Y lo dijo porque, al salir de San Petersburgo, había tenido el honor de ser presentado al duque. El príncipe Nikolái Andréievich miró al joven, como si fuera a decirle algo, pero debió de pensar que todavía no tenía edad para eso.
—He leído nuestra protesta sobre el asunto de Oldenburgo y me asombra la pésima redacción de la nota— dijo el conde Rastopchin con el tono negligente de quien juzga una cosa que conoce perfectamente.
Pierre lo miró con ingenuo asombro, sin comprender por qué le podía inquietar la mala redacción de esa nota.
—¿Qué importa, conde, la redacción de la nota si su contenido es enérgico?
—Mon cher, avec nos cinq cent mille hommes de troupes il serait facile d'avoir un beau style 312— replicó Rastopchin.
Y Pierre comprendió por qué inquietaba al conde la redacción de la nota.
—Creo que tenemos demasiados escribientes— dijo el viejo príncipe. —Allá, en San Petersburgo, no hacen más que escribir; no sólo notas de protesta, sino también leyes. Mi Andriushaha escrito un volumen entero de leyes para Rusia. ¡Ahora lo único que se hace es escribir!— rió con risa forzada.
La conversación cesó por un momento; el viejo general atrajo la atención con una leve tosecilla.
—¿Ha oído hablar del último incidente en la revista de San Petersburgo? ¿Conocen el comportamiento del nuevo embajador francés?
—¿Cómo? ¡Ah, sí, sí! He oído algo, creo que dijo una inconveniencia en presencia de Su Majestad.
—El Emperador fijó la atención del embajador sobre la división de granaderos, que desfilaba en columna de honor— prosiguió el general, —y parece que él no hizo el menor caso y se permitió decir que en Francia no se daba importancia a semejantes bagatelas. El Emperador no contestó nada, pero se dice que, en la siguiente revista, no se ha dignado dirigirle la palabra.
Todos volvieron a guardar silencio. Sobre un hecho que se refería expresamente al Emperador no se podía emitir juicio alguno.
—¡Son insolentes!— exclamó el príncipe. —¿Conocen a Métivier? Hoy lo he expulsado de mi casa. Lo habían dejado entrar, cuando yo tenía prohibido que recibieran a nadie y el príncipe miró colérico a su hija.
Relató toda la conversación con el médico francés y las razones que lo habían llevado a la convicción de que Métivier era un espía; y aun cuando tales razones resultaban muy poco convincentes y oscuras, nadie objetó nada.
Después del asado se sirvió champaña; los comensales se pusieron en pie y felicitaron al viejo príncipe. También la princesa María se acercó para felicitarlo. Él la miró con frialdad hostil y le ofreció su rugosa y afeitada mejilla para que se la besara. La expresión de su rostro le decía que no olvidaba la conversación de la mañana, que su decisión seguía en pie y que sólo la presencia de los invitados le impedía repetirla.
Cuando llegó la hora del café los señores de edad pasaron a la sala y se sentaron juntos.
El príncipe Nikolái Andréievich se animó y expuso sus opiniones sobre la futura guerra.
Dijo que las guerras de los rusos con Bonaparte serían siempre desgraciadas mientras buscasen alianzas con los alemanes y se mezclaran en los asuntos europeos, a los que los arrastraba la paz de Tilsitt. Los rusos no tendrían que haber intervenido ni a favor ni en contra de Austria. “Nuestra política está toda en Oriente, y con Bonaparte no hay más que una cosa: armar bien la frontera y mantener una política firme; si hacemos eso, jamás se atreverá a cruzar la frontera rusa, como en el año siete.”
—Pero, príncipe, ¿acaso podemos hacer la guerra contra los franceses?— dijo el conde Rastopchin. —¿Podemos ir contra nuestros maestros y dioses? Mire a nuestros jóvenes, a nuestras señoras. Nuestros dioses son los franceses; el paraíso de los rusos es París.
Y levantó la voz, seguramente para que todos lo oyeran.
