A fines de 1806, cuando ya eran del dominio público todos los penosos detalles de la derrota del ejército prusiano en Jena y Auerstadt y la capitulación ante Bonaparte de la mayoría de las fortalezas prusianas, cuando el ejército ruso había entrado en Prusia y comenzaba la segunda guerra contra Napoleón, Anna Pávlovna había invitado a una velada en su casa. La crème de la véritable bonne sociétéestaba constituida por la deliciosa y desventurada Elena, abandonada por su marido, Mortemart y el encantador Hipólito, recién llegado de Viena, dos diplomáticos, "mi tía”, un joven de quien en aquellos salones se decía que era "un hombre de beaucoup de mérite" 257, una dama de honor recientemente elegida con su madre y algunas otras personas menos notables.
La novedad que Anna Pávlovna ofrecía aquella noche a sus invitados era Borís Drubetskói, venido de Prusia como correo oficial y ayudante de campo de un muy importante personaje.
Aquella noche, el termómetro político indicaba a la sociedad lo siguiente: por mucho que todos los monarcas europeos y sus generales se inclinasen ante Bonaparte para mortificarnos a mí y a todos nosotros, nuestra opinión sobre Bonaparte no podía cambiar. No cesaremos de expresar nuestro parecer francamente; lo único que podemos decir al rey de Prusia y a los demás es: “Tanto peor para vosotros. Tu l'as voulu, George Dandin”, eso es cuanto podemos decirles.
Tal era lo que el termómetro político indicaba en aquella velada de Anna Pávlovna.
Cuando Borís, que debía ser presentado a los invitados, entró en la sala, casi todos estaban ya reunidos y la conversación, hábilmente conducida por Anna Pávlovna, versaba sobre las relaciones diplomáticas con Austria y las esperanzas puestas en la alianza con esa nación.
Borís, fresco y sonrosado, entró en la sala con desenvoltura; el elegante uniforme de ayudante de campo lo hacía más viril y apuesto. Según la costumbre, fue llevado en seguida ante “mi tía” para que la saludase, y después al círculo general.
Anna Pávlovna le dio a besar su mano enjuta y lo presentó a algunas personas a las que el joven no conocía, nombrándolas a media voz:
—Le prince Hippolyte Kouraguine, un charmant jeune homme. M. Kroug, chargé d'affaires de Copenhague, un esprit profond. M. Shitov, un homme de beaucoup de mérite— cuando le tocó el tumo al que gozaba de esa denominación. 258
Gracias a las gestiones de Anna Mijáilovna, a sus gustos personales y su reservado carácter, Borís había logrado en el servicio una posición muy ventajosa. Era ayudante de campo de un personaje muy importante, se le había confiado una misión responsable en Prusia y acababa de regresar de ese país como correo oficial. Había asimilado por completo aquella subordinación no escrita que tanto le gustara en Olmütz, gracias a la cual un subteniente podía ser mucho más que un general; para ascender no eran necesarios ni el esfuerzo, ni el trabajo, ni el valor, ni la perseverancia, sino solamente el arte de saber comportarse con las personas que recompensaban el servicio. Con frecuencia se maravillaba él mismo de su rápido triunfo y de la incapacidad de otros para comprenderlo. Gracias a su descubrimiento había cambiado por completo toda su vida, todas sus antiguas relaciones y amistades, todos sus planes para el futuro. No era rico, pero empleaba todo su dinero en vestir mejor que los demás. Prefería privarse de muchos placeres antes que ir en un mal coche o que lo vieran con uniforme viejo por las calles de San Petersburgo. Su empeño estaba en relacionarse con personas de mejor situación que él y que pudieran serle útiles. Amaba San Petersburgo y despreciaba Moscú. Le resultaba ingrato el recuerdo de la casa de los Rostov y su infantil amor por Natasha; desde que salió para incorporarse al ejército no había vuelto por allí. En el salón de Anna Pávlovna (cuya invitación consideraba un importante ascenso) comprendió en seguida el papel que le correspondía aquella noche y dejó gustosamente que la dueña de la casa se aprovechara del interés que despertaba. Observó atentamente a cada uno, calculando bien las ventajas de entablar amistad con ellos y la posibilidad de hacerlo. Tomó asiento en el puesto que se le había reservado junto a la bella Elena y quedó atento a la conversación general.
