como envueltos en una especie de neblina; tan sólo Platón Karatáiev quedó para siempre en su memoria como el recuerdo más vivo y querido, como la personificación de todo cuanto es ruso, bondadoso y redondo. A la mañana siguiente, cuando Pierre pudo ver a su vecino, la primera impresión de algo redondo se confirmó plenamente. Toda la persona de Platón, con el capote francés ceñido con una cuerda, la gorra y los lapti, era redonda. Su cabeza era completamente redonda, los hombros, hasta los brazos, que mantenía siempre en posición de abrazar algo, eran redondos. La misma impresión producían su sonrisa agradable y sus ojos, grandes, castaños y cariñosos.
Platón Karatáiev pasaba probablemente de los cincuenta a juzgar por sus relatos de las campañas en que había tomado parte como soldado. No sabía a ciencia cierta su edad ni sabía precisarla, pero sus hileras de dientes fuertes y blancos, que mostraba cuando reía (lo que hacía con frecuencia), estaban sanas y bien conservadas. Ni en la cabeza ni en la barba tenía un solo pelo blanco, su cuerpo parecía elástico y, sobre todo, firme y resistente.
Su rostro, a pesar de las arrugas pequeñas y redondas, conservaba una expresión inocente y juvenil; su voz era agradable y melodiosa; pero la peculiaridad de su conversación era la franqueza y la facilidad para expresarse. Al parecer, nunca pensaba lo que había dicho o iba a decir y, por ello, en su manera de hablar —rápida y sincera— había una irresistible capacidad de persuasión.
Su fuerza física y su habilidad eran tales durante los primeros tiempos de su prisión que parecía desconocer el cansancio y la enfermedad. Cada día, al acostarse, decía: “Dios mío, haz que duerma como una piedra y me levante hecho un pimpollo". Por la mañana, al levantarse, alzaba los hombros siempre del mismo modo y decía: “Me encogí al acostarme, me estiré al levantarme". Y, en efecto, en cuanto se acostaba, se dormía como una piedra; y al levantarse, sin perder un segundo, se entregaba a cualquier faena, como los niños que apenas levantados se ponen a jugar. Sabía hacer de todo, ni demasiado bien, ni muy mal: cocinaba, hacía pan, cosía, arreglaba botas, trabajaba en madera. Estaba siempre ocupado y sólo por la noche se permitía entablar alguna conversación, a la que era muy aficionado, o cantar. No cantaba como quien sabe que lo están escuchando, sino como los pájaros, por la sencilla razón de que necesitaba emitir esos sonidos, lo mismo que necesitaba estirarse o caminar. Sus sonidos eran siempre delicados, melodiosos, melancólicos, casi femeninos, y su rostro, cuando cantaba, permanecía muy serio.