—Eso no está bien. No está bien. Tome nota— dijo el viejo general de bigotes y cara colorada.
Al cuarto día comenzaron los incendios en la puerta de Zúbovski.
En unión de otros detenidos, llevaron a Pierre a Krimski-Brod, a la cochera de la casa de un comerciante. Al pasar por las calles Pierre sintió que el humo que llenaba toda la capital lo asfixiaba; por todas partes se veían llamas. Pierre no comprendía aún el sentido de Moscú en llamas y contempló el fuego con horror.
Pasó otros cuatro días en la cochera y por los soldados franceses supo que todos los detenidos estaban esperando la decisión de un mariscal, que se produciría de un momento a otro; no pudo saber de qué mariscal se trataba. Evidentemente, para los soldados un mariscal era como el último y un tanto misterioso eslabón de la potestad suprema.
Aquellos primeros días, hasta el 8 de septiembre, fecha del segundo interrogatorio, fueron los más penosos para Pierre.
X
El 8 de septiembre llegó a la cochera donde estaban los prisioneros un oficial muy importante, a juzgar por las muestras de respeto con que lo saludaron los centinelas. Ese oficial, probablemente del Estado Mayor, pasó lista a los detenidos rusos; al llegar a Pierre lo llamó celui qui n'avoue pas son nom. 573Después de contemplar con indolente indiferencia a los presos, ordenó al oficial de guardia que los vistieran decentemente y arreglaran, porque los llevarían a presencia del mariscal. Pasada una hora, llegó una compañía de soldados que condujo a Pierre y a los otros trece detenidos al campo de Dievitchie Polie. Era un día claro y soleado después del chaparrón de poco antes; el aire parecía extraordinariamente puro. El humo del incendio no se pegaba al suelo como el día que Pierre salió del cuerpo de guardia de la puerta de Zúbovski, sino que se elevaba en columnas por el aire transparente. Ya no se veían llamas, pero la humareda subía por todas partes y todo cuanto Pierre podía abarcar con sus ojos estaba reducido a cenizas. Aquí y allá aparecían ruinas, recintos devastados y muros renegridos entre los que a duras penas se mantenían en pie las chimeneas. Pierre no podía reconocer los barrios de la ciudad. De vez en cuando veía alguna iglesia intacta. El Kremlin, que no había sufrido el incendio, brillaba a lo lejos, blanco y enorme, con sus torres y su campanario de Iván el Grande. Más próxima resplandecía alegre la cúpula del monasterio de Novodievichié, cuyas campanas repicaban con especial sonoridad. Pierre recordó que era domingo y fiesta de la Natividad de la Virgen; pero no quedaba nadie para festejarlo. Todo eran ruinas e incendios. De vez en cuando se cruzaban con algunos rusos harapientos y asustados, que trataban de esconderse al ver a los franceses.
Era evidente que el nido ruso estaba destruido y arruinado; pero Pierre advirtió inconscientemente que, deshecha la forma de vida rusa, se instauraba un nuevo orden, un orden francés, completamente distinto y firme. Lo notó en el aspecto animoso y alegre de los soldados que lo custodiaban y por la presencia de un alto funcionario francés que pasó en coche tirado por dos caballos, con un soldado al pescante; lo notó en los jubilosos sonidos de la música de un regimiento que llegaba a ellos desde la izquierda del campo y, sobre todo, por la lista de nombres leída aquella mañana en la cárcel por el oficial francés.
Unos soldados llevaron a Pierre con decenas de otras personas de un lado para otro. Le parecía que así podían olvidarse de él o confundirlo con los demás. Pero no sucedió así: sus respuestas durante el interrogatorio volvían a él cuando lo llamaban celui que n'avoue pas son nom. Bajo aquel nombre, que ahora tenía, lo llevaban a algún sitio con la indiscutible seguridad, manifestada en sus rostros, de que tanto él como los otros prisioneros eran precisamente los que se necesitaban y que los llevaban adonde era preciso. Pierre se veía a sí mismo como una insignificante astilla caída en el engranaje de una máquina desconocida que funcionaba correctamente.
