"En nuestros templos no conocemos otros grados —leía el gran maestro— a excepción de los que hay entre el vicio y la virtud. No hagas diferencias que puedan alterar la igualdad. Vuela en auxilio del hermano, quienquiera que sea; instruye al que se equivoca, levanta al caído, no alimentes nunca sentimientos de cólera o de odio contra tu hermano. Sé benévolo y afable. Despierta en todos los corazones el fuego de la virtud, comparte tu felicidad con el prójimo y que la envidia no turbe nunca esta dicha tan pura.
"Perdona a tu enemigo, no te vengues sino haciéndole bien. Si cumples así la ley suprema, encontrarás el camino de la antigua grandeza que tú has perdido”, terminó, y, levantándose, abrazó y besó a Pierre.
Pierre, con lágrimas de alegría en los ojos, miraba en derredor, sin saber qué responder a las felicitaciones y a las muestras de amistad de la gente que lo rodeaba. No quería ver en nadie a conocidos de antes; ahora, en todos esos hombres no veía más que a hermanos y ardía en deseos de compartir su trabajo.
El gran maestro dio un golpe con el martillo. Todos se sentaron en sus puestos y uno leyó una plática sobre la necesidad de ser humildes.
El gran maestro propuso que se cumpliera el último deber, y el dignatario importante, que ostentaba el cargo de limosnero, dio la vuelta a la asamblea con una hoja. Pierre habría querido suscribirse con cuanto dinero tenía, pero tuvo miedo de que fuera una señal de orgullo y se limitó a poner la misma suma que los demás.
La sesión había terminado. Cuando Pierre volvió a su casa, le pareció regresar de un largo viaje de decenas de años, durante el cual había cambiado por completo y perdido las viejas costumbres y hábitos de su vida.
V
Al día siguiente de su admisión en la logia, Pierre leía en su casa un libro y trataba de comprender el significado del cuadrado, uno de cuyos lados representaba a Dios, el otro el mundo moral, el tercero el mundo físico y el cuarto una mezcla de ambos. De vez en cuando se abstraía de aquellas cosas y mentalmente trazaba para sí un nuevo plan de vida. El día anterior, en la logia, le habían dicho que la noticia de su duelo con Dólojov había llegado hasta el Emperador y que lo más prudente para él sería alejarse de San Petersburgo. Pierre pensaba ir a sus posesiones del sur de Rusia y ocuparse allí de sus campesinos. Soñaba con júbilo en aquella nueva vida cuando, de improviso, entró en la habitación el príncipe Vasili.
—Querido, ¿qué es lo que has hecho en Moscú? ¿Por qué te has enfadado con Elena? Estás en un error— dijo el príncipe Vasili al entrar. —Lo sé todo y puedo asegurarte que Elena es tan inocente ante ti como lo fue Cristo ante los judíos.
Pierre se disponía a contestar, pero lo interrumpió el príncipe:
—¿Por qué no te has dirigido a mí sencillamente, como a un amigo? Lo sé todo y todo lo comprendo— dijo. —Te has portado como un hombre decente que estima su honor; quizá con alguna precipitación, pero no hablemos de eso. No olvides en qué situación la dejas a ella y a mí ante los ojos del mundo y aun de la misma Corte— añadió, bajando el tono de la voz. —Ella en Moscú y tú aquí. Pero, comprende, querido— y le tiró del brazo. —Se trata de un malentendido: creo que tú mismo te has dado cuenta. Escríbele en seguida una carta, aquí, conmigo, ella vendrá, se explicará todo; si no lo haces así, te advierto que puedes tener algún disgusto.
El príncipe Vasili lo miró con aire significativo.
—Sé de buena fuente que la Emperatriz madre se interesa de veras por ese asunto. Ya sabes que estima mucho a Elena.
Varias veces intentó Pierre hablar, pero, por una parte, el príncipe Vasili no se lo permitía y, por otra, el propio Pierre temía hacerlo con un tono de negativa absoluta, tal como tenía el propósito firme de contestar a su suegro. Además, recordaba las palabras del estatuto masónico: “Sé benévolo y afable”. Enrojeció y frunció el ceño; se levantó y volvió a sentarse esforzándose por hacer lo que más le costaba en la vida: decir abiertamente a una persona algo desagradable, decir algo que el otro, quienquiera que fuese, no esperaba. Estaba tan habituado a obedecer el tono de negligente seguridad que usaba el príncipe, que ahora mismo temía no poder oponerse a él; pero al mismo tiempo se daba cuenta de que todo su porvenir dependía de las palabras que pronunciara. ¿Seguiría el camino antiguo o el nuevo, el que le indicaban los masones, y que tanto lo atraía ahora porque estaba absolutamente seguro de que siguiéndolo conseguiría emprender una vida nueva?
