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—En señal de obediencia, le ruego que se desvista.

Pierre se quitó el frac y el chaleco; y, por indicación del rector, el zapato izquierdo. El masón le abrió la camisa sobre la parte izquierda del pecho e, inclinándose, le arremangó la pernera izquierda del pantalón por encima de la rodilla. Pierre, apresurándose, intentó descalzarse del todo y levantarse la otra pernera para evitar semejante trabajo al rector, pero él le dijo que no era necesario y le dio una zapatilla para el pie izquierdo. Pierre, avergonzado, como un niño, con una sonrisa de duda y burla de sí mismo que, contra su voluntad, reflejaba su rostro, permanecía de pie, los brazos caídos y separadas las piernas, ante el hermano rector en espera de nuevas órdenes.

—Por último, en señal de sinceridad, le ruego que me revele su principal debilidad— dijo el rector.

—¿Mi debilidad? ¡Teníatantas!— dijo Pierre.

—La debilidad que lo hacía vacilar más que otra cualquiera en la vía de la virtud— prosiguió el masón.

Pierre calló. Trataba de recordar.

"¿El vino, la gula, el ocio, la pereza, la ira, la cólera, las mujeres?”, pensó; pero no sabía por cuál decidirse.

—Las mujeres— dijo por fin con voz casi imperceptible.

El masón permaneció inmóvil y silencioso largo rato después de esa respuesta. Por fin se acercó a Pierre, tomó el pañuelo que había sobre la mesa y le vendó los ojos de nuevo.

—Por última vez le digo: concentre toda la atención en usted mismo; encadene todos sus sentimientos y busque la felicidad no en las pasiones, sino en su corazón. La fuente de la felicidad no está fuera, sino dentro de nosotros...

Pierre ya sentía brotar en sí esa refrescante fuente de felicidad que ahora llenaba su espíritu de júbilo y fervor.

IV

Poco después, no fue el rector quien vino en busca de Pierre a la habitación, sino el garante Villarski, a quien reconoció por la voz. A las nuevas preguntas que le hizo sobre la firmeza de sus intenciones, Pierre contestó: “Sí, estoy de acuerdo”.

Y con sonrisa radiante e infantil, el carnoso pecho descubierto y un pie descalzo, avanzó con paso desigual, inseguro, mientras Villarski lo tocaba con una espada en el pecho desnudo. Desde la habitación, ya avanzando, ya retrocediendo por diversos pasillos, fue conducido hasta la puerta de la logia. Villarski tosió y alguien contestó con varios golpes de martillo masónico. La puerta se abrió ante los dos hombres. Una voz profunda (los ojos de Pierre estaban aún vendados) volvió a hacerle muchas preguntas sobre quién era, dónde y cuándo había nacido, etcétera. Lo hicieron andar de nuevo, sin librarle los ojos de la venda, y, siempre caminando, le hablaron, utilizando alegorías sobre las dificultades de su viaje, la santa amistad y el eterno Arquitecto del Universo y el valor con que debía soportar los trabajos y peligros. Durante este último viaje Pierre se dio cuenta de que lo llamaban el que busca, o bien el que sufre o el que exige, y a cada paso golpeaban de diversa manera con martillos y con espadas. Una vez, mientras lo conducían hacia un objeto, Pierre observó en sus guías cierta vacilación. Oyó que las personas que lo rodeaban discutían en voz baja y una de ellas insistía en que él pasara sobre cierta alfombra. Después tomaron su mano derecha, que apoyaron sobre ese objeto, y le ordenaron que llevara la otra mano a la parte izquierda del pecho, sujetando un compás, y pronunciara el juramento de fidelidad a las leyes de la orden, repitiendo las palabras que otro leía. Después apagaron las velas, encendieron alcohol (Pierre lo reconoció por el olor) y le advirtieron que vería una pequeña luz.

Le quitaron el pañuelo de los ojos y Pierre, con una luz indecisa, vio, como en un sueño, a varias personas que llevaban el mismo mandil que el rector; estaban enfrente de él y tendían sus espadas hacia su pecho. Entre aquellos hombres había uno de pie con la camisa ensangrentada; al verlo, Pierre avanzó, deseando que las espadas lo hirieran; pero las espadas se apartaron de él. Volvieron a vendarle los ojos y una voz dijo:

—Has visto la pequeña luz.

