—¡Ay, amigo mío! ¡No puedo expresarte el cariño que le he tomado estos días a Julie!— decía a su hijo. —No hay palabras para describirlo. ¿Y quién podría no amarla? ¡Es una criatura celestial! ¡Oh, Borís, Borís!— y callaba unos instantes; después añadía: —¡Qué lástima me da su maman! Hoy me ha mostrado las cuentas y los documentos de Penza (ya sabes que tienen allí grandes propiedades); todo lo tiene que hacer ella misma, la pobre: ¡cómo la engañan!...
Borís sonreía levemente al escuchar a su madre. Se reía de su ingenua astucia, pero no dejaba de escucharla, y a veces la interrogaba sobre las posesiones de Penza y Nizhni-Nóvgorod prestando oído atento a sus palabras.
Julie esperaba desde hacía tiempo la declaración de su melancólico adorador y estaba dispuesta a aceptarla. Pero a Borís lo retenía todavía un secreto sentimiento de repulsión hacia ella, hacia su apasionado deseo de casarse, su falta de naturalidad: lo retenía el temor de renunciar a la posibilidad de un amor auténtico. Iba a terminar su permiso; pasaba días enteros en casa de Julie y siempre se hacía el propósito de declararse al día siguiente; pero en presencia de Julie, al ver aquella cara y barbilla rojas y aquel rostro casi siempre exageradamente empolvado, sus ojos húmedos y la expresión del rostro, dispuesto a pasar en un instante de la melancolía al entusiasmo más artificial de la felicidad conyugal, no podía pronunciar la palabra decisiva, aunque en su imaginación se consideraba —después de tanto tiempo— poseedor de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod y habría decidido el empleo de sus rentas. Julie adivinaba la indecisión de Borís y a veces creía que le repugnaba, pero su orgullo femenino y la autosuficiencia la consolaban y se decía que sólo el amor que sentía por ella era la causa de su timidez. Sin embargo, la melancolía empezaba a trocarse en irritabilidad, y poco antes de la partida de Borís concibió un plan decisivo. Coincidiendo con el término del permiso de Borís, apareció en Moscú Anatole Kuraguin y también, naturalmente, en el salón de Julie.
De la noche a la mañana, Julie abandonó la melancolía y se mostró alegre y atenta con Anatole Kuraguin.
—Mon cher, je sais de bonne source que le prince Basile envoie son fils a Moscou pour lui faire épouser Julie 320— dijo Anna Mijáilovna a su hijo. —Amo tanto a Julie que me daría pena. ¿Qué piensas tú de eso?
La idea de quedar en ridículo y de perder en vano un mes de duro servicio melancólico junto a Julie, y de ver todas las rentas de las fincas de Penza —que ya había dispuesto debidamente en su imaginación— en manos de otro, y sobre todo en manos de aquel idiota de Anatole, hirió vivamente a Borís. Y con el firme propósito de pedir la mano de Julie se dirigió a casa de las Karáguina. Ella lo recibió con despreocupada alegría; le contó animadamente lo que se había divertido en el baile de la víspera y le preguntó cuándo se marchaba. Aun cuando Borís iba con intención de hablar de su amor y con el propósito de mostrarse tierno, comentó nerviosamente la inconstancia de las mujeres, su facilidad para pasar de la tristeza a la alegría, añadiendo que su estado de ánimo dependía exclusivamente de quién les hiciera la corte. Julie, ofendida, replicó que era verdad, que toda mujer ama la variedad y que siempre una misma cosa aburre a cualquiera.
—Por eso le aconsejaría...— empezó Borís, deseando herirla; pero en aquel momento acudió a su mente la idea que lo atormentaba, es decir, que tendría que salir de Moscú sin haber logrado su objetivo, desperdiciando tanto trabajo (cosa que nunca le ocurría); se detuvo a mitad de la frase, bajó los ojos para no ver aquel rostro desagradable, irritado e indeciso y dijo: —No he venido para reñir con usted, todo lo contrario— y la miró para asegurarse de que podía proseguir. Toda la irritación de Julie desapareció como por encanto; sus ojos inquietos y suplicantes se fijaron en el joven con ávida espera. “Siempre podré arreglármelas para verla raras veces (pensó Borís). Ahora he comenzado y hay que terminar.” Se ruborizó, levantó los ojos hacia ella y dijo: —Ya conoce mis sentimientos hacia usted.
No era necesario añadir más. El rostro de Julie resplandeció de satisfacción; pero obligó a Borís a decirle todo cuanto se acostumbra en semejantes casos: que la amaba y que no había amado a ninguna mujer como a ella. Julie sabía que a cambio de las fincas de Penza y Nizhni-Nóvgorod bien podía exigir aquello. Y obtuvo lo que exigía.
