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—¡Oh, qué bien! Y ahora a dormir, se acabó.

—Duerme tú; yo no puedo— dijo la primera voz, acercándose a la ventana. Debía de haberse asomado por completo, porque se oyó el susurro de su vestido y hasta su respiración.

Todo estaba en silencio, como petrificado; también la luna y su luz en las sombras. El príncipe Andréi tuvo miedo de moverse para no traicionar su involuntaria presencia.

—¡Sonia! ¡Sonia!— dijo de nuevo la primera voz. —¿Cómo puedes dormir? ¡Contempla esta noche tan bella! ¡Despiértate, Sonia!— dijo casi llorando. —Te aseguro que jamás hubo una noche así, una noche tan maravillosa como ésta.

Sonia respondió algo de mala gana.

—¡Oh, mira qué luna!... ¡Es una maravilla! Ven, ven aquí, querida, corazón mío... ¿la ves? Me sentaría así, en cuclillas, estrechando las rodillas contra el pecho, bien apretadas, hay que apretar con mucha fuerza, y me echaría a volar. ¡Así!

—¡Ea, basta, que puedes caerte!

Se oyó una breve lucha y la voz disgustada de Sonia:

—¡Ya es más de la una!

—¡Vete, vete! ¡Siempre me lo echas todo a perder!

Y de nuevo la noche se llenó de silencio. El príncipe Andréi sabía que ella seguía allí; oía unas veces el leve movimiento de su cuerpo; otras, la oía suspirar.

—¡Dios mío, Dios mío! ¡Pero bueno!...— exclamó de pronto. —Si hay que dormir, ¡durmamos!— y cerró la ventana.

“Nada le importa mi existencia —pensó el príncipe Andréi mientras escuchaba su voz, esperando y temiendo, sin saber la razón, que dijese algo de él—. ¡De nuevo ella! ¡Como a propósito!”, pensaba.

Despertó en su ánimo tan inesperada confusión de pensamientos y esperanzas juveniles, en contradicción con toda su vida, que, sintiéndose incapaz de explicarse aquel estado de ánimo, inmediatamente se quedó dormido.

III

Al día siguiente, el príncipe Andréi, después de haberse despedido solamente del conde, partió sin aguardar la salida de las damas.

Eran ya los primeros días de junio cuando, de regreso a su casa, atravesó los mismos lugares, el mismo bosque de abedules donde aquel viejo y retorcido roble le llamara tanto la atención. Los cascabeles de los caballos sonaban ahora más sordamente que a la ida, mes y medio antes. Había vida por doquier en aquella umbría; hasta los jóvenes abetos, dispersos aquí y allá, armonizaban con la belleza del conjunto, luciendo el tierno verdor de sus esponjosos brotes.

Fue un día de calor y la tormenta debía ir fraguándose a lo lejos; pero sólo una pequeña nube dejó caer algunas gotas en el polvo del camino y en las hojas satinadas. La parte izquierda del bosque estaba en sombras; pero la otra, mojada por la lluvia, brillaba al sol con destellos cegadores y un viento muy débil movía apenas las hojas. Toda la naturaleza estaba en flor; lejos y cerca trinaban, emulándose, los ruiseñores.

“Sí, aquí, en este bosque se alzaba el roble con el cual estaba de acuerdo —pensó el príncipe Andréi—. Pero, ¿dónde está?”, se preguntó mirando a la izquierda del camino.

Y sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiraba el árbol buscado. El viejo roble transformado por completo, desparramadas en cúpula sus ramas de un verde oscuro, se esponjaba gozoso a la luz del sol vespertino. Ya no se veían meciéndose levemente sus dedos deformes, ni sus excrecencias, ni la desconfianza y el dolor de antes. Hojas jóvenes, jugosas, de tierno verdor, sin nudos, se habían abierto paso a través de su dura corteza centenaria. Parecía imposible que de aquella ruina germinase esa nueva vida. “Sí, es el mismo roble”, pensó el príncipe Andréi, y sin causa alguna se sintió inundado de un súbito sentimiento de alegría y renovación. Recordó en un instante todos los minutos decisivos de su vida: Austerlitz y su alto cielo, el rostro de reproche de su mujer muerta, Pierre en la barca y la niña entusiasmada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna: todo lo recordó de pronto.

