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Además del cuidado de sus bienes y de la lectura de los libros más diversos, el príncipe Andréi se ocupaba por aquel entonces de analizar con espíritu crítico las dos últimas campañas rusas, tan desastrosas, y redactar un proyecto de reforma de los códigos y reglamentos militares.

En la primavera de 1809 tuvo que ir a la provincia de Riazán para visitar las propiedades de su hijo, del que era tutor.

Sentado en su coche y al calor del apacible sol primaveral, contemplaba las primeras hierbas, las hojas nuevas de los abedules y las primeras nubes blancas que corrían bajo el claro cielo azul. No pensaba en nada y se conformaba con mirar alegre y despreocupado a ambos lados.

El coche dejó atrás la barca donde había dialogado con Pierre el año anterior, la aldea sucia, las eras, los campos verdes, la bajada con nieve todavía junto al puente, la subida por el camino de arcilla fangosa, las sementeras alternadas con matorrales, y después entró en un bosque de abedules que bordeaba los dos lados del camino. El calor era allí más intenso por la ausencia casi total de viento. Los abedules, con sus hojas verdes y pegajosas, no se movían; y en el suelo, entre las hojas del año anterior, surgían, levantándolas, tallos de verde hierba y las primeras florecillas liláceas. Dispersos entre los abedules, pequeños abetos, con su tosco verde perenne, eran un recuerdo desagradable del invierno. Los caballos resoplaron al entrar en el bosque y se cubrieron de sudor. Piotr, el lacayo, dijo unas palabras al cochero, a las que éste respondió afirmativamente; pero el asentimiento del cochero no debía bastar a Piotr, porque desde el pescante se volvió hacia su amo:

—¡Qué bien se respira aquí, Excelencia!— dijo, sonriendo respetuosamente.

—¿Cómo?

—Que se respira muy bien, Excelencia.

“¿Qué dirá? —pensó el príncipe Andréi—. ¡Ah, sí! Hablará de la primavera seguramente —y miró en derredor—. Pues sí, está todo verde... ¡qué pronto! Los abedules, los cerezos silvestres, los alisos empiezan también... Pero no se ve el roble... ¡Ah, sí, ahí está!”

En el borde del camino se erguía un roble, quizá diez veces más viejo que todos los abedules del bosque, diez veces más grueso y el doble de alto que cualquier abedul. Era un roble gigantesco de dos brazas de circunferencia, de ramas rotas desde hacía mucho tiempo; el tronco, de corteza quebradiza en diversos puntos, cubierto de viejas y abultadas excrecencias. Con sus brazos enormes y retorcidos, dedos asimétricos y divergentes, parecía, entre los sonrientes abedules, un viejo monstruo ceñudo y desdeñoso. Sólo él no quería someterse al encanto de la estación y no quería ver ni el sol ni la primavera.

"La primavera, el amor, la felicidad... —parecía decir el roble—. ¿Cómo no os fatiga ese engaño estúpido e insensato de siempre? ¡Todo es lo mismo y todo es engaño! No hay primavera, ni sol, ni felicidad. Mirad esos abetos ahogados y muertos, siempre solitarios; miradme a mí, extiendo mis dedos torcidos, rotos, tal como han nacido de mi espalda, de mis costados han crecido, y aquí estoy sin creer en vuestras esperanzas y engaños.”

El príncipe Andréi miró varias veces ese roble, durante su recorrido por el bosque, como si de él esperara algo. Las flores y las hierbas crecían a sus pies, pero el roble sombrío e inmóvil, deforme y obstinado, se mantenía erguido entre ellas.

"Sí, el roble tiene razón —pensó el príncipe Andréi, —mil veces razón—. Que los demás, los jóvenes, caigan de nuevo en ese engaño; pero nosotros conocemos la vida, ¡nuestra vida ha terminado!” Y en el alma del príncipe Andréi ese roble hizo surgir nuevas ideas carentes de esperanza, pero gratamente tristes. Durante el resto del viaje pareció pasar de nuevo revista a toda su vida para llegar a la conclusión de antes, consoladora y resignada, de que no debía comenzar nada; debía vivir así hasta el fin de sus días, sin hacer daño, ni inquietarse, sin desear nada.