—Y bien, querido— dijo bromeando el príncipe Vasili, —dime “sí” y la escribiré yo mismo; mataremos así un ternero cebado.
Pero no había concluido aún el príncipe su broma cuando Pierre, con rostro furibundo (que recordaba al de su padre), dijo casi en un susurro, y sin mirar a su interlocutor:
—No lo he llamado a mi casa, príncipe. ¡Márchese, por favor! ¡Márchese!— y le abrió la puerta. —¡Váyase de una vez!— repitió, sin poder creerse a sí mismo y contento por la expresión turbada y temerosa aparecida en el rostro del príncipe.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—¡Váyase!— repitió Pierre con voz temblorosa.
El príncipe Vasili tuvo que irse sin recibir explicación alguna.
Una semana después, tras haberse despedido de sus nuevos amigos los masones y dejarles una cuantiosa suma para limosnas, partió para sus posesiones. Los nuevos hermanos entregaron a Pierre cartas para los masones de Kiev y Odesa y prometieron escribirle y guiarlo en su nueva actividad.
VI
Se echó tierra sobre el asunto de Pierre y Dólojov y, a pesar de la severidad con la que entonces castigaba el Emperador los duelos, ni los adversarios ni sus testigos fueron molestados.
Sin embargo, la historia del duelo, confirmada por la separación de Pierre y su mujer, corrió por toda la sociedad. Pierre, al que trataban con indulgencia protectora cuando no era más que un hijo natural; Pierre, al que mimaban y ensalzaban cuando era el mejor partido del Imperio ruso, había bajado mucho en la opinión de la gente desde que, tras su matrimonio, las muchachas casaderas y sus madres no pudieron contar con él, tanto más que él no sabía ni deseaba ganarse la buena disposición de la sociedad. Ahora, todos lo consideraban el único culpable de lo ocurrido y lo tenían por celoso e insensato, sujeto a excesos de furiosa cólera como su padre. Y cuando Elena, después de la marcha de su marido, regresó a San Petersburgo, fue recibida por todas sus amistades no sólo afablemente, sino con respeto, teniendo en cuenta su desgracia. Cuando se hablaba de su marido, Elena se revestía de una dignidad que había adoptado, aunque sin comprender bien su sentido, pero que mantenía guiándose por el tacto que había asimilado. Esa expresión quería decir que estaba resignada a soportar su desventurado destino sin lamentarse y que su marido era la cruz que Dios le había enviado. El príncipe Vasili era más franco. Cuando se hablaba de Pierre, se encogía de hombros y, llevándose un dedo a la frente, decía:
—Un cerveau fêlé, je le disais toujours. 255
—Ya lo había dicho yo— aseguraba Anna Pávlovna al hablar de Pierre. —Siempre dije, y antes que nadie— e insistía en la prioridad, —que era un joven loco, corrompido por las depravadas ideas de nuestro tiempo; lo dije cuando todos se mostraban entusiasmados con él, cuando acababa de volver del extranjero. ¿No recuerdan una noche, aquí en mi casa? Adoptó los aires de un Marat. ¿En qué acabó todo? Entonces ya no me parecía nada bien ese matrimonio y predije cuanto iba a suceder.
Como siempre, Anna Pávlovna daba en su casa una de aquellas veladas que sólo ella sabía organizar, en las cuales, según su expresión, se reunía, en primer lugar, la crème de la véritable bonne société, la fine fleur de l’essence intellectuelle de la société de Pétersbourg. 256Además de la refinada selección de sus invitados, las veladas de Anna Pávlovna se distinguían porque en cada una de ellas presentaba a sus amigos a algún nuevo personaje interesante. Ninguna otra velada de San Petersburgo era, como las suyas, el termómetro político que indicaba acertadamente las opiniones de la sociedad legitimista petersburguesa, tan unida a la Corte.