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—Veo que he sido inoportuno— repitió Rostov.

El rostro de Borís ya no expresaba fastidio como antes. Después de una rápida reflexión, sabiendo ya lo que iba a hacer, tomó del brazo a su amigo y, muy tranquilo, lo introdujo en la habitación contigua. Los ojos de Borís miraban a Rostov con tranquilidad y firmeza; sin embargo, parecían estar recubiertos por dentro con esa película que da la convivencia en el gran mundo. Así, al menos, le pareció a Rostov.

—¡Cállate, por favor! Tú nunca puedes ser inoportuno— dijo.

Y lo llevó hasta la habitación donde estaba preparándose la cena; lo presentó a los invitados y explicó que no era un paisano, sino un oficial de húsares, viejo amigo suyo.

—El conde Gilinsky, le comte N. N., le capitaine S. S.— decía presentando a los huéspedes.

Rostov miraba ceñudo a los franceses, saludó sin ganas y quedó en silencio.

Era evidente que a Gilinsky no le agradaba la presencia de un nuevo ruso en su círculo, pero no dijo nada.

Borís parecía no advertir el embarazo que se había producido en todos con la aparición de un desconocido, y con la misma calma cortés y la misma veladura en los ojos trataba de animar la conversación. Uno de los franceses, con la educación habitual en su país, se dirigió a Rostov, que callaba obstinadamente, y le preguntó si había venido a Tilsitt para ver al Emperador.

—No, no... tengo que resolver un asunto— respondió brevemente Rostov.

Estaba de mal humor desde que viera el gesto de fastidio en Borís y, como suele ocurrir en estos casos, le parecía que todos los circunstantes lo miraban con hostilidad y que para todos era una molestia. Así era, en efecto: molestaba a todos y era el único en permanecer al margen de la conversación común, que se animaba de nuevo. “¿Qué hace aquí?”, parecían decir las miradas de los invitados. Se levantó y se acercó a Borís.

—Te estoy molestando— dijo en voz baja; —sal, hablaremos un momento y me voy en seguida.

—No, nada de eso— replicó Borís. —Pero si estás cansado, ve a mi habitación y descansa un poco.

—Sí, realmente...

Entraron en el reducido dormitorio de Borís. Rostov, sin sentarse, irritado, como si Borís fuera culpable de todo, le expuso el asunto de Denísov y preguntó si podía y quería interceder en favor suyo ante el Zar, valiéndose como intermediario de su general, para entregar una súplica de gracia. Al verse solos, Rostov se dio cuenta por primera vez de que sentía cierto embarazo de mirar a su amigo de frente. Borís, sentado y con las piernas cruzadas, se acariciaba con la mano izquierda los dedos delicados de la mano derecha y escuchaba a Rostov como un general escucha el informe de un subordinado, ya mirando a un lado, ya fijando directamente en él sus ojos velados. Ante esa mirada, Rostov se sentía cada vez más embarazado y bajaba la vista al suelo.

—He oído hablar de asuntos como ése y sé que el Emperador es muy severo en tales casos. Opino que no debe involucrarse a Su Majestad en estas cuestiones, pienso que lo mejor es dirigirse al comandante del cuerpo... Aunque, en general, creo que...

—¡Lo que pasa es que tú no quieres hacer nada! ¡Dilo claramente!— dijo casi gritando Rostov, sin mirar a Borís.

—Todo lo contrario— respondió Borís sonriendo. —Haré lo que me sea posible; pero creo que...

En aquel instante se abrió la puerta y se oyó la voz de Gilinsky llamando a Borís.

—Bueno, vete, vete, vete...— dijo Rostov, negándose a acompañarlo a la mesa.

Ya solo en la pequeña estancia, paseó durante largo rato de un lado a otro, escuchando confusamente la alegre conversación en francés que sostenían en la habitación vecina.