Encendieron de nuevo las velas y alguien dijo a Pierre que debía ver la luz plena. Una vez más le quitaron la venda y, al mismo tiempo, más de diez voces dijeron: Sic transit gloria mundi. Pierre, recobrándose poco a poco, observó la habitación donde se encontraba y a los hombres que se hallaban en ella. En torno a una larga mesa cubierta de negro había sentadas como doce personas, con los mismos mandiles blancos. Pierre reconoció a algunos, que pertenecían a la alta sociedad de San Petersburgo. Ocupaba la presidencia un joven desconocido, que llevaba al cuello una cruz especial. A su derecha estaba el abate italiano a quien Pierre había conocido hacía dos años en casa de Anna Pávlovna; vio también a un importante dignatario y al preceptor suizo que antes había vivido con los Kuraguin. Todos guardaban un silencio solemne y escuchaban las palabras del presidente, que sostenía en sus manos un martillo. En el muro de enfrente estaba encajada una estrella flameante. A un extremo de la mesa había un pequeño tapiz con diversos dibujos y, en el otro, algo que parecía un altar con el Evangelio y la calavera; en derredor, siete grandes candelabros como los de las iglesias. Dos hermanos condujeron a Pierre hasta el altar y, poniéndole los pies en escuadra, le ordenaron que se echara al suelo y le explicaron que se prosternaba ante las puertas del templo.

—Antes debe recibir la paleta— susurró uno de los hermanos.

—¡Ah, no, déjelo, por favor!— dijo otro.

Pierre, con sus ojos miopes y desorientados, miró en derredor, sin obedecer. Una duda lo asaltó de repente: "¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿No estarán burlándose de mí? ¿No me avergonzaré algún día al recordar todo esto?” Pero esa vacilación sólo duró un instante. Pierre se fijó en los graves rostros de los hombres que lo rodeaban, recordó lo que había dejado atrás y comprendió que no podía detenerse a medio camino. Horrorizado de su duda, intentando provocar de nuevo en sí el fervor, se prosternó a la entrada del templo. Y una emoción, más fuerte aún que antes, se apoderó de él.

Permaneció cierto tiempo en aquella posición y le ordenaron que se levantara; le colocaron el mandil de cuero blanco, igual que el de los otros, y le pusieron en la mano la paleta y tres pares de guantes, y entonces el gran maestro se dirigió a él. Le dijo que debía hacer todos los esfuerzos posibles para no manchar la blancura de ese mandil, símbolo de la firmeza y la virtud; en cuanto a la enigmática paleta, le explicó que era su deber trabajar con ella para purificar su corazón de los vicios y aplacar pacientemente el corazón del prójimo. Después, refiriéndose al primer par de guantes masculinos, le dijo que no podía conocer su significado, pero que debía conservarlos; el segundo par de guantes, también masculinos, era para que los llevara a las asambleas, y del tercero (que eran guantes de mujer) dijo:

—Querido hermano, estos guantes son también para usted; los dará a la mujer que más estime; con ellos convencerá de la pureza de su corazón a la mujer que escoja como digna masona— y tras una breve pausa, agregó: —Pero cuide, querido hermano, que estos guantes no adornen jamás unas manos impuras.

Mientras el gran maestro pronunciaba estas últimas palabras, a Pierre le pareció que el presidente se turbaba. Pierre se turbó aún más y enrojeció hasta el punto de llorar, como suelen enrojecer los niños; miró en derredor con inquietud y se produjo un silencio embarazoso.

El silencio fue roto por uno de los hermanos, que, llevando a Pierre hacia el tapiz, comenzó a leerle en un cuaderno la explicación de las figuras allí representadas: el sol, la luna, el martillo, la plomada, la paleta, la piedra labrada y sin labrar, la columna, las tres ventanas, etcétera. Después señalaron a Pierre su puesto, le dieron a conocer las señales de la logia y la contraseña y, por último, le permitieron tomar asiento. El gran maestro empezó entonces a leer los estatutos. Eran muy largos, y Pierre, embargado por el júbilo, la emoción y la vergüenza, no conseguía comprender lo que leían. Sólo retuvo las últimas palabras.

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