Soñar con Sonia fue siempre alegre y casi infantil. Pensar en la princesa era difícil y hasta le infundía cierto temor.
“¡Cómo rezaba! —recordó—. Lo hacía con toda su alma. Sí, ésa es la oración que mueve montañas y estoy convencido de que sus ruegos serán atendidos. ¿Por qué yo no pido en mis oraciones lo que necesito? ¿Y qué es lo que necesito? Libertad, romper con Sonia. Tenía razón la esposa del gobernador cuando decía que mi unión con Sonia sólo traería desgracias, confusiones... maman disgustada... los asuntos de casa... ¡líos, embrollos terribles! Además, ni siquiera la amo. No, no la amo como es debido. ¡Dios mío! Sácame de esta terrible situación sin salida", y empezó a rezar de pronto. “La oración mueve las montañas, es verdad, pero hay que tener fe; no es cosa de rezar como lo hacíamos de niños Natasha y yo para que la nieve se convirtiera en azúcar y después correr al patio para comprobar el milagro. No, ahora no pido bagatelas"; y diciéndose eso, dejó la pipa y, con las manos juntas sobre el pecho, se detuvo ante el icono. Conmovido por el recuerdo de la princesa María, rezó como no lo había hecho en mucho tiempo. Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió un nudo en la garganta, cuando entró Lavrushka con unos papeles.
—¡Estúpido! ¿Por qué entras cuando no te llamo?— gritó Nikolái, cambiando repentinamente de actitud.
—Es del gobernador— dijo Lavrushka con voz adormilada. —El correo ha traído cartas para usted.
—Bueno, gracias. Puedes irte.
Nikolái tomó las cartas. Una era de su madre y la otra de Sonia. Reconoció las letras y abrió la de Sonia primero. No había leído más que unas líneas cuando palideció de repente y sus ojos se abrieron con susto y alegría.
—¡No, esto no puede ser!— exclamó en voz alta.
Incapaz de permanecer sentado y quieto, paseó por la habitación sin dejar la carta y leyéndola al mismo tiempo. Volvió a leerla una y otra vez y, encogiéndose de hombros, se detuvo en medio de la estancia, con la boca abierta y los ojos inmóviles. Aquello que acababa de pedir en su oración con la seguridad de que Dios cumpliría su ruego era ya una realidad. Nikolái vio en ello algo insólito, que jamás habría podido esperar. Y el hecho de que todo se cumpliera tan pronto parecía demostrarle que no procedía de Dios, a quien se lo acababa de pedir, sino de una pura casualidad.
Aquel problema que parecía insoluble y ataba su libertad para siempre quedaba resuelto con esa carta inesperada, que al parecer nadie había provocado. Sonia le escribía que la pérdida de casi todos los bienes de la familia Rostov y el deseo manifestado en varias ocasiones por la condesa de que su hijo se casara con la princesa Bolkónskaia, así como la frialdad y el silencio de Nikolái en los últimos tiempos, todo ello, tomado en conjunto, la habían decidido a devolverle la completa libertad renunciando a la promesa de él.
"Me resultaba muy penoso pensar que puedo ser causa de disgustos y disensiones en la familia que tanto me ha protegido —escribía—. La única finalidad de mi cariño es hacer felices a quienes amo. Le ruego, Nikolái, que se considere libre y sepa que, a pesar de todo, nadie lo amará más que su Sonia.”
Esa carta, como la de su madre, venía de Troitsa. La condesa, en la suya, le contaba los últimos días en Moscú, la partida, el incendio de la ciudad y la pérdida de todos los bienes. Añadía que el príncipe Andréi iba con ellos en un convoy de heridos; el estado del príncipe era muy grave, aunque, según los médicos, había esperanzas; Sonia y Natasha lo cuidaban como verdaderas enfermeras.
Al día siguiente Nikolái visitó a la princesa María y le mostró la carta de su madre. Ninguno de los dos hizo la menor alusión al sentido que pudieran tener las palabras “Natasha lo cuida”, pero, gracias a esa carta, entre Nikolái y la princesa María se establecieron unas relaciones casi familiares.
Al día siguiente Nikolái acompañó a la princesa hasta Yaroslavl y poco después salía para incorporarse a su regimiento.
