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—Denísov es otra cosa— replicó Nikolái, dando a entender que, en comparación con Dólojov, Denísov no era nada. —Hay que comprender el alma de Dólojov. ¡Hay que verlo con su madre! ¡Qué corazón tiene!

—De eso no sé nada. Sólo sé que en su presencia me siento violenta. ¿Y sabes que se ha enamorado de Sonia?

—¡Qué tontería!

—Estoy segura. Ya lo verás.

La predicción de Natasha se cumplió. Dólojov, a quien no gustaba la compañía femenina, comenzó a frecuentar la casa de los Rostov, y la pregunta de por quién iba quedó pronto resuelta, aun cuando nadie hablara de ello. Iba por Sonia. Y Sonia lo sabía, aunque no se atreviera a decirlo; siempre que llegaba Dólojov se ponía roja como una amapola.

Dólojov comía frecuentemente con los Rostov; acudía a todos los espectáculos donde ellos iban y asistía a los bailes de adolescentes de Joguel, a los que no faltaban nunca los Rostov. Mostraba una especial atención por Sonia y la miraba de tal manera que no sólo ella era incapaz de sostener esa mirada sin ruborizarse, sino que también la vieja condesa y Natasha enrojecían al verla.

Era evidente que ese hombre fuerte y extraño se hallaba bajo la invencible fascinación de aquella muchacha morena y graciosa, que amaba a otro.

Rostov advertía algo nuevo entre Dólojov y Sonia, pero no llegaba a definir cómo eran esas nuevas relaciones. “Todos allí andan enamorados de alguien”, pensaba de Natasha y Sonia; no se sentía tan a sus anchas, como antes, con Sonia y Dólojov, por lo que rara vez se quedaba en casa.

En el otoño de 1806 se volvió a hablar, con mayor intensidad que el año precedente, de la guerra contra Napoleón. No sólo se había decidido la incorporación de diez reclutas por cada mil campesinos, sino que se llamaba todavía a otros nueve por cada millar de milicianos. En todas partes se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba más que de la próxima guerra. Para la familia Rostov todo el interés de esos preparativos bélicos se resumía en que Nikolái no quería, en manera alguna, quedarse en Moscú y no esperaba más que el término de la licencia de Denísov para después de las fiestas volverse con él a su regimiento. Pero su próxima partida no sólo no le impedía divertirse, sino que lo animaba más a hacerlo. Se pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, en cenas, veladas y bailes.

XI

Al tercer día de las fiestas de Navidad, Nikolái comía en casa, lo que en los últimos tiempos sucedía rara vez. Era la comida oficial de despedida, puesto que él y Denísov se iban después de la Epifanía. Se habían reunido unas veinte personas, entre las cuales estaban Dólojov y Denísov.

Aquella atmósfera amorosa nunca se había sentido con tanta intensidad en casa de los Rostov como en esos días de fiesta: “¡Goza de estos momentos de felicidad, trata de que te amen, ama! No hay más verdad que ésa en el mundo, lo demás no cuenta. ¡Aquí sólo nos ocupamos de eso!”, parecía decir el ambiente de la casa.

Nikolái, agotando como siempre dos parejas de caballos sin conseguir llegar a todas las fiestas a que lo invitaban ni hacer todas las visitas necesarias, regresó a su casa en el momento mismo de la cena. Al entrar se dio cuenta de la tensión en la atmósfera amorosa de la casa. Y también de la extraña turbación de algunos de los presentes. Sonia, Dólojov, la condesa y la misma Natasha estaban particularmente confusos. Nikolái comprendió en seguida que algo había ocurrido entre Sonia y Dólojov y, con su habitual delicadeza, los trató con especial afecto y tacto. Aquella misma noche había en casa de Joguel —el maestro de baile— una de las fiestas que él organizaba en esos días para sus alumnos de ambos sexos.

—Nikóleñka, ¿vienes a casa de Joguel? Ven, te ha invitado especialmente; también va Denísov— dijo Natasha.

—¿Adonde no iría yo si me lo ordenara la condesa?— bromeó Denísov, que hacía ahora de caballero de Natasha. —Estoy dispuesto a bailar hasta el pas de châle.

—Si tengo tiempo... Me comprometí con los Arjárov, que dan una velada— dijo Nikolái. —¿Y tú?— preguntó a Dólojov. Apenas hubo pronunciado esas palabras comprendió que eran inoportunas.

—Sí, quizá...— replicó fríamente y de mal humor Dólojov, volviendo sus ojos hacia Sonia; después, frunciendo el ceño, miró a Nikolái lo mismo que había mirado a Pierre en el banquete del club.

“Algo ha sucedido”, pensó Rostov. Y su recelo pareció confirmarse al ver que Dólojov se retiraba inmediatamente después de terminada la cena. Llamó a Natasha y le preguntó qué había sucedido.

—Te andaba buscando— y Natasha se acercó corriendo a él. —Ya te lo dije y tú no querías creerme— añadió con aire triunfal. —Se ha declarado a Sonia.