II

Con relación a la tutela de las posesiones de Riazán, el príncipe Andréi debía entrevistarse con el mariscal de la nobleza del distrito: el conde Iliá Andréievich Rostov. El príncipe Andréi fue a verlo a mediados de mayo.

Habían comenzado los calores de la primavera. El bosque estaba todo verde y hacía tanto calor que la vista del agua suscitaba el deseo de bañarse.

El príncipe Andréi, taciturno y preocupado por lo que debía resolver con el mariscal de la nobleza, avanzaba en su coche por la avenida del jardín de la casa de los Rostov en Otrádnoie. A la derecha, tras los árboles, oyó un alegre grito de mujer; un grupo de muchachas corría al encuentro de su coche. Delante de todas corría una chiquilla delgada, extraordinariamente delgada, de ojos y cabellos negros, con vestido de satén amarillo y un pañuelo blanco de bolsillo anudado en la cabeza, del que escapaban guedejas rebeldes, que llegó cerca del carruaje. Gritaba algo, pero al ver a un desconocido, sin pararse a mirarlo, volvió riendo sobre sus pasos.

El príncipe Andréi se sintió dolido de pronto. El día era hermoso, el sol brillaba espléndido; todo respiraba alegría alrededor. Pero aquella muchacha delgada y bonita que no conocía ni quería conocer su existencia se sentía feliz y contenta con su propia vida, seguramente estúpida, pero alegre y dichosa. “¿Por qué está tan contenta? ¿En qué piensa? Desde luego no será en los reglamentos militares ni en los campesinos de Riazán... ¿En qué piensa? ¿Qué la hace tan feliz?", se preguntó con curiosidad el príncipe Andréi.

En 1809, el conde Iliá Andréievich vivía en Otrádnoie como siempre, es decir, recibiendo en su casa a casi toda la provincia, entre cacerías, teatros, banquetes y conciertos. Como le ocurría con cada visita, se mostró encantado por la llegada del príncipe Andréi y casi a la fuerza lo obligó a pasar allí la noche.

Durante el día aburrido, en cuyo transcurso se ocuparon de él los viejos dueños de la casa y los más respetables de sus invitados, que, con motivo del próximo santo, lo llenaban todo, el príncipe Andréi miró varias veces a Natasha, que reía siempre alegre entre la divertida gente joven. “¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?", seguía preguntándose.

Por la noche, solo en aquel ambiente desconocido, le costó conciliar el sueño. Leyó un rato; después apagó la luz, pero tuvo que volverla a encender. Hacía calor en aquella estancia con las ventanas cerradas. Estaba enfadado con el viejo estúpido (llamaba así al conde Rostov) que lo había obligado a quedarse en su casa por no haber recibido aún de la ciudad los papeles que necesitaba. No podía perdonarse el haber aceptado la invitación.

El príncipe Andréi se levantó para abrir la ventana. La luz clara de la luna, como si estuviese esperando desde hacía mucho tiempo aquel instante, irrumpió en la habitación. La noche era fresca, llena de quietud y claridad. Ante la ventana del príncipe había una fila de árboles podados, negros por un lado y plateados por el otro; al pie de los troncos crecía una vegetación exuberante, húmeda, rizosa, con lustrosas hojas y tallos; más allá, pasados otros árboles negros, brillaba un tejado cubierto de rocío; a la derecha, otro gran árbol, muy frondoso, de ramas y tronco casi blancos y, sobrepasándolo, la luna, casi en su plenitud, en un cielo primaveral con muy pocas estrellas. El príncipe Andréi se acodó en la ventana y sus ojos se detuvieron en ese cielo.

La habitación del príncipe Andréi estaba entre dos pisos. En las estancias que tenía encima tampoco dormían aún. Hasta él llegaba una conversación entre mujeres:

—Otra vez... sólo una vez más— dijo una voz que el príncipe Andréi reconoció en seguida.

—Pero, ¿cuándo vas a dormir?— replicó otra.

—No dormiré. No puedo. ¿Qué quieres que haga? Vaya, la última vez...

Y las dos voces entonaron una frase musical que era el final de algo.

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