El príncipe corrió a la puerta. El grito cesó y se oyeron los vagidos de un niño.
“¿Por qué han traído aquí a un niño? —pensó el príncipe Andréi en el primer instante—. ¿Un niño? Pero ¿cuál?... ¿Es que ya ha nacido?”
Y de pronto comprendió todo el jubiloso sentido de aquel grito. Las lágrimas lo sofocaron. Se apoyó en el alféizar de la ventana y rompió en sollozos; lloró como lloran los niños. Se abrió la puerta. De la habitación salió el médico, con la camisa remangada, pálido, tembloroso. El príncipe Andréi se volvió a él. El médico lo miró turbado y, sin decir palabra, pasó de largo. Después salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del príncipe se detuvo, perpleja, en el umbral de la puerta. El príncipe Andréi entró en la habitación de su mujer: estaba muerta. Yacía echada, como la viera cinco minutos antes, y en su rostro infantil, con el pequeño labio levantado, aparecía la misma expresión, a pesar de la inmovilidad de los ojos y la palidez de las mejillas.
"Os amo a todos y no hice mal a nadie... ¿qué me hacéis a mí?”, parecía decir aquel bello rostro infantil sin vida. En un rincón de la habitación chillaba y gimoteaba un diminuto ser rojizo, al que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdánovna.
Dos horas después, el príncipe Andréi entraba con paso lento en el despacho de su padre. El anciano ya lo sabía todo. Se mantenía erguido, cerca de la puerta, y en cuanto ésta se abrió, en silencio, con manos seniles y duras como tenazas, se echó al cuello de su hijo y rompió a llorar como un niño.
A los tres días se celebraron las exequias de la pequeña princesa, y el príncipe Andréi subió las gradas del catafalco para darle su último adiós. En el féretro, a pesar de los ojos cerrados, aquel mismo rostro decía aún: "Oh, ¿qué habéis hecho conmigo?”. Y el príncipe Andréi sintió que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de una falta que jamás podría reparar ni olvidar. No podía llorar. También el viejo príncipe subió al féretro y besó una de las pequeñas y frías manos de cera, que reposaba tranquila en lo alto, una sobre la otra. También a él pareció decirle el rostro: "¿Qué y por qué habéis hecho esto conmigo?”. Y al darse cuenta de aquella expresión, el viejo Bolkonski se apartó enojado.
Cinco días después era bautizado el joven príncipe Nikolái Andréievich. La niñera sujetó los pañales con la barbilla mientras el sacerdote ungía con una pequeña pluma de oca las diminutas palmas rojizas y arrugadas de las manos y pies del recién nacido. El abuelo —el padrino del pequeño—, temeroso de que se le cayera, dio con él la vuelta a la pila abollada de hierro y lo entregó en seguida a la princesa María, que era la madrina. El príncipe Andréi, temblando de que pudieran ahogar al niño, esperaba sentado en otra sala a que concluyera la ceremonia. Cuando la niñera le llevó al niño, lo miró sonriente y movió la cabeza en señal de aprobación al escuchar que el pedacito de cera con cabellos del recién nacido había flotado sin hundirse en el agua de la pila.
X
La participación del joven Rostov en el duelo de Dólojov y Bezújov no tuvo trascendencia gracias a los esfuerzos del viejo conde Rostov; en vez de ser degradado, como él esperaba, fue nombrado ayudante del general gobernador de Moscú. Por esa razón no pudo salir al campo con su familia y tuvo que permanecer todo el verano en Moscú, en su nuevo cargo. Dólojov se restableció y Rostov estrechó más aún los lazos de amistad que los unían. Dólojov permaneció, durante su curación, en casa de su madre, que lo amaba tierna y apasionadamente. La anciana María Ivánovna, que había tomado cariño a Rostov porque era amigo de Fedia, le hablaba con frecuencia del hijo.
