—El comandante Denísov— repitió Rostov. —Fue herido en Moliten.
—Creo que murió. ¿No es verdad, Makéiev?— preguntó el médico con indiferencia.
Pero el enfermero no confirmó sus palabras.
—¿Cómo es? ¿Largo y pelirrojo?
Rostov describió el aspecto de su amigo.
—¡Había uno así! ¡Había uno así!— repitió alegremente el médico. —Probablemente ha muerto. Pero me informaré... Tenía las listas... ¿Las tienes tú, Makéiev?
—Las tiene Makar Alexéievich— dijo el enfermero. —Pero puede ir a la sala de oficiales— se volvió a Rostov —y usted mismo lo comprobará.
—¡Eh, querido! Es mejor que no entre— dijo el doctor. —No vaya a ser que se quede.
Pero Rostov se despidió del médico y rogó al enfermero que lo acompañara.
—¡Luego no me eche a mí la culpa!— gritó el médico desde abajo de la escalera.
Rostov entró con el enfermero. Había en aquel pasillo oscuro un olor tan fuerte a hospital que Rostov tuvo que taparse la nariz y detenerse un poco para cobrar fuerzas antes de seguir adelante. Se abrió una puerta a la derecha y apareció un hombre delgado y amarillento, en paños menores, descalzo y con muletas. Recostado en el marco de la puerta, los miró pasar con ojos brillantes y envidiosos. Rostov echó una ojeada al interior de la habitación y vio que los heridos y enfermos estaban en el suelo, sobre pajas y capotes.
—¿Puedo entrar para ver?— preguntó.
—No hay nada que ver— dijo el enfermero.
Pero precisamente porque el enfermero no parecía dispuesto a dejarlo pasar, Rostov entró en la estancia destinada a los soldados. El olor, al que se había acostumbrado en el pasillo, era más fuerte, más intenso, más concentrado, y resultaba evidente que procedía de allí.
En una habitación alargada, vivamente iluminada por dos ventanales que daban paso a la luz del sol, heridos y enfermos estaban tendidos en dos hileras, dejando un paso en medio y con la cabeza en el lado de la pared. La mayoría debían de estar inconscientes y no prestaron atención a quienes entraban. Los otros se incorporaron y alzaron los rostros flacos y amarillos, con idéntica expresión de esperanza en una ayuda cualquiera, de reproche y envidia al ver la salud ajena, fijos en Rostov los ojos. Cuando Rostov llegó a la mitad de la habitación echó una ojeada a las puertas entreabiertas de otras dos habitaciones vecinas y en ambas vio lo mismo. Se detuvo y contempló silencioso todo en derredor. No esperaba ver algo así. Delante de él, casi atravesado en el pasillo central, un enfermo estaba tendido en el suelo desnudo. Debía de ser un cosaco, a juzgar por el corte de sus cabellos; estaba de espaldas, extendidos los enormes brazos y piernas. Tenía el rostro congestionado, los ojos en blanco y las venas de las manos y las piernas, todavía rojas, tensas como cuerdas. Golpeaba el suelo con la nuca y decía y repetía con voz ronca una misma palabra. Rostov prestó atención y comprendió lo que decía. La palabra era: “beber... beber...'. Rostov miró en derredor; buscando la persona que pudiera llevar al enfermo a su sitio y darle agua.
—¿Quién cuida a estos enfermos?— preguntó al enfermero.
Y en aquel instante un soldado de sanidad salió de la habitación vecina y, clavando sus ojos en Rostov, se cuadró solícito delante de él.
—¡A sus órdenes!— gritó, confundiendo seguramente a Rostov con algún jefe de hospitales.
—Llévalo a su sitio y dale de beber— dijo Rostov, señalando al cosaco.
—¡A sus órdenes, Excelencia!— dijo el soldado, irguiéndose más aún y mirándolo más fijamente todavía, pero sin moverse del sitio.
"No, aquí es imposible hacer algo”, pensó Rostov, bajando los ojos. Iba a salir de la habitación cuando a su derecha sintió que alguien lo miraba con insistencia. Se volvió hacia allí. Casi en el rincón, sentado sobre un capote, con el rostro cadavérico y severo y la barba gris sin afeitar, un viejo soldado lo miraba fijamente; junto a él otro soldado le susurraba unas palabras, señalando a Rostov, quien comprendió que el soldado viejo deseaba pedirle algo. Al acercarse vio que le faltaba una pierna, cortada por encima de la rodilla. El otro vecino del viejo, un soldado joven de una palidez cerúlea extendida por todo el rostro, cubierto todavía de pecas, yacía inmóvil, bastante apartado del viejo, echada hacia atrás la cabeza, ocultos los ojos por los párpados. Rostov contempló al soldado de nariz achatada y un estremecimiento le corrió por toda la espalda.
