Manos diligentes, rusas y francesas, se apresuraron a sujetar la condecoración y fijarla en la guerrera de Lázarev, quien miró sombríamente al pequeño hombre de blancas manos, que había hecho algo en su pecho, y continuó inmóvil, presentando armas, con la vista fija de nuevo en Alejandro, como preguntándole si debía seguir así, volver a su puesto o hacer alguna otra cosa. Pero no le mandaron nada y durante largo rato se mantuvo inmóvil en la misma posición.
Los emperadores montaron de nuevo en sus caballos y se fueron. Los soldados rusos de Preobrazhenski y los franceses de la Guardia se sentaron mezclados en las mesas preparadas para ellos.
Lázarev ocupó el sitio de honor, oficiales rusos y franceses lo abrazaron y estrecharon su mano felicitándole. Gran número de oficiales y curiosos se acercaban para verlo. El rumor de las risas y conversaciones en francés y ruso llenaba la plaza en torno a las mesas. Dos oficiales sonrientes y alegres, de caras enrojecidas, pasaron junto a Rostov.
—¡Vaya banquete, amigo! ¡Todo el servicio de plata!— comentó uno. ¿Has visto a Lázarev?
—Sí, lo vi.
—Dicen que los soldados de Preobrazhenski ofrecerán mañana un banquete a los franceses.
—¡Qué suerte la de ese hombre! Mil doscientos francos de pensión vitalicia.
—¡Esto sí que es un gorro, muchachos!— gritaba un soldado, poniéndose el morrión de piel de oso de un francés.
—¡Una maravilla y no un gorro!
—¿Conoces el santo y seña?— preguntó un oficial de la Guardia a otro. —Anteayer era Napoleón, France, bravoure; ayer, Alexandre, Russie, grandeur. Un día lo da nuestro Soberano y otro Napoleón. Mañana, el emperador Alejandro concederá la cruz de San Jorge al más valiente de los soldados franceses. ¡Es obligado! Debemos corresponder.
También Borís y su compañero Gilinsky se acercaron a ver el banquete. Al marcharse, Borís advirtió la presencia de Rostov, parado en la esquina de una casa.
—¡Hola, Rostov! ¡No nos hemos visto!— le dijo; y no pudo por menos de preguntarle qué le había ocurrido: tan sombrío y descompuesto estaba su rostro.
—Nada, no es nada— replicó Rostov.
—¿Vendrás luego?
—Si, iré.
Rostov permaneció bastante tiempo en la esquina, mirando de lejos a los asistentes al banquete. Su mente se debatía en pensamientos dolorosos que no terminaba de conciliar. Terribles dudas lo asaltaban. Tan pronto se acordaba de Denísov, de su rostro tan cambiado y su docilidad, de todo el hospital de piernas y brazos amputados, de aquella suciedad y sufrimientos —percibía tan a lo vivo el olor a hospital y muerte que se volvió instintivamente para ver de dónde procedía—; tan pronto recordaba al jactancioso Napoleón con su blanca manita, a quien ahora respetaba y quería el emperador Alejandro. ¿Para qué, pues, aquellas piernas y aquellos brazos amputados, para qué tantos muertos? Lázarev condecorado y Denísov castigado y desestimada su petición de gracia. Lo sorprendían aquellos pensamientos tan extraños y tuvo miedo.
El olor del banquete y el hambre que sentía lo sacaron de aquel estado. Tenía que comer algo antes de partir. Fue al hotel que había visto por la mañana, pero había tanta gente, tantos oficiales de paisano, como él, que a duras penas consiguió que lo sirvieran. Dos oficiales de su división se le unieron; la conversación, naturalmente, giró en torno al tema de la paz. Los camaradas de Rostov, como la mayoría del ejército, estaban descontentos de la paz firmada después de Friedland. Aseguraban que, resistiendo aún cierto tiempo, Napoleón se habría visto perdido porque su ejército carecía de víveres y de municiones. Nikolái comía en silencio, y sobre todo bebía. Él solo consumió dos botellas de vino. Sus dudas y vacilaciones interiores, sin solución, lo atormentaban. Temía abandonarse a sus ideas, pero no podía apartarse de ellas. De pronto, al oír decir a un oficial que era irritante ver a los franceses, Rostov comenzó a gritar con tan injustificado ardor que asombró grandemente a los circunstantes.
