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—Su Excelencia está en la misma casa que los condes dijo el criado.

“Eso quiere decir que está vivo”, pensó la princesa María; y preguntó en voz baja:

—¿Cómo está?

—Está en la misma situación, según me han contado los criados.

La princesa no quiso preguntar qué significaba “está en la misma situación”. Se limitó a mirar a su sobrino, aquel niño de siete años que, sentado ante ella, se divertía, mirando la ciudad; después inclinó la cabeza y no la levantó hasta que la pesada carroza, tambaleante y rechinando, se detuvo con estrépito. Se oyó el chirrido de los estribos al bajar.

Se abrieron las portezuelas. A la izquierda se veía el gran río; a la derecha, en el porche, había algunos criados y una joven de piel rosada y larga trenza negra, que sonreía de manera forzada y poco agradable, en opinión de la princesa María. Era Sonia. La princesa subió rápidamente las escaleras y la muchacha de la sonrisa forzada dijo: “Por aquí, por aquí”. En el vestíbulo, una mujer de edad, de rasgos orientales, salió emocionada y precipitadamente a su encuentro. Era la condesa. Abrazó a la princesa María y la besó repetidas veces.

—Mon enfant!— dijo. —Je vous aime et vous connais depuis longtemps. 583

A pesar de su emoción, la princesa María comprendió quién era aquella señora y que debía decirle algo. Pronunció unas frases de cortesía en francés —del mismo estilo que las de la condesa— y preguntó por su hermano.

—El doctor dice que no hay peligro— aseguró la condesa, pero al mismo tiempo levantó los ojos y dejó escapar un suspiro en contradicción con sus palabras.

—¿Dónde está? ¿Puedo verlo? ¿Puedo?

—En seguida, princesa, en seguida, querida...— y se fijó en Nikóleñka, que entraba con su preceptor. —¿Es el hijo de él? ¡Qué niño tan encantador! Cabremos todos, la casa es amplia.

La condesa la condujo a la sala. Sonia hablaba con mademoiselle Bourienne; la condesa acariciaba al niño; el viejo conde entró para saludar a la princesa. Había cambiado mucho desde que la princesa lo viera la última vez. Entonces era un viejo vivaz, alegre y seguro de sí mismo; ahora parecía un anciano asustado, que inspiraba lástima. Hablaba con la princesa y no cesaba de mirar alrededor, como preguntando a todos si era aquello lo que debía hacer. Desde el desastre de Moscú y su propia ruina, separado de las condiciones normales de existencia, había perdido la noción de su propio valer y se sentía desplazado de la vida.

A pesar de su único deseo de ver lo antes posible al príncipe Andréi y de la contrariedad que sentía de que la entretuvieran y alabaran a su sobrino de modo tan afectado, la princesa María se daba cuenta de lo que estaba ocurriendo y creyó conveniente someterse a esas nuevas condiciones de vida. Sabía que todo era necesario y, aunque la molestara, no se sentía enfadada con nadie.

El conde presentó a Sonia a la princesa María.

—Esta es mi sobrina. ¿No la conoce, verdad?

La princesa miró a Sonia y, procurando ahogar el sentimiento de hostilidad que despertaba en ella, la besó. Empezaba a serle penoso que el estado de ánimo de cuantos la rodeaban fuera tan distinto del suyo.

—¿Dónde está?— preguntó de nuevo, dirigiéndose a todos.

—Está abajo— contestó Sonia, enrojeciendo. —Natasha lo acompaña. Acaban de avisarle. ¿No está usted cansada, princesa?

En los ojos de la princesa asomaron lágrimas de encono. Se volvió para preguntar a la condesa si podía bajar a ver a su hermano, pero en aquel momento se oyeron al otro lado de la puerta unos pasos ligeros, veloces, casi alegres. La princesa se volvió y vio a Natasha que entraba casi corriendo. Era la misma Natasha que tan poco le había gustado en su visita de Moscú.

Pero le bastó una mirada para comprender que ahora compartía plenamente su dolor y, por tanto, era amiga suya. Natasha se lanzó rápidamente hacia ella, la abrazó y estalló en sollozos, reclinando la cabeza en su hombro.