A pesar de que Nikolái se había preocupado muy poco de Sonia en aquel tiempo, sintió un desgarrón íntimo al escuchar las palabras de su hermana. Dólojov era un partido aceptable y hasta cierto punto brillante para Sonia, huérfana y sin dote. Desde el punto de vista de la condesa y de la sociedad, no había motivos para no aceptar. Por eso, al oír a Natasha, el primer movimiento de Nikolái fue de cólera contra Sonia. Iba a decir: "Perfecto, hay que olvidar las promesas infantiles y aceptar la petición de mano...”. Pero Natasha no le dio tiempo a decirlo:

—¡Y figúrate! Lo ha rechazado— dijo. —Le ha dicho que ama a otro— agregó después de una pausa.

"Mi Sonia, no podía proceder de otro modo”, pensó Nikolái.

—Mamá ha insistido y le ha suplicado mucho, pero Sonia se niega y sé que no cambiará cuando dice una cosa...

—¿Mamá se lo ha pedido?— dijo Nikolái con reproche.

—Sí— repuso Natasha; —no te enfades, Nikolái. ¿Sabes?, yo creo que no te casarás con Sonia. No sé por qué, pero estoy segura de que no te casarás con ella.

—Tú no puedes saberlo— dijo Nikolái. —Pero tengo que hablar con ella... ¡Qué criatura tan deliciosa es Sonia!— agregó sonriendo.

—Es un encanto... Te la enviaré— Natasha besó a su hermano y salió corriendo.

Un poco después, amedrentada, confusa, como sintiéndose culpable, entró Sonia. Rostov se acercó y le besó la mano. Era la primera vez desde su llegada que se hablaban a solas y de su amor.

—Sophie— dijo tímidamente al principio; después se sintió más seguro: —¿Va a rechazar un partido brillante y ventajoso? Dólojov es un hombre excelente, noble... es amigo mío...

—Ya lo he rechazado— interrumpió vivamente Sonia.

—Si lo hace por mi causa, tengo miedo de que...

—Nikolái, no me lo diga— interrumpió de nuevo Sonia, mirándolo con suplicante angustia.

—No. Debo decirlo. Quizá sea suffisance por mi parte, pero es mejor decirlo. Si lo ha rechazado por mí, es necesario que le diga toda la verdad. La amo... la amo, creo que más que a nadie...

—Eso me basta— dijo Sonia sonrojándose.

—Pero me he enamorado miles de veces y volveré a estarlo, aunque ninguna otra me ha inspirado este sentimiento de amistad, de confianza y de amor como usted. Además, soy joven. Mamá no quiere nuestro matrimonio. En una palabra, no puedo prometerle nada y le pido que reflexione con respecto a la petición de Dólojov— concluyó, pronunciando con esfuerzo el nombre de su amigo.

—No me diga eso. No quiero nada. Lo amo como a un hermano; lo amaré siempre y no deseo otra cosa.

—¡Es usted un ángel! No soy digno de usted, y sólo tengo miedo de engañarla.

Y Nikolái le besó de nuevo la mano.

XII

Los bailes de Joguel tenían fama de ser los mejores de Moscú. Así lo aseguraban las madres que se sentaban a contemplar los pasos que sus adolescentes acababan de aprender. Lo decían los mismos adolescents, que bailaban hasta no poder más, igual que los jóvenes algo mayores que se acercaban allí con cierto aire de condescendencia y acababan por divertirse más que en ningún otro sitio. Aquel año, en los bailes de Joguel se habían arreglado dos matrimonios: las dos bellas princesas Gorchakov habían conocido allí a sus novios, lo que realzó aún más el prestigio de aquellas fiestas. Tenían éstas un rasgo especial: allí no había dueña ni dueño de la casa; no había más que el bondadoso Joguel, que volaba como una pluma y hacía reverencias de acuerdo con todas las reglas del arte, y recibía vales de entrada de todos sus alumnos. Otra condición era que en esos bailes participaban tan sólo aquellos que deseaban bailar y divertirse, como lo quieren las muchachitas de trece y catorce años que por primera vez visten de largo. Todas, con muy raras excepciones, eran bonitas o al menos lo parecían: tal era el entusiasmo de su sonrisa y la felicidad que les brillaba en los ojos. A veces, los alumnos más aventajados llegaban a bailar el pas de châle. Eso hacía Natasha, la mejor de todas, que se distinguía por su gracia. Pero en esta última fiesta no se danzaban más que escocesas, inglesas y la mazurca, hacía poco puesta de moda. Joguel había alquilado una sala en casa de Bezújov y, a decir de todos, la fiesta fue un éxito. Había jóvenes muy bellas, y las señoritas Rostov estaban entre ellas. Ambas irradiaban felicidad y alegría. Sonia, orgullosa por la declaración de Dólojov, por su negativa y por la explicación que había tenido con Nikolái, había comenzado a bailar ya en casa, sin dejar que la doncella terminara de peinarle las trenzas, y ahora estaba radiante de alegría.

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