—No sé qué tengo hoy. No haga caso. Olvide lo que dije.
Todo el excelente humor de Pierre desapareció. Interrogó preocupado a la princesa, le suplicó que le contara todo y que le confiara su pena. Pero ella insistió en que olvidara lo que había oído, que no recordaba sus propias palabras, que no tenía penas, salvo lo que ya sabía Pierre: el matrimonio del príncipe Andréi, que amenazaba con provocar una ruptura entre padre e hijo.
—¿Sabe algo de los Rostov?— preguntó para cambiar de conversación. —Me han dicho que pronto llegarán a Moscú. También esperamos a Andréi de un momento a otro. Me gustaría que se encontraran aquí.
—¿Y qué piensa él ahora sobre eso?— preguntó Pierre, refiriéndose al viejo príncipe.
La princesa María movió la cabeza.
—Pero ¿qué se puede hacer? Hasta el fin del año no quedan más que meses y no es posible. Sólo quisiera ahorrar a mi hermano los primeros momentos. Ojalá ellos vinieran antes: espero entenderme con ella... Los conoce bien, ¿verdad? Con sinceridad, con el corazón en la mano, dígame su parecer, dígame la verdad. ¿Cómo es esa joven? ¿Qué opina usted de ella? Pero dígame toda la verdad, ya comprende cuánto arriesga Andréi al casarse contra la voluntad de su padre, y yo desearía saber...
Un vago instinto advirtió a Pierre que en ese repetido deseo de saber toda la verdadse expresaba la antipatía de la princesa hacia su futura cuñada y que ella deseaba que Pierre no aprobase la elección del príncipe. Pero Pierre dijo lo que pensaba o, mejor aún, lo que sentía.
—No sé cómo responder a su pregunta— y se ruborizó sin saber por qué. —En realidad, no sé cómo es esa joven y no podría juzgarla. Es adorable, pero ¿por qué? No lo sé. Eso es cuanto puedo decirle.
La princesa María suspiró. La expresión de su rostro parecía decir: "Sí, es lo que esperaba y lo que temía”.
—¿Es inteligente?— preguntó.
Pierre reflexionó un instante.
—Creo que no— dijo, —pero tal vez sí lo sea... o no se digna ser inteligente... Pero no, es adorable y nada más.
De nuevo hizo la princesa un gesto de aprobación.
—¡Tengo tantos deseos de quererla! Dígaselo, si la ve antes que yo.
—He oído decir que llegan uno de estos días— dijo Pierre.
La princesa María expuso a Pierre su propósito de trabar amistad con su futura cuñada en cuanto los Rostov llegasen a Moscú y de procurar que el viejo príncipe se acostumbrara a ella.
V
Borís no había conseguido casarse con una novia rica en San Petersburgo, y había ido a Moscú con la intención de buscar otro partido. Y en Moscú dudaba entre las dos más ricas herederas de la ciudad: Julie y la princesa María. A pesar de su aspecto poco agraciado, esta última le parecía más atrayente que la señorita Karáguina; pero, sin saber el motivo, se sentía turbado ante la idea de hacer la corte a la hija de Bolkonski. La última vez que la vio, el día del santo del viejo príncipe, la joven había respondido distraídamente a todas sus tentativas de orientar la conversación hacia la vía sentimental, y era evidente que ni siquiera lo escuchaba.
Julie, en cambio, aunque de un modo muy especial, propio de ella, aceptaba sus galanteos con gusto.
Julie Karáguina tenía entonces veintisiete años. Tras la muerte de sus hermanos se había convertido en una mujer riquísima. Nada tenía ahora de guapa, pero seguía creyéndose no tan sólo guapa como antaño, sino aún más atractiva que en otros tiempos. Y se mantenía en tal error porque, primero, tenía mucho dinero y, segundo, porque, conforme los años pasaban, los hombres podían tratarla con cierta libertad, sin peligro ni compromiso alguno, y gozar de sus cenas, de sus veladas y de la animadísima sociedad que se reunía en su casa. Un hombre que diez años antes hubiera temido entrar diariamente en una casa donde había una señorita de diecisiete, por no comprometerla y no comprometerse él, ahora la frecuentaba sin miedo cada día y no la trataba como a una joven casadera, sino como a una conocida sin sexo.