—Vestidos franceses, ideas francesas, sentimientos franceses. Usted acaba de echar de su casa a Métivier porque es un francés y porque es un miserable; pues nuestras damas se arrastran detrás de él. Ayer asistí a una velada; de cinco damas, tres eran católicas; bordan los domingos, con permiso del Papa, pero eso no impide que se exhiban casi desnudas, con perdón sea dicho, como un anuncio de los baños públicos. Cuando pienso en nuestra juventud, príncipe, me vienen ganas de sacar del museo el viejo garrote de Pedro el Grande y romperles las costillas, a la rusa. ¡Ésa sería la manera de curarles la enfermedad!
Todos callaron; el viejo príncipe miró a Rastopchin con una sonrisa y movió la cabeza en señal de aprobación.
—Bueno, Excelencia, adiós. Cuídese— dijo Rastopchin levantándose y tendiendo la mano al príncipe, con la rapidez de movimientos que lo caracterizaba.
—¡Adiós, querido!... Lo que dice me suena a música... no me canso de escucharlo— y el viejo príncipe, reteniendo su mano, le ofreció la mejilla para que la besara. Los demás invitados se levantaron también.
IV
La princesa María, sentada en la sala, escuchaba los relatos y la conversación de los viejos sin entenderlos. Se preguntaba si los invitados se habían dado cuenta de la hostilidad de su padre hacia ella. Ni siquiera reparó en la especial atención y cortesía que durante la comida le demostraba el joven Drubetskói, que acudía por tercera vez a la casa.
Pierre, el último de todos, con el sombrero en la mano y la sonrisa en los labios, se acercó a la princesa cuando su padre hubo salido y ellos quedaron solos en la estancia.
—¿Puedo quedarme un poco más?— dijo Pierre, dejando caer su cuerpo en una silla junto a la princesa.
—¡Oh, sí!— contestó ella. Y sus ojos parecían preguntar: "¿No ha observado nada?”.
Pierre tenía el buen humor que sigue a una buena comida. Miraba hacia delante y sonreía pacíficamente.
—¿Conoce hace tiempo a ese joven?— preguntó.
—¿A quién?
—A Drubetskói.
—No, desde hace poco.
—¿Le gusta?
—Sí, es un joven simpático... Pero ¿por qué me lo pregunta?— dijo la princesa María, sin dejar de pensar en la conversación de la mañana con su padre.
—Porque he observado algo. Habitualmente, los jóvenes vienen de San Petersburgo a Moscú para casarse con una novia rica.
—¿Eso ha observado?— preguntó la princesa María.
—Sí— prosiguió Pierre con una sonrisa. —Y este joven se las arregla para aparecer donde hay un partido rico. Leo en él como en un libro abierto, se lo aseguro. Ahora está dudando por dónde comenzar el ataque: por usted o por la señorita Julie Karáguina. Il est très assidu auprès d'elle. 313
—¿Va a su casa?
—Sí, con gran frecuencia. ¿No conoce las nuevas maneras de hacer la corte?— preguntó Pierre con una sonrisa alegre, dispuesto, al parecer, a bromear bonachona e irónicamente, costumbre que tantas veces se reprochaba en su diario.
—No— dijo la princesa María.
—Pues bien; ahora, para gustar a las señoritas de Moscú, il faut être mélancolique. Et il est très mélancolique auprès de mademoiselle Karaguine. 314
—Vraiment?— y la princesa María contempló el bondadoso rostro de Pierre, sin dejar de pensar en su pena. “Me sentiría mejor si me decidiera a confiar a alguien lo que me pasa; y desearía decírselo todo precisamente a Pierre. Es tan bueno y noble. Me sentiría aliviada y podría aconsejarme."
—¿Se casaría con él?— preguntó Pierre.
—¡Oh, Dios mío! Hay momentos, conde, en que me casaría con cualquiera— dijo de pronto la princesa sin ser consciente de sus palabras, con voz llena de lágrimas. —¡Qué penoso es, a veces, querer a una persona próxima y saber que...— continuó con voz temblorosa —sólo puedes causarle pena y sabes que no es posible cambiar nada! Sólo veo una solución: marcharme. Pero ¿adonde?
—¿Qué le pasa? ¿Qué le sucede, princesa?
Pero la princesa rompió en sollozos, sin poder seguir.