—Diría que ese hombre...— dijo al enfermero.
—¡Cuántas veces hemos pedido que se lo lleven, Excelencia!— explicó el soldado viejo, temblándole la mandíbula. —Está muerto desde esta mañana. También somos hombres, Excelencia... ¡Hombres y no perros!...
—Ahora daré órdenes; se lo llevarán en seguida— dijo el enfermero apresurándose. —Si le parece, Excelencia...
—Vamos, vamos— dijo Rostov presuroso; y con los ojos bajos, tratando de pasar inadvertido entre aquellas miradas llenas de reproche y envidia fijas en él, salió de la habitación.
XVIII
Atravesaron el pasillo y el enfermero introdujo a Rostov en la sección de oficiales, formada por tres habitaciones cuyas puertas estaban abiertas. Los oficiales, heridos o enfermos, estaban echados o sentados en las camas. Algunos, con la ropa del hospital, se paseaban por las habitaciones. La primera persona que Rostov vio al entrar fue un hombrecillo menudo y manco, vestido con el gorro y el batín del hospital; fumaba su pipa y paseaba por la estancia. Rostov lo miró, tratando de recordar dónde lo había visto antes.
—Ya ve dónde Dios deparó que nos volviéramos a ver— dijo el hombrecillo. —Soy Tushin, Tushin. ¿Se acuerda? Lo llevé a usted en Schoengraben. Me han cortado un pedazo, mire— y sonrió mostrándole la manga vacía. —¿Busca a Vasili Dmítrievich Denísov? Somos compañeros de habitación— prosiguió al saber a quién buscaba Rostov. —Está aquí, aquí— y lo condujo a la otra habitación, donde resonaban voces y risas.
“¿Cómo pueden no ya reír, sino vivir aquí?”, pensó Rostov, sintiendo aún aquel olor a muerto del que se había impregnado en la sección de los soldados, recordando las envidiosas miradas que lo habían seguido desde todas partes y el rostro del joven soldado muerto, con los ojos en blanco.
Denísov dormía en su lecho con la cabeza metida en la manta, a pesar de que eran cerca de las doce.
—¡Ah, Rostov! ¡Hola, hola, buenos días!— gritó con el mismo tono que usaba en el regimiento.
Pero Rostov observó con tristeza que tras la habitual desenvoltura y animación, en la expresión de su rostro y en las palabras de su amigo asomaba un sentimiento nuevo, oculto y malévolo.
Su herida, aunque leve, no había cicatrizado aún, a pesar de haber transcurrido ya seis semanas. Su rostro estaba hinchado y pálido como el de los demás hospitalizados. Pero no era eso lo que llamó la atención de Rostov: le asombró sobre todo que Denísov no pareciera alegrarse por su visita; sonreía artificialmente y no preguntó ni por el regimiento ni por la situación general. Cuando Rostov le habló de ello, no lo escuchó siquiera.
Hasta parecía contrariado cuando le hablaba del regimiento y, en general, de la vida, libre y feliz, que seguía su curso fuera del hospital; se diría que Denísov trataba de olvidar esa vida pasada y no sentía otro interés que el de su contienda con los oficiales de intendencia. Cuando Rostov le preguntó por ello, sacó un escrito de la comisión y el borrador de su respuesta, que guardaba debajo de la almohada. Se animó al comenzar la lectura de su respuesta e hizo notar a Rostov las frases hirientes que lanzaba a sus adversarios. Los compañeros de hospital, que habían rodeado a Rostov —como hombre llegado de fuera—, fueron alejándose en cuanto comenzó la lectura. Rostov comprendió por sus caras que todos habían oído ya infinitas veces la historia y estaban hartos de ella. Sólo el vecino de cama de Denísov, un corpulento ulano, siguió sentado en su lecho, con el ceño gravemente fruncido y fumando su pipa; y el pequeño Tushin, con su brazo amputado, siguió escuchando, moviendo con desaprobación la cabeza. A mitad de la carta, el ulano interrumpió a Denísov: