Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—¿Qué te ocurre, Natasha? Ven aquí— dijo la condesa.

Natasha se acercó a recibir la bendición del abad, que le aconsejó implorar ayuda a Dios y a los santos.

Cuando el abad se fue, Natasha llevó a Sonia a la habitación contigua, donde no había nadie.

—¿Sonia, verdad que vivirá? ¿Verdad que sí? ¡Qué feliz y qué desgraciada soy, Sonia querida! Todo sigue como antes: lo único que quiero es que viva. Él no puede... porque... porque... por...— y Natasha se echó a llorar.

—¡Sí! ¡Gracias a Dios! ¡Lo sabía! ¡Vivirá!— exclamó Sonia.

Emocionada —no menos que Natasha— por su temor y sus propios pensamientos, que a nadie había confiado, consoló y besó a Natasha sin dejar de llorar. “¡Oh, con tal de que viva!”, pensó. Después de llorar, enjugarse los ojos y hablar un rato, ambas se acercaron a la puerta de la habitación del príncipe Andréi. Natasha la entreabrió cuidadosamente y asomó la cabeza. Sonia estaba a su lado.

El príncipe descansaba sobre tres almohadas. Había una gran serenidad en aquel pálido rostro; tenía los ojos cerrados y su respiración era regular.

—¡Oh, Natasha!— casi gritó Sonia, sujetando por el brazo a su prima y apartándose de la puerta.

—¿Qué?... ¿Qué sucede?— preguntó Natasha.

—Es aquello... aquello...— dijo Sonia, muy pálida y con labios temblorosos.

Natasha cerró la puerta sin hacer ruido y se retiró con Sonia a la ventana, sin comprender lo que le decía.

—¿Recuerdas en Otrádnoie, por Navidades, aquella vez que por ti miré en el espejo... recuerdas lo que vi?...

Sonia hablaba con expresión solemne y llena de temor.

—Sí, sí— dijo Natasha con los ojos muy abiertos, al recordar vagamente que en aquella ocasión Sonia había visto al príncipe Andréi acostado.

—¿Te acuerdas? Lo vi... y os lo dije a ti y a Duniasha. Estaba echado en una cama— prosiguió, levantando el dedo a cada detalle. —Había cerrado los ojos y estaba cubierto con una colcha rosa, con los brazos cruzados...

A medida que hablaba se convencía cada vez más de que los detalles vistos ahora eran los mismos que había vistoentonces. En aquella ocasión, en Otrádnoie, no había visto nada y había contado lo primero que se le ocurrió; pero todo lo inventado aquella vez le parecía ahora tan real como cualquier otro recuerdo. No sólo recordaba haber dicho que él la miró sonriendo y que lo cubría algo rojo, ahora estaba firmemente convencida de que ya entonces había dicho y visto que la manta era de color rosa, precisamente rosa, y que tenía los ojos cerrados.

—Sí, sí, color rosa— asintió Natasha, que ahora creía acordarse también de que había dicho rosa y consideraba aquel hecho como una extraordinaria y misteriosa predicción. —Pero, ¿qué puede significar?— preguntó pensativa.

—¡Oh, no lo sé! ¡Es tan extraño todo!— dijo Sonia llevándose las manos a la cabeza.

Al poco tiempo, el príncipe Andréi hizo sonar el timbre y Natasha entró en su habitación. Con emoción y ternura poco frecuentes en ella, Sonia permaneció junto a la ventana reflexionando en lo extraordinario de todo lo ocurrido.

Aquel día encontraron una ocasión de enviar correspondencia al ejército y la condesa escribió una carta a su hijo.

—Sonia, ¿no vas a escribir a Nikóleñka?— dijo al ver a su sobrina que pasaba cerca.

Su voz era apagada y temblorosa y Sonia pudo leer en aquellos ojos fatigados, que la contemplaban a través de los lentes, todo lo que la condesa quería decir con esas palabras. Su mirada expresaba súplica, pudor por tener que recurrir a la petición, temor a una negativa y —en este último caso— enemistad irreconciliable.

Sonia se acercó a la condesa, se puso de rodillas y le besó la mano.

—Sí, maman, le escribiré.

