—Bien faite et la beauté du diable 284— decía, y al ver a Rostov dejó de hablar y frunció el ceño.
—¿Qué desea? ¿Una súplica?
—Qu'est-ce que c'est?— preguntó alguien desde la habitación vecina.
—Encore un pétitionnaire 285— respondió el de los tirantes.
—Dígale que venga después. El Emperador va a salir en seguida y tenemos que irnos.
—Después, después, mañana... ahora es tarde.
Rostov dio la vuelta para salir, pero el de los tirantes lo detuvo.
—¿De parte de quién? ¿Quién es usted?
—De parte del mayor Denísov— respondió Rostov.
—¿Quién es usted? ¿Un oficial?
—Sí, teniente conde Rostov.
—¡Qué atrevimiento! Mándelo por conducto regular; déselo a sus superiores. Y usted váyase, váyase...— y se puso la guerrera que le presentaba el ayuda de cámara.
Rostov salió de nuevo al vestíbulo y vio que en el portal había ya muchos oficiales y generales con uniforme de gala, entre los cuales debía pasar.
Maldiciendo su audacia, asustado por la posibilidad de encontrar al Emperador y ser detenido y avergonzado ante él, comprendió Rostov cuán incorrecta era su conducta y se arrepintió de ella. Sin atreverse a levantar los ojos, salió de la casa en medio del brillante séquito cuando una voz conocida lo llamó y una mano lo detuvo.
—¿Qué hace usted aquí, amiguito, vestido con frac?— preguntó alguien con voz grave.
Era un general de caballería, antiguo jefe de la división a la que pertenecía Rostov, quien en la última campaña había merecido el particular favor del Emperador.
Rostov, asustado, empezó a justificarse; pero viendo el rostro risueño y bondadoso del general lo llevó aparte, le contó lo que sucedía y le pidió que intercediera en favor de Denísov, a quien conocía. El general lo escuchó atentamente y movió preocupado la cabeza.
—Lástima. Lástima de ese valiente. Dame la carta.
Acababa Rostov de entregar la carta al general y de ponerlo al corriente de todo cuando oyó un ruido de espuelas y presurosas pisadas que descendían por la escalera; el general se apartó de él, volviendo al porche. Los oficiales del séquito bajaban rápidamente para dirigirse a sus caballos. El mismo palafrenero a quien Rostov había visto en Austerlitz hizo avanzar el caballo de Su Majestad, y en la escalera se oyeron unos pasos rápidos que Rostov no había olvidado. Sin pensar en el peligro de ser reconocido, Rostov se acercó con algunos otros curiosos al porche y una vez más, después de dos años, vio aquel rostro que adoraba: la misma mirada, idénticos ademanes, la misma unión de majestad y dulzura... En el alma de Rostov renació con todo el vigor de antes el sentimiento de entusiasmo y de amor hacia el Soberano, quien, con el uniforme del regimiento Preobrazhenski, calzón blanco, botas altas y una condecoración que Rostov no conocía (era la Légion d’Honneur), descendió con el sombrero bajo el brazo poniéndose el guante. Se detuvo y miró en derredor iluminándolo todo. Dijo algunas palabras a uno de los generales; reconoció al antiguo jefe de la división de Rostov, le sonrió y lo llamó.
Todo el séquito se retiró y Rostov vio que el general hablaba largamente con el Emperador.
El Zar le dijo algo y avanzó hacia el caballo. De nuevo, la muchedumbre del séquito y de los curiosos (entre los que se hallaba Rostov) se acercó al Soberano; el Emperador, disponiéndose a montar, se volvió al general de caballería y dijo en alta voz, con el evidente deseo de que todos lo oyeran:
—No puedo, general; y no puedo porque la ley es más fuerte que yo.
Y puso el pie en el estribo. El general inclinó respetuosamente la cabeza. El Emperador montó a caballo y se alejó al galope a lo largo de la calle. Rostov, loco de entusiasmo, corrió detrás de él entre la muchedumbre.
XXI
En la plaza, adonde el Emperador se había dirigido, se encontraban, frente a frente, a la derecha el batallón de Preobrazhenski y a la izquierda el de la Guardia francesa, con sus gorros de piel de oso.
