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—A mi modo de ver— dijo dirigiéndose a Rostov, —lo mejor de todo es, sencillamente, pedir gracia al Emperador. Dicen que va a haber muchas recompensas y seguramente lo perdonará...

—¿Yo pedir al Emperador?— gritó con una voz a la que quería dar la energía y el calor de antes pero que sólo delataba una vana irritación. —¿Qué voy a pedir? Si yo fuera un bandolero..., pero me juzgan porque descubro a los ladrones. Que hagan lo que quieran, no tengo miedo a nadie. ¡He servido honradamente al Zar y a la patria y no he robado! ¡Degradarme a mí!... Escucha, lo digo claramente: "Si fuera un malversador de fondos...".

—Sí, sí; está muy bien escrito, no se puede negar— dijo Tushin, —pero ahora no se trata de eso, Vasili Dmítrievich— y se volvió a Rostov. —Hay que someterse, y Vasili Dmítrievich no quiere. El auditor ya le ha dicho que el asunto no va bien.

—No me importa— dijo Denísov.

—El auditor le ha escrito una súplica y lo que tiene que hacer es firmarla y mandarla con usted. Seguramente él— Tushin indicó a Rostov —tendrá influencias en el Estado Mayor. No podrá encontrar mejor ocasión...

—¡Ya he dicho que no quiero rebajarme!— lo interrumpió Denísov, y continuó leyendo su carta.

Rostov no se atrevía a darle consejos; pero el instinto le decía que la solución propuesta por Tushin y por los otros oficiales era la más segura. Se habría sentido muy feliz de ayudar a Denísov, pero conocía bien su terquedad y su sincera vehemencia.

Cuando terminó la lectura de las venenosas misivas de Denísov (lo que llevó más de una hora), Rostov no dijo nada. El resto del día lo pasó en la más triste disposición de ánimo entre los compañeros de hospital de Denísov, que de nuevo se reunieron junto a él; les contó cuanto sabía y escuchó lo que otros contaron. Denísov permaneció taciturno y sombrío toda la tarde.

Al anochecer se dispuso a partir y preguntó a Denísov si tenía que hacerle algún encargo.

—Sí, espera— contestó él, mirando a los oficiales; volvió a sacar sus papeles, se acercó a la ventana donde estaba su tintero y se puso a escribir. —No hay fusta que pueda con la maza— dijo, apartándose de la ventana y entregando a Rostov un sobre grande.

Era la súplica dirigida al Zar, redactada por el auditor; en ella, Denísov, sin referirse para nada a las faltas del servicio de intendencia, se limitaba a pedir gracia.

—Entrégala tú. Ya veo que...

No concluyó la frase, y sonrió dolorosa y forzadamente.

XIX

De vuelta al regimiento, después de contar al comandante cómo estaba el asunto de Denísov, Nikolái Rostov partió para Tilsitt con la carta dirigida al Emperador.

El 13 de junio se reunían en Tilsitt el Emperador francés y el ruso. Borís Drubestskoi había rogado al personaje importante, a cuyo servicio estaba, que lo incluyera en el séquito que iba a Tilsitt.

—Je voudrais voir le grand homme 282— dijo refiriéndose a Napoleón, a quien hasta entonces, como hacían todos, llamaba Buonaparte.

—Vous parlez de Buonaparte?— preguntó sonriendo el general.

Borís miró interrogativamente a su general y al momento comprendió que se trataba de una prueba amistosa.

—Mon prince, je parle de l'empereur Napoléon— respondió.

El general, sonriente, le dio unos golpecitos en la espalda.

—Tú llegarás muy lejos— le dijo, y lo llevó consigo.