Se sentía conmovida, enternecida e impresionada por cuanto estaba sucediendo aquel día y especialmente por el misterioso cumplimiento de la predicción. Y ahora, cuando sabía que por haberse reanudado las relaciones entre Natasha y el príncipe Andréi, Nikolái no podría casarse con la princesa María, sentía con alegría que tornaba a ella la capacidad de sacrificio que tanto le agradaba y había constituido toda su vida.

Consciente de realizar una acción generosa, interrumpiendo varias veces su escritura porque las lágrimas velaban sus ojos negros y aterciopelados, Sonia escribió aquella conmovedora carta que tanto había sorprendido a Nikolái.

IX

Al llegar al cuerpo de guardia, el oficial y los soldados que habían detenido a Pierre lo trataron con hostilidad, pero con respeto. Aún dudaban de quién se trataba (tal vez fuera un personaje importante) y la actitud belicosa que adoptaron se debía a su reciente forcejeo con él en la calle.

Pero al día siguiente, cuando se hizo el relevo, Pierre se dio cuenta de que no tenía ya la misma importancia para los soldados y oficiales de la nueva guardia, que no veía en aquel hombre alto y grueso vestido con un caftán de mujik al valiente que había luchado tan desesperadamente con el merodeador y los soldados de la patrulla, ni al que había pronunciado aquella frase solemne sobre la salvación de una niña; ahora sólo veían en él al número diecisiete de los rusos detenidos por orden de las autoridades superiores. Lo que llamaba la atención en Pierre era su aire decidido, concentrado y pensativo y su conocimiento del francés, que hablaba perfectamente para gran asombro de los franceses. Aquel mismo día, a pesar de ello, juntaron a Pierre con los otros sospechosos porque un oficial necesitaba la habitación en que lo habían alojado al principio.

Todos los rusos detenidos con él eran personas de la más baja condición. Al reconocer en Pierre a un señor, lo rehuían, más que nada por saber francés. Pierre oía con tristeza cómo se burlaban de él.

A la noche siguiente Pierre supo que los detenidos (y él con todos, seguramente) serían juzgados como incendiarios. Al tercer día de prisión lo trasladaron con los otros a una casa donde hubieron de comparecer ante un general de bigotes blancos, dos coroneles y otros franceses que llevaban brazalete. Interrogaron a Pierre y a los demás prisioneros con esa clara exactitud que caracteriza a los seres que se consideran por encima de las debilidades humanas. Preguntaron a los detenidos quiénes eran, dónde habían estado y por qué, etcétera.

Todas aquellas preguntas dejaban al margen lo esencial del asunto y no daban posibilidad alguna de ponerlo de manifiesto; como ocurre siempre en los tribunales, el objetivo principal del interrogatorio era marcar las vías por donde debían fluir las respuestas del acusado, respuestas que debían conducirlo a la meta deseada por el tribunal, es decir, su culpabilidad. En cuanto el interrogado empezaba a decir cosas que no correspondían a ese objetivo, retiraban el canalón y la respuesta podía manar por donde se le antojara. Pierre experimentó además lo que suelen sentir los acusados en cualquier proceso: la extrañeza de que le hicieran todas esas preguntas. Se daba cuenta de que sólo por complacencia o por cortesía seguían aquel procedimiento. Sabía que estaba en poder de aquellos hombres, que era su poder lo que lo había llevado hasta allí y lo que les daba el derecho de exigir respuestas. Y sabía también que la finalidad de todo aquel interrogatorio era declararlo culpable. Y como había poder y el deseo de acusar, el interrogatorio y el juicio eran fórmulas superfluas. Era evidente que todas las respuestas los conducirían a la culpabilidad. Cuando le preguntaron qué estaba haciendo en el instante de su detención, Pierre contestó con cierto aire trágico que se ocupaba de llevar a sus padres a una criatura a la qu’il avait sauvé des flammes. 572¿Por qué se había peleado con el merodeador? Pierre contestó que para defender a una mujer, que todo hombre tiene la obligación de defender a una mujer ofendida y que... Lo interrumpieron: lo que decía nada tenía que ver con el asunto. ¿A qué había ido al patio de la casa incendiada, donde lo vieron los testigos? Contestó que deseaba ver lo que estaba sucediendo en la ciudad. Volvieron a interrumpirlo: no se trataba de eso, sino de para qué estaba en el sitio del incendio. Le preguntaron otra vez quién era, pero tampoco ahora quiso contestar.

314
{"b":"145504","o":1}