Los prometidos, sin acordarse más de árboles que sembraban sobre ellos tinieblas y melancolía, comenzaron a trazar proyectos sobre su brillante casa de San Petersburgo, a hacer visitas y a prepararlo todo para una boda fastuosa.
VI
A fines de enero, el conde Iliá Andréievich llegó a Moscú con Natasha y Sonia. La condesa, siempre enferma, no había podido hacer el viaje, cuya demora era imposible: se esperaba al príncipe Andréi en Moscú, de un momento a otro; además había que preparar el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú y aprovechar la estancia del viejo príncipe en la capital para presentarle a su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú estaba fría; además venían por poco tiempo y no iba la condesa con ellos; por todas estas razones, Iliá Andréievich decidió quedarse en casa de María Dmítrievna Ajrosímova, que desde hacía tiempo había ofrecido su hospitalidad al conde.
Los cuatro coches de los Rostov entraron en el patio de María Dmítrievna, en la calle Stáraia Koniúshennaia. María Dmítrievna vivía sola: tenía una hija casada y los hijos estaban en el ejército.
Seguía como antes, se mantenía siempre erguida, hablaba con la misma franqueza, en voz muy alta, y decía a todos cuanto pensaba; todo su ser parecía reprochar a los demás sus debilidades y pasiones, cuya posibilidad no toleraba. Muy temprano, en ropa de andar por casa, se dedicaba a los quehaceres domésticos: los días de fiesta iba después a misa, y de la misa a las cárceles, donde tenía asuntos de los cuales no hablaba con nadie; los demás días, ya arreglada, recibía en su casa a personas de diversa condición, que a toda hora reclamaban su ayuda; luego comía, y tras la comida —una comida nutritiva y sabrosa, a la que acudían siempre tres o cuatro invitados—, jugaba su partida de boston; al atardecer, se hacía leer los periódicos y libros recientes, y mientras tanto hacía punto. Apenas si salía de su casa, y en estos casos era sólo para visitar a las personas más importantes de la ciudad.
Aún no se había retirado cuando llegaron los Rostov y en el zaguán chirrió la puerta para dar paso a los señores y sus criados, que venían ateridos de frío. María Dmítrievna, con los lentes en la punta de la nariz y la cabeza echada hacia atrás, estaba en la puerta de la sala, mirando con aire severo y grave a los recién llegados. Cabía pensar que estaba enfadada con ellos y dispuesta a echarlos si al mismo tiempo no diera solícitas órdenes para instalar a los viajeros y sus equipajes.
—¿Son las del conde? Tráelas aquí— dijo señalando varias maletas y sin saludar a nadie. —Las de las señoritas aquí, a la izquierda. ¿Qué hacéis perdiendo el tiempo?— gritó a las sirvientas. —Calentad el samovar. Has engordado, estás más guapa— dijo, tirando del capuchón de Natasha, sonrosada por el frío, para acercarla. —¡Fu, estás helada! Quítate el abrigo— gritó al conde, que se acercaba a besarle la mano. —¿Has pasado frío, verdad? Traed ron para el té. Sóniushka, bonjour— dijo a Sonia, matizando con el saludo francés su manera un tanto desdeñosa y tierna de tratarla.
Cuando todos, después de quitarse los abrigos y de arreglarse, salieron a tomar el té, María Dmítrievna los abrazó.
—Me alegro profundamente de veros y de que estéis en mi casa— dijo, y lanzó una mirada significativa a Natasha. —¡Ya era hora! El viejo está aquí y esperan al hijo de un día a otro. Es preciso, preciso, que lo conozcáis. Bueno, ya hablaremos de eso— y miró a Sonia como dando a entender que no quería hablar “de eso” delante de ella. —Ahora, escucha— esta vez, se dirigía al conde: —¿Qué piensas hacer mañana? ¿A quién llamarás? ¿A Shinshin?— y dobló un dedo. —A la llorona de Anna Mijáilovna, dos. Está aquí con su hijo. ¡Borís se casa! También hay que llamar a Bezújov... digo; está aquí con su mujer, él escapa de ella y ella sale corriendo detrás de él; el miércoles comió conmigo. Y en cuanto a éstas— se volvió a las señoritas, —mañana las llevaré a la Virgen de Iverisk y después iremos a Aubert-Chalmet. Porque lo haréis todo nuevo, ¿verdad? No os fijéis en cómo visto yo; ahora las mangas se llevan así. Hace poco vino a casa la princesa Irina Vasílievna, la joven. Se diría que llevaba un tonel en cada brazo. La moda cambia cada día. Bueno, ¿y qué tal marchan tus asuntos?— preguntó severamente al conde.