Borís fue una de las pocas personas que asistió en el Niemen a la entrevista de los Emperadores. Vio las grandes balsas adornadas con monogramas, el paso de Napoleón en la otra orilla a lo largo de la guardia francesa, el pensativo rostro del emperador Alejandro esperando silencioso la llegada de Bonaparte a un parador de las orillas del Niemen. Vio después cómo ambos soberanos tomaban asiento en sus lanchas y cómo Napoleón, desembarcando el primero, acudía con paso rápido a recibir a Alejandro y le tendía la mano, desapareciendo después con él en el pabellón. Desde su arribo a las altas esferas, Borís se acostumbró a observar detenidamente todo cuanto ocurría en derredor y anotarlo. Durante el encuentro de Tilsitt, procuró informarse bien de los nombres de las personas que habían venido con Napoleón y de los uniformes que vestían; escuchaba atentamente todo cuanto decían los grandes personajes. Cuando los Emperadores entraron en el pabellón donde iba a celebrarse la entrevista, Borís consultó su reloj y no dejó de hacerlo cuando salió Alejandro. La conferencia duró una hora y cincuenta y tres minutos. Así lo anotó aquella misma tarde, con otros pormenores a los que atribuía importancia histórica. Como el séquito del Emperador era muy reducido, tenía suma importancia para un hombre que aspiraba a triunfar en su carrera encontrarse en Tilsitt durante la entrevista de los Emperadores; Borís, ya en Tilsitt, comprendió y sintió que su posición se había consolidado definitivamente. No sólo se le conocía en todas partes, sino que lo miraban con atención y estaban acostumbrándose a su presencia. En dos ocasiones se le encomendaron misiones cerca del Emperador, así que éste lo conocía de vista, y los cortesanos, en vez de evitarlo, como al principio, viendo en él a un advenedizo, se habrían asombrado de no verlo entre ellos.

Vivía Borís con otro ayudante de campo, el conde polaco Gilinsky. Educado en París, Gilinsky era muy rico y amaba apasionadamente todo lo francés; casi todos los días, durante su estancia en Tilsitt, acudían a comer con él y con Borís oficiales franceses de la Guardia del Estado Mayor General.

El 24 de junio, por la tarde, el conde Gilinsky ofrecía una cena a sus amigos franceses. El huésped de honor era un edecán de Napoleón; con él estaban algunos oficiales de la Guardia francesa y un joven que pertenecía a una familia de la vieja aristocracia gala, ahora paje de Napoleón. Aquel mismo día, aprovechando la oscuridad para no ser reconocido, Rostov, vestido de paisano, llegaba a Tilsitt y entraba en la casa de Gilinsky y Borís.

Como todo el ejército ruso del cual venía, Rostov estaba muy lejos de participar en el cambio favorable a Napoleón y a los franceses, que de enemigos pasaron a ser amigos, cambios que se habían operado en el Cuartel General y en Borís. En el ejército seguían experimentando aquel mismo sentimiento confuso de encono, desprecio y temor de Bonarte y de los franceses. Aún era reciente la conversación que había tenido Rostov con un oficial cosaco de Plátov, en la cual sostenía que si Napoleón fuera hecho prisionero por los rusos no se lo trataría como a un soberano, sino como a un delincuente. Y no había pasado mucho tiempo desde que Rostov, durante su viaje, discutiera acaloradamente con un coronel francés herido, diciendo que la paz nunca podría firmarse entre un monarca legítimo como el ruso y un criminal como Bonaparte. Era, pues, natural que Rostov sintiera una profunda extrañeza al encontrar en la casa de Borís a oficiales franceses con los mismos uniformes que él estaba acostumbrado a ver en situaciones muy distintas desde las avanzadas.

Al darse cuenta de la presencia de un oficial francés que se asomó a la puerta de la casa, se apoderó de Rostov aquel sentimiento bélico y hostil que le asaltaba siempre a la vista del enemigo. Se detuvo en el umbral y preguntó en ruso si vivía allí Drubetskói. Borís, al oír en la antecámara una voz extraña, salió a ver quién era. Y cuando reconoció a Rostov, su rostro cobró en el primer momento una expresión de fastidio.

—¡Ah, eres tú! ¡Encantado de verte!— dijo después, sonriendo y acercándose a él.

Pero Rostov había reparado ya en su primera reacción.

—Creo que vengo en mal momento... No habría venido, pero tengo que resolver un asunto...— dijo con frialdad.

—¡Oh, no, no! Sólo me extraña que hayas podido dejar el regimiento. Dans un moment je suis à vous 283— dijo respondiendo a una voz que lo llamaba desde dentro.

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