—¿Cómo puede juzgar qué habría sido mejor?— su rostro se encendía a cada palabra. —¿Cómo puede juzgar los actos del Emperador? ¿Qué derecho tenemos a razonar? ¡Nosotros no podemos comprender ni los fines ni los actos de Su Majestad!
—Yo no he dicho ni una sola palabra sobre el Emperador— se justificó el oficial, sin explicarse la cólera de Rostov, a no ser por su estado de embriaguez.
Pero Rostov no lo escuchaba.
—Nosotros no somos funcionarios diplomáticos. Somos soldados y nada más— prosiguió. —Si nos dan la orden de morir, hay que morir; y si nos castigan es porque somos culpables. No nos toca juzgar. Si al Emperador le place reconocer a Bonaparte como emperador y firmar con él una alianza, es que así debe ser. ¡Pero si nos metemos a discutir y a razonar, nada será sagrado para nosotros! Por ese camino llegaremos a la negación de Dios, a negarlo todo gritaba Rostov, golpeando la mesa con el puño sin venir a cuento, según creían sus compañeros, pero muy lógicamente dentro de la trayectoria de sus propios pensamientos. —Nuestra misión es cumplir con nuestro deber y no pensar: eso es todo.
—Y beber— replicó uno de los oficiales, que no deseaba meterse en querellas.
—Sí, y beber— confirmó Nikolái. —¡Eh, tú! ¡Otra botella!— gritó.
Tercera parte
I
En 1808 el emperador Alejandro acudió a Erfurt para entrevistarse nuevamente con Napoleón. En la alta sociedad de San Petersburgo se habló mucho de la importancia de aquella solemne entrevista.
En 1809 la amistad de los dos Soberanos del mundo, como se llamaba a Napoleón y Alejandro, era tan grande que, cuando Napoleón declaró la guerra a Austria, un cuerpo de ejército ruso salió al extranjero para sostener al antiguo enemigo, Bonaparte, contra el anterior aliado, el Emperador austríaco. Esa amistad era tan estrecha que en las altas esferas se hablaba de un posible matrimonio entre Napoleón y una de las hermanas del emperador Alejandro. Pero además de la situación política exterior, las reformas interiores entonces emprendidas, que abarcaban todas las esferas de la administración, constituían la comidilla de la sociedad rusa.
Entretanto, la vida seguía adelante; la verdadera vida de los hombres, con sus intereses sustanciales de salud y enfermedad, de trabajo y descanso; con sus inquietudes intelectuales por la ciencia, la poesía y la música, el amor, la amistad, el odio, las pasiones. Esa vida seguía como siempre, independientemente y al margen de la amistad política o de la hostilidad hacia Napoleón Bonaparte y de todas las reformas posibles.
Hacía dos años que el príncipe Andréi vivía sin salir del campo. Todas las iniciativas tomadas por Pierre en sus posesiones, sin resultado alguno, pasando sin cesar de un proyecto a otro, las había llevado a buen término el príncipe Andréi sin decírselo a nadie, sin esfuerzo alguno aparente.
Para ello poseía, en el más alto grado, la tenacidad práctica que le faltaba a Pierre; sabía realizar esos proyectos sin sobresaltos y sin excesivo trabajo.
Una de sus propiedades, de trescientos campesinos, fue registrada como propiedad de labradores libres (fue uno de los primeros casos de ese género en Rusia); en otras, la prestación personal fue sustituida por el pago en especies. Hizo llevar a Boguchárovo a una comadrona pagada por él para ayudar a las parturientas y pasaba un sueldo al sacerdote para que enseñara a leer y escribir a los hijos de los mujiks y a los criados de la casa.
El príncipe Andréi pasaba la mitad del tiempo en Lisie-Gori, con su padre y su hijo, confiado aún a las niñeras; la otra mitad, en la cartuja de Boguchárovo, nombre que su padre daba a esta aldea. Pese a la indiferencia manifestada a Pierre sobre todos los acontecimientos exteriores del mundo, los seguía con gran atención, recibía muchos libros y observaba asombrado que las gentes que lo visitaban o venían a ver a su padre desde San Petersburgo, del centro de toda aquella vorágine, estaban peor informadas que él de todo cuanto se refería a política interior y exterior, a pesar de que él no salía del campo.