“No, la vida no acaba a los treinta y un años —decidió con resolución y definitivamente el príncipe Andréi—. No basta con que yo sepa lo que ocurre en mí; deben saberlo todos: Pierre y esa niña que quería volar al cielo. Es necesario que todos me conozcan; que mi vida no sea para mí solo, que no vivan ellos tan al margen de mí, que mi vida se refleje en todos y que ellos participen de ella.”

A la vuelta de su viaje el príncipe Andréi decidió marchar en otoño a San Petersburgo e imaginó diversos motivos para hacerlo. Disponía de una serie de argumentos razonables y lógicos que apoyaban la necesidad del viaje, y también su reincorporación al servicio militar. No comprendía ahora cómo había podido dudar antaño de la necesidad de participar activamente en la vida, lo mismo que un mes atrás no comprendía que le fuera posible abandonar la vida que llevaba en el campo. Veía claramente que todas sus experiencias acabarían perdiéndose y nada valdrían si no las aplicaba a una obra concreta y no se incorporaba a una existencia activa. No comprendía siquiera cómo, basándose en argumentos endebles, creyera antes una humillación, tras su experiencia vital, confiar de nuevo en la posibilidad de ser útil y de amar y ser feliz. La razón le sugería ahora todo lo contrario. Después de aquel viaje, al príncipe Andréi le aburría la vida que llevaba en el campo. Sus ocupaciones anteriores ya no le interesaban. Con frecuencia, cuando estaba solo en su despacho, se levantaba y examinaba largamente en el espejo su rostro; después miraba el retrato de la difunta Lisa, quien con sus bucles à la grecque 289lo contemplaba cariñosa y risueña desde el marco dorado. Ya no decía a su marido las palabras terribles de antes; se limitaba a mirarlo sencillamente, con alegre curiosidad. Y el príncipe Andréi, con las manos a la espalda, caminaba largo rato por la estancia, ya ceñudo, ya sonriente, meditando sobre aquellas ideas no sujetas a la razón y reacias a concretarse en palabras, secretas como un crimen, relacionadas con Pierre, con la gloria, con la jovencita de la ventana, con el roble, la belleza femenina y el amor, ideas que habían cambiado toda su vida. Cuando se le acercaba alguien en aquellos momentos de reflexión parecía más frío, severo y decidido y hacía gala, además, de una lógica molesta.

—Mon cher— le decía a veces la princesa María, entrando en su despacho, —el pequeño no puede salir hoy a pasear; hace mucho frío.

—Si hiciese calor— contestaba el príncipe Andréi secamente, —saldría en mangas de camisa; pero como hace frío, hay que abrigarlo bien con los trajes que para eso tiene y para eso han sido pensados. Eso se desprende de que hace frío, y no justifica que el niño se quede en casa cuando necesita respirar aire fresco— decía con su lógica especial, como si quisiera castigar a alguien por la marcha secreta e ilógica de sus ocultos pensamientos.

En tales ocasiones, la princesa María pensaba en cómo reseca a los hombres el trabajo intelectual.

IV

El príncipe Andréi llegó a San Petersburgo en agosto de 1809. Eran los días en que la fama del joven Speranski llegaba a su apogeo y las reformas por él iniciadas con tanta energía estaban en plena aplicación. En ese mismo mes el Emperador, yendo en una carretela, cayó de ella, se hizo daño en una pierna y hubo de permanecer durante tres semanas en Peterhof, donde cada día recibía exclusivamente a Speranski. En aquella época, además de los dos célebres decretos que tenían conmocionada a toda la sociedad: la abolición de los grados en la Corte y el examen para obtener el título de asesor colegiado y consejero de Estado, se preparaba una Constitución que iba a cambiar la organización de la justicia, la administración y las finanzas de Rusia, desde el Consejo del Imperio hasta los consejos de distrito. Comenzaban a realizarse los vagos sueños liberales que Alejandro alimentaba al ascender al trono y que trató de llevar a cabo con la ayuda de Chartorizhky, Novosiltzev, Kochubéi y Strogánov, a los que él mismo, en broma, llamaba comité de salut public. 290

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