Natasha estaba a la cabecera del príncipe Andréi y al enterarse de la llegada de la princesa salió sin hacer ruido de la habitación y corrió al encuentro de María con aquellos pasos rápidos que a la princesa le parecieron casi alegres.

Al irrumpir en el salón, su rostro emocionado no expresaba más que amor, un amor infinito hacia el príncipe Andréi y su hermana y cuantos tuvieran alguna relación con él; era una expresión de piedad y sufrimiento por los demás y un apasionado deseo de darse por entero en bien de todos. Era evidente que en aquellos momentos no pensaba en sí misma ni en sus relaciones con él.

La sensible princesa María lo intuyó desde que la vio entrar, y apoyándose en su hombro lloró con amarga alegría.

—Vamos, vamos a verlo, María— dijo Natasha, llevándola a otra habitación.

La princesa María alzó el rostro, se enjugó los ojos y miró a Natasha. Sentía que por ella lo sabría todo y todo lo comprendería.

—¿Cómo...?— empezó la princesa, pero se detuvo.

Se dio cuenta de que con palabras no se podía preguntar ni responder. El rostro y los ojos de Natasha deberían decírselo con mayor claridad y profundidad.

Natasha la miró, parecía asustada e indecisa, como si no se atreviera a decir todo lo que sabía. Le parecía comprender que ante aquellos ojos luminosos, que penetraban hasta el fondo de su corazón, no podía decir más que la verdad, toda la verdad que conocía. Los labios de Natasha se estremecieron y varias arrugas deformes aparecieron en torno a su boca. Rompió en sollozos y escondió la cara entre las manos.

La princesa María lo comprendió todo.

Seguía, sin embargo, confiando y preguntó con palabras en las que no creía:

—¿Cómo va la herida? ¿En qué estado se encuentra?

—Usted... usted... lo verá...— fue todo lo que pudo decir Natasha.

Permanecieron un rato en el piso inferior, junto a la habitación del herido, para dejar de llorar y entrar con el rostro sereno.

—¿Qué curso ha seguido la enfermedad? ¿Hace tiempo que empeoró? ¿Cuándo sucedió eso?— preguntó la princesa.

Natasha contó que, al principio, el mal consistía en la fiebre y los dolores, pero en el monasterio de Troitsa todo eso había cesado y el médico sólo temía a la gangrena. También ese peligro pasó. Cuando llegaron a Yaroslavl, la herida había comenzado a supurar (Natasha sabía bien todo lo referente a la supuración) y el médico había explicado que la supuración podía seguir un curso normal. Después había vuelto la fiebre, que el médico, esta vez, consideraba menos peligrosa.

—Pero hace dos días— comenzó Natasha, conteniendo a duras penas los sollozos —ocurrió de repente eso... La causa no la sé, pero ya verá en qué estado se encuentra.

—¿Está débil? ¿Más delgado?— preguntó la princesa.

—No, no es eso... es peor. Ya lo verá. ¡Ah! María, es demasiado bueno, no puede, no puede vivir, porque...

XV

Cuando Natasha, con un movimiento habitual, abrió la puerta para dar paso a la princesa, ésta sentía ya que los sollozos se agolpaban en su garganta. Pese a todos sus esfuerzos para serenarse, sabía que al verlo no podría contener las lágrimas.

La princesa María había comprendido lo que quería decir Natasha con sus palabras “hace dos días le ocurrió eso”; comprendía que el príncipe Andréi se había dulcificado y que esa dulzura y enternecimientos eran indicios de muerte. Al llegar a la puerta vio con la imaginación el rostro de aquel Andriusha al que había conocido de niño; su cara dulce y afectuosa, llena de ternura, expresión que tan raras veces aparecía en él y que por eso tanto la impresionaba siempre. Sabía que ahora le diría palabras dulces y tiernas, como las que había dicho su padre al morir, y que ella no podría dominarse y estallaría en sollozos. Pero antes o después eso debía suceder, y entró en la habitación. El llanto la ahogaba cada vez más, mientras con sus ojos miopes distinguía el cuerpo y buscaba las facciones de su hermano. Por fin vio su rostro y sus miradas se encontraron.

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