—Viena encuentra tan inalcanzables las bases del tratado propuesto, que ni siquiera con una serie de triunfos brillantísimos se lograría llegar a un acuerdo. Hasta duda de los medios que podrían procurarnos ese éxito. Tales son las palabras auténticas del gabinete de Viena— aseguraba el encargado de negocios danés.
—C'est le doute qui est flatteur! 259— opinó con fina sonrisa el hombre de mucho mérito.
—Il faut distinguer entre le cabinet de Vienne et l'empereur d'Autriche. L'empereur d'Autriche n'a jamais pu penser à une chose pareille, ce n'est que le cabinet qui le dit 260— dijo Mortemart.
—Eh! mon cher vicomte— intervino Anna Pávlovna, —l’Urope...— (no se sabe por qué decía “Urope”como si se tratase de una peculiaridad especial de la lengua francesa que sólo ella podía permitirse hablando con un francés), —l'Urope ne sera jamais notre alliée sincère. 261
Y seguidamente, para hacer entrar en liza a Borís, Anna Pávlovna derivó la conversación hacia el valor y la firmeza del rey de Prusia.
Borís, a la espera de su turno, escuchaba con atención a los demás. También le quedó tiempo para echar alguna ojeada a la bella Elena, quien, siempre sonriente, había cruzado su mirada, en más de una ocasión, con el joven y apuesto ayudante de campo.
Era lo más natural, puesto que se hablaba de la situación en Prusia, que Anna Pávlovna rogara a Borís que contara sus impresiones del viaje a Glogau y el estado del ejército prusiano. Borís, sin prisas y en correcto francés, contó numerosos detalles interesantes sobre la situación de las tropas y la Corte, procurando no exponer su opinión personal acerca de cuanto refería. Durante algún tiempo, Borís concentró toda la atención del grupo y Anna Pávlovna comprendió con íntima satisfacción que su novedad de aquella noche era aceptada gratamente por todos los invitados. Elena mostró especialmente una vivísima atención por el relato de Borís; lo interrumpió varias veces con preguntas sobre ciertos detalles de su viaje y pareció interesarle, en particular, la situación del ejército prusiano. Apenas hubo terminado, se volvió a él con su sonrisa de siempre.
—Il faut absolument que vous veniez me voir— dijo con tal entonación como si, por ciertos motivos ignorados por él, fuese absolutamente necesario. —Mardi, entre les huit et neuf heures. Vous me ferez grand plaisir. 262
Borís prometió cumplir su deseo, y quería continuar la conversación con ella, cuando Anna Pávlovna lo llamó con el pretexto de que “mi tía” deseaba oírlo.
—Conoce a su marido, ¿verdad?— dijo Anna Pávlovna cerrando los ojos y señalando con tristeza a Elena. —¡Es una mujer tan desventurada y tan hermosa!... No hable de ese hombre delante de ella. Se lo ruego. Le resulta demasiado penoso.
VII
Cuando Borís y Anna Pávlovna volvieron al grupo era Hipólito quien llevaba la conversación. Echándose hacia delante en su sillón, decía:
—Le roi de Prusse! — y se echó a reír. Todos se volvieron hacia él. Hipólito repitió, con otro tono: —Le roi de Prusse?— preguntó, y con tranquila seriedad se arrellanó en el fondo de su sillón.
Anna Pávlovna esperó un poco; pero como Hipólito no parecía decidido a seguir, comenzó a decir que el impío de Bonaparte se había llevado de Potsdam la espada de Federico el Grande.
—C'est l'épée de Frédéric le Grand que je... 263— comenzó, pero Hipólito la interrumpió:
—Le roi de Prusse...— y una vez más, cuando todos se volvieron hacia él, se excusó y guardó silencio.