—¡He quitado a la infantería un convoy! ¡Por la fuerza!— dijo. —¿Iba a dejar que la gente se muriera de hambre?
Los carros que habían llegado al vivac de los húsares estaban destinados a un regimiento de infantería. Denísov, enterado por Lavrushka de que el convoy no llevaba escolta, se había adueñado de los víveres. Distribuyó a discreción el pan seco entre los soldados y aún tuvo para dar a otros escuadrones.
Al día siguiente el comandante del regimiento hizo llamar a Denísov y le dijo, tapándose los ojos con la mano, pero abiertos los dedos:
—Así es como veo lo sucedido: no sé nada y no pienso abrir expediente, pero le aconsejo que vaya cuanto antes al Estado Mayor y arregle en la dirección de Intendencia el asunto y firme, si puede, el recibo de lo que trajo; porque de otra manera, como figura a cuenta del regimiento de infantería, la cosa puede terminar mal.
Denísov salió directamente para el Estado Mayor, con el sincero deseo de seguir el consejo de su comandante. Por la tarde volvió a su choza en un estado que Rostov nunca le había visto. Apenas podía hablar; se ahogaba. Cuando Rostov le preguntó por lo ocurrido no hizo más que proferir, con voz ronca y débil, amenazas e injurias incomprensibles.
Alarmado por el estado de Denísov, Rostov le aconsejó que se desnudara y bebiera un poco de agua e hizo llamar al médico.
—¡Juzgarme a mí por pillaje! ¡Oh! ¡Dame más agua!... ¡Que me juzguen si quieren, pero siempre castigaré a los canallas y se lo diré al Emperador! ¡Dadme hielo!— concluyó.
El médico del regimiento dijo que era necesario hacer una sangría. Del brazo velludo de Denísov salió como un plato hondo de sangre negra; sólo entonces estuvo en condiciones de contar lo ocurrido.
—Cuando llegué pregunté por el jefe. Me indicaron el sitio y me dijeron que esperara. "Estoy de servicio —contesto—, he recorrido treinta kilómetros y no tengo tiempo para esperar, anúncieme.” Bien. Aparece el jefe de aquellos bandidos. Y comienza, también él, por leerme la cartilla, a decirme que he cometido un acto de bandolerismo. Yo le contesto: "El bandolero no es el que coge provisiones para dárselas a sus soldados, sino el que las coge para llenar sus bolsillos”. Bueno, después me dice: "Vaya a firmar al despacho del comisario responsable de los víveres y este asunto seguirá el trámite legal”. Voy al encargado; llego ante la mesa y... ¿quién te imaginas que está allí? ¿Quién crees que nos está matando de hambre?— gritó Denísov, descargando tan fuerte golpe sobre la mesa que poco le faltó para romperla; los vasos salieron rodando. —¡Pues Telianin! "¡Cómo! ¿Eres tú el que nos mata de hambre?” Y zas, zas, le crucé la cara, me venía a mano. "¡Hijo de tal y de cual!”, y empecé a darle. Puedo decirte que me desfogué— gritó Denísov, riendo con rabia y mostrando sus blancos dientes bajo el bigote negro. —Si no me lo quitan, lo mato.
—No grites— lo interrumpió Rostov. —Cálmate... otra vez empieza a salirte sangre. Hay que vendarte de nuevo.
Vendaron a Denísov y lo metieron en la cama. Al día siguiente despertó alegre y tranquilo.
Pero al mediodía, el ayudante del regimiento entró en la choza ocupada por Denísov y Rostov y entregó a Denísov un oficio de su jefe. Se le hacían determinadas preguntas sobre lo sucedido el día anterior. El ayudante le explicó que el asunto estaba tomando mal cariz, que se había nombrado una comisión investigadora y que, dada la severidad con que se trataban los actos de merodeo e indisciplina de la tropa, en el mejor de los casos terminaría con la degradación.
Los oficiales ofendidos contaban los hechos del siguiente modo: después de haberse adueñado del convoy, el comandante Denísov se había personado, borracho, ante el jefe de aprovisionamiento y, sin provocación alguna por parte suya, lo había insultado llamándolo ladrón y amenazándolo con darle una paliza; al ser expulsado, había entrado en las oficinas, golpeando a dos funcionarios y dislocando el brazo de uno de ellos.
