Cuando el ayudante le recordó la presencia del prisionero, Davout frunció el ceño e hizo un movimiento de cabeza indicando que se lo podían llevar. Pierre ignoraba adonde, si a la barraca o al sitio de ejecución, que le habían mostrado sus compañeros cuando pasaban por el campo de Dievitchie Polie. Volvió la cabeza y vio que el ayudante preguntaba algo.
—Oui, sans doute— contestó Davout.
Pero Pierre no sabía qué podía significar ese “sí”.
No recordaría después adonde había ido, cuánto tiempo, ni en qué dirección. En estado de completa inconsciencia y estupor anduvo con los demás prisioneros hasta que todos se detuvieron y él también.
Durante todo aquel tiempo sólo lo preocupaba un pensamiento. Se preguntaba quién era el que, en última instancia, lo había condenado a morir. No eran los hombres que lo habían interrogado primero; ninguno de ellos parecía quererlo y, sin duda, ninguno tenía autoridad para hacerlo. Tampoco podía ser Davout, quien le había dirigido una mirada llena de humanidad. Un minuto más y Davout habría comprendido que obraban mal; la entrada del ayudante de campo lo echó todo a perder. No es que el ayudante le deseara mal alguno, pero no podía dejar de entrar. ¿Quién era, entonces, el que había condenado a Pierre y le arrancaba la vida con todos sus recuerdos, aspiraciones, esperanzas y proyectos? ¿Quién? Y Pierre se daba cuenta de que no era ninguno.
Todo aquello era resultado del orden establecido y de un conjunto de circunstancias.
Un cierto orden era el que lo mataba, le quitaba la vida y lo destruía.
XI
Desde la casa del príncipe Scherbátov llevaron a los presos a través del campo de Dievitchie Polie, a la izquierda del monasterio, hasta una huerta donde había un poste. Detrás del poste se abría una zanja, con la tierra recién removida. Cerca de allí, un nutrido grupo de gente esperaba en semicírculo: pocos eran rusos, la mayoría eran soldados de Bonaparte: alemanes, italianos y franceses uniformados de diversas maneras. A ambos lados del poste formaban soldados de capotes azules, charreteras rojas, polainas y chacos.
Dispusieron a los condenados por el orden de lista (Pierre era el sexto) y los llevaron hacia el poste. Los tambores redoblaron de pronto a ambos lados y Pierre sintió que, a la par de aquel sonido, algo se desgarraba en su alma. Perdió la facultad de pensar y ordenar sus ideas. Sólo podía ver y oír. Su único deseo era que se cumpliese lo antes posible aquello tan terrible que debía hacerse. Pierre, vuelto hacia sus compañeros, los observaba.
Los dos hombres que estaban en el extremo eran presidiarios. Uno era alto y delgado; el otro, moreno, musculoso, velludo y de nariz aplastada. El tercero era un criado de unos cuarenta y cinco años, bien nutrido y de cabellos grises. El cuarto un mujik muy guapo, de barba rubia y amplia y ojos negros. El quinto un obrero fabril como de dieciocho años, delgado y pálido, vestido con un mandil.
Pierre oyó que los franceses cambiaban impresiones acerca de cómo fusilarlos, de uno en uno o de dos en dos.
—De dos en dos— dijo con acento frío e indiferente el oficial superior.
Hubo un movimiento en las filas de soldados y pudo advertirse que todos se apresuraban, no como hace la gente cuando va a llevar a cabo un acto que todos comprenden, sino como para poner fin cuanto antes a una labor necesaria, pero ingrata e incomprensible.
Un funcionario francés con una banda se acercó a la fila por la derecha y leyó la sentencia en ruso y en francés.
Luego, cuatro soldados se llegaron a los prisioneros y, por orden del oficial, condujeron a dos hasta el poste. Eran los presidiarios del extremo de la fila. Mientras traían los sacos, los prisioneros miraron en derredor tal como una fiera acorralada observa a los cazadores que la acosan. Uno no hacía más que santiguarse; el otro se rascaba la espalda y contraía los labios con una mueca semejante a una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos, les echaron encima los sacos y los ataron precipitadamente al poste.