Con los demás delincuentes fue llevado a la derecha del campo de Dievitchie Polie, cerca del monasterio, hacia una gran casa blanca rodeada de un amplio jardín. Era el palacio del príncipe Scherbátov, frecuentado por Pierre en otro tiempo, y donde ahora, según dedujo de las conversaciones de los soldados, se alojaba el mariscal duque de Eckmühl.
Los condujeron al porche y allí, uno a uno, fueron introducidos en la casa. Pierre fue el sexto en entrar. Después de atravesar la galería de cristales, el zaguán y la antesala que Pierre conocía bien, lo hicieron pasar a un despacho largo y bajo de techo, en la puerta del cual había un ayudante de campo.
Davout estaba sentado al fondo de la estancia, ante una mesa, con los lentes puestos. Pierre se le acercó. Davout, sin levantar los ojos, parecía consultar los papeles que tenía delante y preguntó en voz baja:
—Qui êtes-vous? 574
Pierre calló: no tenía fuerzas para pronunciar una sola palabra. Para Pierre, Davout no era simplemente un general francés, sino un hombre famoso por su crueldad. Al contemplar aquel rostro frío, que, como el de un severo profesor, tenía a bien esperar cierto tiempo la respuesta, Pierre sintió que cada segundo de dilación podía costarle la vida. Pero no sabía qué decir, ni se atrevía a repetir lo que había manifestado en su primer interrogatorio. Revelar su nombre y posición social era peligroso y humillante. Pierre guardó silencio y, antes de que tuviera tiempo de tomar una decisión, Davout levantó la cabeza, se subió los lentes, entornó los ojos y lo miró con fijeza.
—Conozco a este hombre— dijo con voz monótona y fría con la evidente intención de asustar a Pierre.
El estremecimiento que antes había recorrido la espalda de Pierre se apoderó ahora de su cabeza, atenazándola fuertemente.
—Mon général, vous ne pouvez pas me connaître, je ne vous ai jamais vu... 575
—C'est un espion russe 576— lo interrumpió Davout, volviéndose a un general que estaba con él en la sala y cuya presencia no había advertido Pierre.
Davout apartó la vista. Pierre, con una sonoridad inesperada, comenzó a decir rápidamente:
—Non, monseigneur. Non, monseigneur— dijo, recordando de pronto que Davout era duque, —vous n'avez pas pu me connaître. Je suis un officier militionnaire et je n'ai pas quitté Moscou. 577
—Votre nom?
—Bésouhof.
—Qu'est-ce qui me prouvera que vous ne mentez pas? 578
—Monseigneur!— exclamó Pierre, no con voz ofendida, sino suplicante.
Davout levantó los ojos y miró fijamente a Pierre. Estuvieron mirándose durante unos instantes el uno al otro y aquello salvó a Pierre. En aquella mirada, al margen de las condiciones de guerra y del juicio, se estableció entre ambos hombres una relación humana. En aquel breve instante, los dos sintieron de manera vaga una infinita cantidad de cosas: comprendieron que ambos eran hijos de la humanidad, que eran hermanos.
Antes de levantar los ojos de aquel montón de papeles en los que se clasificaban numéricamente todos los actos y las vidas humanas, Pierre no era para Davout más que una circunstancia; lo habría mandado fusilar sin creer que cometía una mala acción; pero ahora había visto en él al hombre. Se quedó un instante pensativo.
—Comment me prouverez-vous la vérité de ce que vous me dites? 579— volvió a preguntar fríamente.
Pierre recordó a Ramballe, dio su nombre, el de su regimiento y el de la calle donde estaba la casa.
—Vous n'êtes pas ce que vous dites— repitió Davout. 580
Con voz temblorosa y entrecortada, Pierre citó pruebas de la verdad de cuanto decía.
Pero en aquel instante entró en el despacho el ayudante de campo y dijo algo a Davout. La noticia pareció alegrarlo y comenzó a abrocharse la guerrera. Parecía haber olvidado completamente a Pierre.