Aquel invierno la casa de los Karaguin era la más agradable y hospitalaria de Moscú. Además de las veladas y comidas de gala, cada día se reunía allí mucha gente, sobre todo hombres: se cenaba hacia medianoche y los invitados permanecían hasta las tres. Julie no faltaba ni a un baile, ni a un paseo, ni a un espectáculo; vestía siempre a la última moda, pero, a pesar de todo, se mostraba desilusionada. A todos decía que no creía ni en la amistad, ni en el amor ni en las alegrías de la vida, y que esperaba la paz tan sólo allá arriba. Adoptaba el tono de la mujer que ha experimentado grandes desilusiones, que ha perdido al hombre amado o ha sido cruelmente engañada por él. Y aunque nunca le había pasado nada semejante, los demás lo creían y hasta ella estaba convencida de haber sufrido mucho en la vida. Esa melancolía no le impedía divertirse y no era obstáculo para que los jóvenes pasaran con ella ratos agradables. Cada uno de cuantos acudían a su casa pagaba su tributo al humor melancólico de la dueña y luego se dedicaba a las conversaciones mundanas, al baile, a los juegos de ingenio y pequeños certámenes poéticos, de moda en su casa. De esos jóvenes, sólo algunos, y entre ellos Borís Drubetskói, parecían participar más del humor melancólico de Julie y con esos jóvenes mantenía conversaciones más largas e íntimas sobre la vanidad mundana, y les mostraba su álbum, cubierto de imágenes tristes, de endechas y sentencias.
Julie se mostraba especialmente cariñosa con Borís. Lamentaba su precoz desilusión de la vida, y le ofreció el consuelo de su amistad —¡también ella había sufrido tanto! y le abrió su álbum. Borís dibujó en una de las páginas dos árboles y escribió: “Arbres rustiques, vos sombres rameaux secouent sur moi les ténèbres et la mélancolie" 315
En otro sitio dibujó un sepulcro y escribió:
“La mort est secourable et la mort est tranquille.
Ah! contre les douleurs il n'y a pas d’autre asile.” 316
Julie dijo que era precioso.
—Il y a quelque chose de si ravissant dans le sourire de la mélancolie. C'est un rayón de lumière dans l'ombre, une nuance entre la douleur et le désespoir qui montre la consolation possible 317— dijo Julie, repitiendo palabra por palabra una sentencia copiada de un libro.
Y Borís escribió:
“Aliment de poison d’une âme trop sensible
Toi, sans qui le bonneur me serait impossible,
Tendre mélancolie, ah!, viens me consoler
Viens calmer les tourments de ma sombre retraite
Et mêle une douceur secrète
À ces pleurs, que je sens couler." 318
Julie interpretaba al arpa, para Borís, los nocturnos más tristes.
Borís le leía en voz alta La pobre Lisa, y en ocasiones la profunda emoción que le impedía respirar lo obligaba a interrumpir la lectura. Cuando Borís y Julie se veían en una reunión de sociedad, se miraban como si fuesen las únicas personas, en este mundo de seres diferentes, capaces de entenderse entre sí.
Anna Mijáilovna, que con frecuencia iba a casa de los Karaguin y jugaba a las cartas con la madre de Julie, trataba de informarse sobre la dote de la joven (consistente en dos fincas en la provincia de Penza y algunos bosques en la de Nizhni-Nóvgorod). Anna Mijáilovna, sumisa a la voluntad de la Providencia, contemplaba enternecida la refinada tristeza que unía a su hijo y a la rica heredera.
—Toujours charmante et mélancolique, cette chère Julie 319— decía a la hija. —Borís asegura que su espíritu descansa en esta casa. ¡Ha sufrido tantas decepciones y es tan sensible!— decía a la madre.