Denísov, a las nuevas preguntas de Rostov, contestó riendo que, al parecer, alguien más seguramente se metió por medio, pero que todo eso no eran más que estupideces, bagatelas, que no tenía miedo a ningún consejo de guerra y que si algún canalla de ésos se atrevía a hostigarlo se acordaría de la respuesta.
Denísov hablaba de todo ello con displicencia, pero Rostov lo conocía demasiado bien para no darse cuenta de que, en el fondo de su alma (aun cuando lo ocultara a los demás), tenía miedo al consejo de guerra y se inquietaba por una historia que podía acabar mal. Cada día llegaban pliegos con preguntas y citaciones para el consejo de guerra; el primero de mayo recibió Denísov la orden de entregar al oficial más antiguo el mando de su escuadrón y presentarse en el Estado Mayor de la división para explicar, ante la comisión de aprovisionamiento, los hechos que se le imputaban. La víspera de ese día, Plátov había practicado un reconocimiento con dos regimientos de cosacos y dos escuadrones de húsares. Denísov, como siempre, se había adelantado a las primeras líneas, gallardeando de su valor. Una bala francesa lo alcanzó en un muslo. En otro momento, Denísov no habría abandonado el regimiento por una herida tan ligera, pero esta vez aprovechó la oportunidad para no presentarse en el Estado Mayor y se hizo llevar al hospital.
XVII
En junio tuvo lugar la batalla de Friedland, en la cual no tomó parte el regimiento de Pavlograd. El armisticio siguió a ese hecho de armas. Rostov, a quien resultaba muy penosa la ausencia de Denísov, del que no tenía noticias desde su marcha, inquieto, además, por el estado del asunto y su herida, aprovechó la situación para solicitar un permiso, ir al hospital y visitar a su amigo.
El hospital estaba en una pequeña aldea prusiana dos veces saqueada por tropas rusas y francesas. Era verano y el campo estaba esplendoroso; por ello, precisamente, el aspecto de la aldea con las techumbres y empalizadas destruidas, calles emporcadas y habitantes harapientos, mezclados con soldados borrachos y heridos, era especialmente sombrío.
En el patio de una casa de piedra, sembrado de restos de la valla derribada, de marcos de ventana arrancados y cristales rotos, estaba el hospital. Algunos soldados vendados, pálidos y tumefactos, vagaban por el patio o, sentados, tomaban el sol.
Cuando Rostov cruzó el umbral de la casa quedó envuelto por el olor a cuerpos purulentos y a hospital. En la escalera encontró un médico militar ruso, con el cigarro en la boca. Lo seguía un enfermero también ruso.
—No puedo multiplicarme— decía el doctor. —Ven esta tarde a casa de Makar Alexéievich, allí estaré.
El enfermero debió de preguntarle todavía algo.
—¡Haz lo que te parezca! ¿No es lo mismo?
El médico reparó en Rostov, que subía por la escalera.
—¿Qué busca usted, Excelencia?— le preguntó. —¿A qué viene? ¿Lo han perdonado las balas y quiere pescar el tifus? Ésta, padrecito, es la casa de los apestados.
—¿Cómo dice?— preguntó Rostov.
—El tifus, amigo mío; quien entra aquí es hombre muerto. Sólo nosotros dos, Makéiev y yo— dijo, señalando al enfermero, —aguantamos esto. Cinco de mis colegas han muerto ya. Cuando llega uno nuevo, en una semana está despachado— añadió el doctor con evidente placer. —Hemos pedido médicos prusianos, pero a nuestros aliados no les gusta esto.
Rostov explicó que deseaba ver al comandante de húsares Denísov, que estaba allí.
—No lo sé, amigo, no lo sé. Tenga en cuenta que yo solo he de atender tres hospitales con cuatrocientos enfermos y pico. Menos mal que las damas prusianas de la caridad nos envían dos libras de café e hilas al mes; sin eso, estaríamos perdidos— y se echó a reír. —¡Cuatrocientos, amigo mío! Y no hacen otra cosa que llegar más... Son cuatrocientos, ¿no?— se volvió al enfermero, quien parecía rendido e impaciente de que se fuera aquel médico parlanchín.