Doce soldados armados de fusiles salieron de las filas con ritmo regular y firme y se detuvieron a ocho pasos del poste. Pierre volvió la cabeza para no ver aquello. De pronto sonó una descarga que le pareció más fuerte que el más violento de los truenos. Miró hacia allí: todo aparecía cubierto de humo, y los franceses, pálidos y con manos temblorosas, hacían algo al lado del hoyo. Se llevaron a los dos siguientes. Igual que los anteriores, miraban con la misma expresión a todos, pidiendo silenciosamente y en vano que los defendiesen, sin comprender ni creer, al parecer, lo que les esperaba. No lo podían creer porque sólo ellos sabían lo que sus vidas representaban, y les era imposible creer y comprender que alguien se las arrebatara.
Pierre volvió la cabeza igual que antes, para no ver la ejecución. De nuevo la espantosa descarga hirió sus oídos y volvió a ver el humo, la sangre y los pálidos y asustados rostros de los franceses que se movían junto al poste, empujándose unos a otros con temblorosas manos. Pierre, respirando fatigosamente, miró alrededor como preguntando qué significaba aquello. Todas las miradas con que se encontró hacían la misma pregunta.
En las caras de los rusos y en las de los soldados y oficiales franceses se leía el mismo espanto, el horror y la lucha interior que él sentía. “¿Quién es el autor de todo eso? Ellos sufren igual que yo. Entonces ¿quién lo hace?”, se preguntó Pierre durante un instante.
—Tirailleurs du 86.°, en avant!— gritó alguien. 581
Se llevaron solamente al quinto prisionero, el que hacía pareja con Pierre, quien no comprendió que se había salvado; que a él y a los demás los habían llevado para que presenciaran la ejecución de la sentencia. Contemplaba lo que estaba sucediendo con horror creciente, sin sentir alegría ni tranquilidad alguna. El quinto condenado era el obrero del mandil. Cuando los soldados le pusieron la mano encima, amedrentado, dio un salto hacia atrás y se aferró a su vecino (Pierre se estremeció y se apartó de él). El obrero no podía andar. Se lo llevaron a rastras, mientras gritaba. Cuando hubo llegado al poste cesó repentinamente en sus gritos. Pareció haber comprendido algo. Comprendió, tal vez, que estaba gritando en vano o que era imposible que sus semejantes lo mataran. Quedó quieto ante el poste, y mientras aguardaba a que le pusieran la venda miró en torno con ojos brillantes, como una bestia herida.
Pierre se sentía incapaz de cerrar los ojos y volver la cabeza. Ante aquel quinto asesinato, su curiosidad y su emoción, igual que las de todos los presentes, llegaron al grado máximo. El quinto condenado parecía tan tranquilo como los anteriores. Se sacudió el mandil y frotó uno contra otro sus pies descalzos.
Cuando le vendaron los ojos él mismo se aflojó el nudo, que le hacía daño en la nuca. Mientras lo ataban al poste ensangrentado se echó hacia atrás; esta postura le resultó incómoda y entonces se irguió y, después de enderezar las piernas, se apoyó tranquilamente en el poste. Pierre no dejaba de mirarlo, sin perder uno solo de sus movimientos.
Debió de oírse la voz de mando; debieron de resonar los disparos de ocho fusiles; pero por mucho que se esforzara, Pierre no logró recordar después si había oído algo. Sólo se dio cuenta de que, inesperadamente, se desplomaba el cuerpo del obrero, aparecía sangre en dos sitios, que las cuerdas se aflojaban y cedían bajo el peso del cuerpo y que el condenado se sentaba en el suelo con la cabeza y las piernas en posición forzada. Pierre echó a correr hacia el poste; nadie lo detuvo: unos hombres pálidos y asustados estaban haciendo algo en torno al obrero. A un soldado viejo y bigotudo le temblaba la mandíbula al desatar las cuerdas. El cuerpo cayó. Algunos soldados, con movimientos rápidos, pero torpes, arrastraron el cuerpo tras el poste y lo arrojaron al hoyo.