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Todos sabían, al parecer, que eran unos criminales que debían ocultar lo antes posible las huellas de su crimen.

Pierre miró al hoyo y vio allí al obrero, con las rodillas levantadas hacia la cabeza y un hombro más alto que otro, y ese hombro bajaba y subía convulsivamente. Pero las paletadas de tierra ya caían sobre aquel cuerpo. Un soldado gritó a Pierre con voz irritada, furiosa y doliente que se marchara de allí, pero éste no lo entendió: se quedó junto al poste y nadie volvió a echarlo.

Cuando el hoyo estuvo cubierto de tierra se oyó una voz de mando. Llevaron a Pierre a su sitio y las tropas que habían formado a ambos lados del poste dieron media vuelta y desfilaron ante él. Los veinticuatro tiradores, con sus fusiles descargados, se incorporaron a paso ligero a sus puestos mientras las compañías desfilaban ante ellos.

Pierre miraba ahora con ojos inexpresivos a los tiradores, que, de dos en dos, salían del círculo. Todos, excepto uno, se unieron a sus compañías. Un joven soldado, pálido como un muerto, con el chacó ladeado y el fusil apoyado en el suelo, se quedó frente al hoyo cubierto, en el sitio desde donde había disparado. Se tambaleaba como un borracho y daba pasos adelante y atrás, para mantener el equilibrio. Un viejo suboficial salió de las filas, lo cogió por el brazo y lo hizo volver con los demás. La muchedumbre de rusos y franceses se fue dispersando. Todos caminaban en silencio con las cabezas bajas.

—Ça leur apprendra à incendier 582— comentó un francés. Pierre se volvió hacia el que había hablado; vio que era un soldado que quería consolarse de algún modo por lo que habían hecho, pero no podía. Sin terminar la frase, el soldado hizo un gesto de desaliento y se fue.

XII

Después de las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo dejaron en una pequeña iglesia sucia que había sido saqueada.

Al anochecer, el suboficial de guardia y dos soldados entraron en la iglesia e informaron a Pierre de que había sido indultado y que iba a ser trasladado a la barraca de los prisioneros de guerra. Sin comprender bien lo que le decían, Pierre se levantó y siguió a los soldados. Lo condujeron a unas barracas construidas con tablas chamuscadas, troncos y chillas al fondo del campo y lo metieron en una de ellas.

En la oscuridad una veintena de personas rodearon al recién llegado. Pierre los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué pretendían de él. Escuchaba las palabras que le dirigían, pero no las entendía ni sabía explicarlas; no comprendía su sentido. Respondía a las preguntas que le dirigían pero no se daba cuenta de quién lo escuchaba ni cómo entenderían sus respuestas. Miraba aquellos rostros y figuras y todo le parecía igualmente absurdo.

Desde que presenciara aquella matanza, cometida por hombres que no querían matar, sentía como si hubieran arrancado de su ser un resorte que lo sostenía todo y lo hacía vivo y como si todo ello no fuera ahora más que un montón informe y absurdo de desperdicios. Había perdido la fe en la posibilidad de arreglar el mundo y la humanidad —aunque no era consciente de ello— y la fe en su propia alma y en Dios. Ya antes había sentido lo mismo, pero no de manera tan intensa como ahora. Antes, cuando surgía en su alma una duda semejante, el origen era un error propio. Y Pierre sentía en lo más profundo de su alma que el medio de evitar la desesperación y la duda radicaba en sí mismo. Pero ahora no tenía conciencia de ser él la causa de que el mundo se derrumbara ante sus ojos, y se convirtiera en escombros absurdos; sentía que no estaba en su poder recuperar la fe en la vida.

Alrededor de él, en la oscuridad, había algunas personas. Algo en él, sin duda, les interesaba grandemente. Le contaban algo, le hacían preguntas, después lo condujeron al interior y por último se encontró en un rincón de la barraca con otra gente, que hablaba y reía desde todas partes.

—Y así ocurrió, hermanos... ese mismo príncipe quien... (la palabra quienfue pronunciada con acento especial)— decía una voz al otro extremo de la barraca.