Mientras el Emperador se acercaba a un flanco de los batallones, que le presentaban armas, al otro flanco llegaba un grupo de jinetes, al frente de los cuales venía uno en quien Rostov reconoció a Napoleón. No podía ser otro. Llevaba un sombrero pequeño, la banda de San Andrés le cruzaba el pecho encima del uniforme azul abierto sobre un chaleco blanco. Montaba un magnífico caballo árabe gris, pura sangre, con una gualdrapa carmesí recamada en oro. Iba al galope; cuando se acercó al Zar, alzó el sombrero y en aquel gesto el ojo experto de Rostov percibió que Napoleón no se mantenía muy seguro en la silla. Los batallones gritaron: “¡Hurra!” y “Vive l'Empereur!”. Napoleón dijo unas palabras a Alejandro. Los dos Emperadores echaron pie a tierra y se estrecharon las manos. En el rostro de Napoleón apuntaba una sonrisa falsa y desagradable. Alejandro, con expresión cordial, le decía algo.
A pesar de que los caballos de los gendarmes franceses echaban atrás a la muchedumbre, Rostov seguía cada movimiento de los soberanos. Lo asombraba el hecho inesperado de que Alejandro tratara a Bonaparte como a un igual y que Bonaparte se mostrara tan a sus anchas en compañía del Zar ruso, como si esa familiaridad fuese para él algo natural y acostumbrado.
Alejandro y Napoleón, acompañados por la larga cola de su séquito, se acercaron al flanco derecho del batallón Preobrazhenski casi arrollando a la muchedumbre, la multitud se vio tan cerca de los emperadores que Rostov, por encontrarse en las primeras filas, tuvo miedo de ser reconocido.
—Sire, je vous demande la permission de donner la Légion d'Honneur au plus brave de vos soldats 286— dijo una voz cortante y precisa, enfatizando cada palabra.
El que hablaba era Bonaparte, de corta estatura, que se quedó mirando fijamente a Alejandro de abajo arriba. Alejandro escuchó con atención, sonrió amablemente y asintió con una señal de la cabeza.
—À celui qui s'est le plus vaillamment conduit dans cette dernière guerre 287— añadió Napoleón, recalcando siempre cada palabra, con una calma y una tranquilidad que ofendieron a Rostov, mientras volvía sus ojos hacia las filas de soldados rusos, que seguían presentando armas con los ojos clavados en el rostro de su Emperador.
—Votre majesté me permettra-t-elle de demander l'avis du colonel? 288— dijo Alejandro, y dio unos pasos rápidos hacia el príncipe Kozlovski, comandante del batallón.
Bonaparte, entretanto, empezó a quitarse un guante de la blanca y pequeña mano; el guante se desgarró y lo arrojó al suelo, de donde fue recogido en seguida por uno de los ayudantes de campo.
—¿A quién se lo daremos?— preguntó en voz baja y en ruso el Emperador a Kozlovski.
—A quien Su Majestad ordene.
El Emperador, descontento, frunció el ceño y dijo:
—Es preciso responder algo.
Kozlovski, con aire decidido, inspeccionó las filas y en su mirada apresó también a Rostov.
“¿Y si fuera yo?”, pensó Rostov.
—¡Lázarev— ordenó el coronel, fruncido el rostro, y el primer soldado de la fila avanzó con aire gallardo.
—¿Adonde vas? Espera ahí— susurraron algunas voces a Lázarev, que no sabía adonde dirigirse.
Lázarev se detuvo, mirando asustado al coronel; su rostro se estremecía, como suele ocurrir a los soldados llamados fuera de filas.
Napoleón volvió ligeramente la cabeza e hizo un ademán con su mano regordeta, como si quisiera coger algo. Los de su séquito comprendieron en seguida de qué se trataba; hablaron rápidamente unos con otros, haciendo pasar algo de mano en mano; un paje, el mismo que Rostov había visto en casa de Borís, avanzó hacia Napoleón, se inclinó respetuosamente ante la mano tendida y, sin hacerla esperar ni un instante, puso en ella la condecoración con cinta roja. Napoleón, sin mirar, apretó los dedos y la condecoración quedó entre ellos. Seguidamente se acercó a Lázarev, quien, desorbitados los ojos, seguía mirando fijamente a su Emperador. También Napoleón miró a Alejandro, demostrando así que lo hacía por su aliado. La pequeña mano blanca con la condecoración rozó un botón de la guerrera del soldado Lázarev. Napoleón parecía saber que aquel soldado sería para siempre feliz y se consideraría bien recompensado y distinguido entre todos los hombres del mundo si él, con su mano —la mano de Napoleón—, se dignara tocarlo. Se limitó a llevar la medalla al pecho de Lázarev como suponiendo que se quedaría prendida en el uniforme, como así fue; apartó la mano y se volvió hacia Alejandro.