XX

Rostov había llegado a Tilsitt el día menos indicado para intervenir personalmente en favor de su amigo: no podía presentarse al general de servicio, porque vestía de paisano y había llegado sin el permiso de sus superiores; por otra parte, Borís, aun queriéndolo, no podría hacer nada al día siguiente de la llegada de Rostov. Ese mismo día, 27 de junio, se habían firmado los preliminares de la paz; ambos Emperadores intercambiaron condecoraciones: Alejandro había recibido la Legión de Honor y Napoleón la cruz de San Andrés de primer grado. Ese mismo día iba a celebrarse el banquete que ofrecía el batallón de la Guardia francesa al batallón del regimiento de Preobrazhenski, con la asistencia de los Emperadores.

Rostov se sentía tan embarazado y molesto en presencia de Borís que, cuando éste se asomó a su dormitorio un momento después de la cena, se fingió dormido y a la mañana siguiente, temprano, salió de la casa procurando no verlo. De frac y sombrero redondo, Rostov anduvo por la ciudad, fijándose en los franceses y en sus uniformes, mirando las calles y las casas donde tenían su alojamiento los dos Emperadores. En la gran plaza contempló las mesas dispuestas y los preparativos para el banquete; las calles estaban adornadas con banderas rusas, francesas y monogramas enormes con las iniciales A. N. En las ventanas se veían también banderas y monogramas.

“Borís no quiere ayudarme y no pienso volver a pedírselo. Ya lo tengo decidido —pensaba Rostov—. Todo ha terminado entre nosotros, pero no me marcharé de aquí sin hacer cuanto pueda por Denísov y, sobre todo, sin entregar la solicitud al Emperador. ¡Al Emperador! ¡Está aquí, en esa casa!”, pensó, acercándose instintivamente a la casa que ocupaba Alejandro.

En las inmediaciones había varios caballos de silla y el séquito empezaba a reunirse preparándose, al parecer, para la salida del Emperador.

“Puedo verlo de un momento a otro —pensó Rostov—. Si me fuera posible entregarle directamente la súplica de gracia y contárselo todo... ¿Me arrestarían por ir con frac? ¡Imposible! El comprendería dónde está la justicia. Lo comprende todo, lo sabe todo. ¿Quién puede ser más justo y magnánimo que él? Y aunque me arrestaran por estar aquí, ¡qué importa! Hay personas que pasan —pensó al ver a un oficial que entraba en la casa del Emperador—. ¡Eh, acabemos con las tonterías! Iré yo mismo y le entregaré la carta. Tanto peor para Drubetskói que me obliga a proceder así." Y de pronto, con una decisión que él mismo no esperaba, comprobó si el sobre estaba en el bolsillo y se fue derecho a la casa donde vivía el Emperador.

“No, ahora no dejaré escapar la ocasión como en Austerlitz —se decía, pensando que en cualquier momento iba a ver al Emperador y sintiendo cómo le afluía la sangre al corazón—. Caeré a sus pies y le suplicaré. Me levantará, me escuchará y aun me agradecerá lo que hago.” “Me siento feliz cuando puedo hacer el bien, pero reparar la injusticia es la mayor de las alegrías”, imaginaba Rostov que iba a decirle. Con estas ideas pasó entre la gente, que lo miraba con curiosidad, estacionada a la entrada de la casa.

Desde el porche, una amplia escalera conducía al primer piso. A la derecha había una puerta cerrada; más abajo, junto a la escalera, otra puerta llevaba a las habitaciones del piso inferior.

—¿Qué desea?— le preguntó alguien.

—Deseo entregar una carta a Su Majestad; una petición de gracia— dijo Nikolái con voz temblorosa.

—¿Una súplica de gracia? Por aquí, al oficial de servicio— y le indicaron la puerta de abajo. —Pero no lo recibirán.

Al oír aquella voz indiferente, Rostov se asustó de lo que estaba haciendo. La idea de encontrar al Emperador de un instante a otro era tan seductora, y por eso tan terrible, que estuvo a punto de huir, pero el oficial de cámara le abrió la puerta del oficial de servicio y Rostov entró.

En la estancia había un hombre más bien bajo, corpulento, de unos treinta años, con pantalón blanco, botas de montar y camisa de batista recién puesta. El ayuda de cámara le abrochaba por detrás unos magníficos tirantes nuevos de seda que, sin saber por qué, atrajeron la atención de Rostov. Ese hombre hablaba con alguien que debía de estar en la habitación contigua:

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