VIII
Sonia había escrito desde el monasterio de Troitsa aquella carta que significó para Nikolái la realización de su plegaria.
He aquí lo que había provocado esa carta:
La condesa estaba cada vez más obsesionada con la idea de que su hijo se casara con una joven rica y sabía que Sonia era el principal obstáculo. La vida de Sonia en casa de los Rostov se hacía cada vez más penosa, especialmente desde que Nikolái escribiera la carta en la cual describía su encuentro con la princesa María en Boguchárovo. La condesa no dejaba pasar una ocasión de zaherirla con alusiones ofensivas y crueles.
Pero unos días antes de salir de Moscú, inquieta y conmovida por cuanto estaba sucediendo, llamó a Sonia y, en vez de abrumarla con reproches y exigencias, le rogó llorando que se sacrificara y rompiera su compromiso con Nikolái: eso saldaría la deuda contraída con quienes habían hecho tanto por ella.
—No me quedaré tranquila hasta que me lo hayas prometido.
Sonia rompió en sollozos histéricos; manifestó que estaba dispuesta a hacer cuanto se le pidiera, pero no prometió nada; en el fondo de su alma no estaba decidida: debía sacrificarse por la felicidad de la familia que la había protegido y educado; ya era una costumbre suya sacrificarse por los demás. Su posición en la casa permitía poner de manifiesto sus méritos por la vía del sacrificio; para ella era un hábito y le gustaba hacerlo. Hasta entonces sabía que todos sus actos de abnegación la realzaban ante los demás y la hacían cada vez más digna de Nikolái, a quien amaba más que a nadie en esta vida. Mas ahora su sacrificio consistía en renunciar a lo que significaba para ella la recompensa de todas sus abnegaciones y el sentido mismo de su existencia. Por vez primera guardó rencor a las personas que la habían recogido para hacerla sufrir más. Envidió a Natasha, que nunca había sentido nada semejante ni había necesitado sacrificarse, que exigía sacrificios de los demás y a la que, sin embargo, todos amaban. Sintió también que su amor por Nikolái, tan puro y sereno hasta entonces, empezaba a trocarse en una pasión violenta, al margen de las leyes, de la virtud y de la religión. Influida por esos sentimientos, Sonia, acostumbrada al disimulo a causa de su dependencia, respondió a la condesa con palabras vagas, evitó en adelante hablar con ella y decidió esperar a Nikolái; no para devolverle su palabra, sino, por el contrario, para unirse a él para siempre.
Aquellos pensamientos sombríos y penosos fueron relegados por las preocupaciones y el terror de los últimos días que los Rostov pasaron en Moscú. La alegró hallar un alivio en una actividad. Pero cuando supo de la presencia del príncipe Andréi en la casa, a pesar de la sincera compasión que sentía por él y por Natasha, se adueñó de ella un sentimiento de supersticiosa alegría: vio en ese incidente la voluntad de Dios, que no deseaba su separación de Nikolái. No ignoraba que Natasha seguía amando al príncipe Andréi, que nunca había dejado de amarlo y que, unidos de nuevo por aquellas terribles circunstancias, volverían a quererse como antes. Así, Nikolái no podría casarse con la princesa María, debido al parentesco que la boda de Natasha y el príncipe Andréi establecía entre ellos. Pese al horror de todo cuanto había sucedido durante los últimos días de estancia en Moscú y las primeras jornadas del viaje, la sensación de que la Providencia intervenía en sus asuntos personales alegraba a Sonia.
Los Rostov hicieron el primer descanso en el monasterio de Troitsa. En la hospedería del monasterio les reservaron tres amplias habitaciones, una de las cuales quedó destinada al príncipe Andréi, que se encontraba muy mejorado aquel día. Natasha estaba con él. En el cuarto vecino se hallaban los condes conversando respetuosamente con el abad, quien había acudido a saludar a sus viejos amigos y protectores. Sonia estaba con ellos, pero la atormentaba la curiosidad de conocer la conversación entre Natasha y Andréi. Oía sus voces a través de la puerta que se abrió de pronto y Natasha, muy emocionada y sin fijarse en el religioso que se había levantado para saludarla recogiéndose la amplia manga de su hábito, se acercó a Sonia y la tomó por el brazo.