Pierre, silencioso e inmóvil, sentado en un montón de paja junto a la pared, ora cerraba, ora abría los ojos. En cuanto los cerraba, volvía a ver el rostro terrible del obrero, terrible sobre todo por su simplicidad; y los rostros de quienes, a su pesar, habían sido sus asesinos, más terribles todavía a causa de su inquietud. Volvía a abrir los ojos y miraba extraviado en la oscuridad.

Junto a él estaba sentado un hombrecillo encogido cuya presencia advirtió al principio por el intenso olor a sudor que emanaba de él a cada movimiento. Aquel hombre, en la oscuridad, hacía algo con sus pies, y aunque Pierre no veía su rostro adivinó que lo estaba mirando sin quitarle los ojos. Al acostumbrarse a la oscuridad, Pierre comprendió que el hombre se estaba descalzando. Y el modo como lo hacía interesó a Pierre.

Después de soltar la cuerda que cubría una de sus piernas, la enrolló concienzudamente y se dedicó a la otra, mirando de vez en cuando a Pierre. Mientras con una mano colgaba la cuerda, con la otra desataba la segunda. Así, con movimientos seguros, precisos y ágiles, que se sucedían rápidos unos a otros, terminó de descalzarse y colgó todo en unas estaquillas clavadas en la pared, encima de su cabeza; después sacó una navajita, cortó algo, la cerró y la puso bajo su cabecera; se sentó cómodamente, rodeó con los brazos sus rodillas y fijó la mirada en Pierre, quien sentía algo agradable y sedante en todos esos movimientos rápidos, en el orden en que había colocado sus cosas y hasta en el olor de aquel hombre; y también él lo miraba fijamente.

—¿Lo ha pasado usted mal, señor? ¿Eh?— dijo al cabo de un rato el hombrecillo.

Y en su cantarina voz había tanta dulzura y sencillez, que Pierre sintió deseos de contestar; pero le tembló la mandíbula y sintió lágrimas en los ojos. El hombrecillo, sin dar tiempo a Pierre de manifestar su turbación, siguió hablando con la misma voz agradable.

—No te aflijas, palomo...— dijo con esa acariciante modulación de voz con que hablan las viejas campesinas rusas. —No te aflijas, palomito; el sufrimiento es corto y la vida larga. Así es, amigo mío. Vivimos aquí, gracias a Dios, y nadie nos molesta. Son también hombres y los hay malos y buenos.

Y mientras hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, se puso en pie y se alejó tosiendo.

—¡Hola! ¿Has vuelto ya, bribona?— sonó en el otro extremo de la barraca la misma voz acariciante. —¡Volvió la bribona! Se acuerda. Bueno, bueno, basta.

Y el soldado, apartando de sí a una perrita que le saltaba al pecho, volvió a sentarse en su sitio. Entre las manos tenía algo envuelto en un trapo.

—Tome, señor, coma— dijo, volviendo al tono respetuoso de antes y ofreciendo a Pierre unas patatas asadas. —Para la comida tuvimos sopa. Pero las patatas son excelentes.

Pierre no había probado bocado en todo el día y el olor de las patatas le pareció gratísimo. Dio las gracias al soldado y se puso a comer.

—Así no se comen— sonrió el soldado, tomando una de las patatas. —Hazlo así.

Sacó de nuevo la navaja, partió la patata en dos mitades, echó sal, que traía en el trapo, y se la ofreció a Pierre.

—Son de categoría— repitió. —Cómelas así.

A Pierre le parecía que nunca había probado manjar tan exquisito.

—Lo mío no es nada— dijo. —Pero ¿por qué han fusilado a esos infelices?... El último tendría veinte años...

—¡Ay... ay...!— dijo el hombrecillo. —¡Cuántos pecados, cuántos pecados...!— añadió rápidamente; y como si las palabras estuvieran siempre prontas en sus labios y salieran involuntariamente, prosiguió: —¿Cómo fue, señor, que se quedó en Moscú?

—Nunca creí que fueran a llegar tan pronto. Me quedé por casualidad— contestó Pierre.

—Pero, ¿cómo te han cogido, palomo? ¿En tu casa?

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