—Sí, conde, es demasiado puro y noble para este mundo de hoy, tan depravado— decía. —Nadie ama la virtud, a todos les molesta. Dígame, ¿le parece justo y honesto lo que hizo Bezújov? Fedia, con su noble carácter, lo quería como a un amigo, y aún ahora no dice nada malo de él. La broma que gastaron al guardia de San Petersburgo la hicieron juntos, ¿no? Pues ya lo ve: Bezújov no sufrió castigo alguno y Fedia cargó con todo. ¡Cuánto sufrió! Verdad es que lo han rehabilitado, ¿pero cómo no iban a hacerlo? No creo que hubiera muchos allí tan valerosos como él y tan leales hijos de la patria. ¡Y ahora ese duelo! ¿Es que esa gente tiene sentido del honor? ¡Provocarlo, sabiendo que es hijo único, y disparar tan directamente! Por fortuna Dios tuvo piedad de nosotros. ¿Quién no tiene hoy día sus aventurillas? ¿Qué hacer si es tan celoso? Podía haberlo dado a entender, porque la cosa venía de largo. Además, provocó a Fedia pensando que no se batiría porque le debía dinero. ¡Qué bajeza! ¡Qué infamia! Ya sé que usted comprende a Fedia, querido conde. Por eso lo amo con toda mi alma, créame. Hay pocas personas que lo comprendan. ¡Es un alma tan grande, tan elevada!
Muchas veces, durante la convalecencia, el mismo Dólojov decía cosas que Rostov no habría esperado nunca de él.
—Me consideran un malvado, lo sé— decía. —No me importa; sólo deseo conocer a los que aprecio; los quiero tanto que por ellos daría mi vida. A los demás, los aniquilaría a todos si se me cruzaran en el camino. Tengo una madre a la que adoro, como ella no hay otra, y dos o tres amigos; uno de ellos tú. De los demás, sólo me fijo en los que pueden serme útiles o perjudiciales. Y casi todos son nocivos, sobre todo las mujeres. Sí, amigo mío, he conocido hombres de buen corazón, de sentimientos nobles; pero nunca he conocido a una mujer que no se venda, ya sea condesa o criada. No he hallado aún esa pureza celestial, esa devoción que busco en la mujer. Si la encontrara, daría mi vida por ella. En cuanto a las demás...— hizo un gesto de desprecio. —Créeme: si estimo aún la vida es sólo porque espero encontrar a esa criatura divina que me purifique, me regenere y me eleve. Pero tú no lo comprendes.
—Te comprendo bien, muy bien— replicó Rostov, que estaba bajo la influencia de su nuevo amigo.
En otoño, la familia Rostov regresó a Moscú. Denísov, que había vuelto a principios del invierno, se hospedó en su casa. Los primeros meses invernales de 1806, que Rostov pasó en Moscú, fueron los más felices y alegres para él y toda su familia. Nikolái traía a muchos amigos suyos a la casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte años; Sonia, a los dieciséis, ofrecía todo el encanto del capullo que se convierte en flor. Natasha, ni mujer ni niña, a veces era traviesa y divertida como una criatura de poca edad y otras, seductora como una joven.
En aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera de amor, como ocurre en los hogares donde hay muchachas muy bonitas y muy jóvenes. Cada joven que entraba en la casa de los Rostov, al contemplar aquellos rostros frescos y abiertos a todas las emociones, que sonreían posiblemente a la propia felicidad, al oír la charla deshilvanada, pero siempre afectuosa, dispuesta y esperanzada, escuchando aquella mezcolanza de sonidos, bien de canto o de música, experimentaba el mismo sentimiento de predisposición para el amor y la dicha que animaba a todas las muchachas de la casa.
Entre los jóvenes a quienes Rostov llevó a su casa, uno de los primeros fue Dólojov, que agradó a toda la familia menos a Natasha. A causa de él estuvo a punto de reñir con su hermano. Natasha insistía en que Dólojov no era bueno y que, en el duelo con Bezújov, Pierre había tenido razón sobrada y Dólojov era culpable, además de antipático y afectado.
—No tengo nada que comprender— gritaba Natasha caprichosa y obstinada: —es malo, no tiene corazón. A Denísov sí que lo quiero, es un juerguista y todo lo que quieras. Ya ves que comprendo. Pero no sé cómo decírtelo: en Dólojov todo es calculado y no me gusta; en cambio Denísov...