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—¡Qué contenta estoy de que hayas venido!

—¡Dios es misericordioso, paloma!

La niñera encendió ante las imágenes las afiligranadas velas y se sentó con la calceta cerca de la puerta. La princesa volvió a abrir su libro de oraciones y se puso a leer. Pero cuando oía pasos o voces levantaba los ojos asustados e interrogantes y la niñera la tranquilizaba con su mirada. El sentimiento experimentado por la princesa María parecía haberse apoderado de toda la casa. Debido a la creencia popular de que cuantas menos personas conozcan los dolores de una parturienta, tanto menos sufre ella, todos fingían ignorarlo. Nadie hablaba del trance, pero en todos se notaba (además del ambiente de gravedad y respeto habituales en la casa del príncipe) una general preocupación, una tierna solicitud y la conciencia de que estaba teniendo lugar un acontecimiento grande e incomprensible.

En la parte destinada a las mujeres de la servidumbre no se oían risas. Los criados, a su vez, permanecían sentados en silencio, como si esperaran algo. Fuera de la casa habían encendido teas y antorchas; nadie dormía. El viejo príncipe, que caminaba sobre los talones a un lado y a otro de su despacho, envió a Tijón para interrogar a María Bogdánovna.

—Di sólo que el príncipe te manda para informarse y ven con lo que te diga.

—Informa al príncipe de que el parto ha comenzado— dijo María Bogdánovna, mirando al mensajero con aire significativo.

Tijón repitió al príncipe las palabras de María Bogdánovna.

—Está bien— dijo el príncipe, cerrando la puerta tras de sí; y Tijón no volvió a oír ni el mínimo ruido en el despacho.

Poco después volvió a entrar, con el pretexto de cambiar las velas; el viejo príncipe estaba echado en el diván; Tijón lo miró y, observando su rostro angustiado, movió la cabeza, se acercó silenciosamente, lo besó en un hombro y salió de nuevo, sin cambiar las velas y sin decir para qué había entrado.

Se estaba cumpliendo el más solemne misterio de cuantos existen en el mundo.

Pasó la tarde y llegó la noche; la sensación de espera y de tierna emoción ante lo incomprensible no cedía, sino que iba en aumento. Nadie durmió en la casa.

Era una de esas noches de marzo cuando el invierno parece volver por sus fueros y desencadena con furia las últimas nieves y ventiscas. El médico alemán era esperado de un momento a otro; había salido a su encuentro un coche y algunos hombres a caballo con linternas esperaban en la carretera para acompañarlo por el camino lleno de baches.

Hacía tiempo que la princesa María había dejado su libro; permanecía sentada, en silencio, con los luminosos ojos fijos en el rostro rugoso de la niñera, tan conocido en todos sus detalles: contemplaba el mechón de cabellos grises que se le escapaban bajo el pañuelo y la papada que pendía de la barbilla.

La vieja niñera Sávishna, con la calceta en las manos, repetía, sin oír ni comprender sus propias palabras, historias ya cien veces contadas de cómo la difunta princesa había dado a luz a la princesa María, en Kíshiniov, asistida por una campesina moldava que hacía de comadrona.

—Dios tendrá piedad, los médicos nunca son necesarios— decía. Un golpe de viento batió el marco de una ventana de la habitación. (Por orden del príncipe se quitaban siempre las contraventanas cuando aparecían las alondras.) Uno de los pestillos, mal cerrado, se abrió bruscamente y una ráfaga de aire helado entró en la estancia, agitando las cortinas y apagando la vela. La princesa se estremeció: la vieja niñera dejó la calceta, se acercó a la ventana y se asomó hacia afuera tratando de apresar el marco. El viento frío agitaba las puntas de su pañuelo y el mechón de pelo gris.

—¡Princesa, madrecita! ¡Alguien viene por el camino, con linternas! ¡Debe de ser el médico!— dijo, sujetando el marco, pero sin cerrarlo.

—¡Alabado sea Dios!— exclamó la princesa. —Hay que salir a recibirlo, no sabe hablar en ruso.

La princesa María se echó un chal sobre los hombros y corrió al encuentro del recién llegado. Al atravesar la antecámara vio a través de las ventanas varias linternas y un vehículo detenido ante el portal. Avanzó hasta la escalera. Sobre el pilar de la balaustrada había una vela, de la que el viento hacía caer gotas de cera. Filip, un camarero, estaba en el primer rellano con cara de susto y otra vela en la mano; más abajo, donde la escalera daba la vuelta, se oyeron pasos precipitados de alguien calzado con botas de invierno y resonó una voz que a la princesa le pareció conocida:

—¡Gracias a Dios!— decía esa voz. —¿Y mi padre?

—Está descansando— replicó la voz de Demián, el mayordomo, que ya estaba abajo.

El otro pronunció todavía algunas palabras. Demián respondió algo y el ruido de las botas avanzó con mayor rapidez por la escalera.

"¡Es Andréi! —pensó la princesa—. No, no es posible. Sería demasiado extraordinario.”

Y en aquel mismo instante que lo pensaba, en el descansillo donde esperaba el camarero con la vela, apareció el príncipe Andréi, con un abrigo de pieles cubierto de nieve en el cuello. Sí, era él, pero pálido y delgado, extrañamente distinta la expresión de su rostro, una expresión de inquieta ternura. Subió la escalera y abrazó a su hermana.

—¿No recibisteis una carta mía?— preguntó.

Sin esperar una respuesta que no habría obtenido, porque la princesa María era incapaz de hablar, volvió sobre sus pasos y, junto con el médico alemán, que había entrado detrás de él (se habían encontrado en la última estación), siguió adelante con paso rápido y abrazó de nuevo a su hermana.

—¡Qué destino, Masha querida!— dijo.

Y quitándose el abrigo y las botas entró en la habitación de la princesa Lisa.

IX

Lisa, con una cofia blanca, estaba recostada entre almohadones. (Hacía un momento que habían cesado los dolores.) Varios mechones de cabellos negros se rizaban en torno a sus mejillas sudorosas y encendidas. Abría un poco su pequeña boca, de labio sombreado, y sonreía alegremente. El príncipe Andréi entró en la estancia y se detuvo delante de su mujer, al pie del diván donde ella estaba. Los ojos brillantes de Lisa, que miraban con temor y emoción, como los de un niño, se detuvieron en él sin cambiar de expresión. “Os amo a todos y no hice mal a nadie. ¿Por qué sufro? Ayudadme”, parecía decir. Veía a su marido, pero sin comprender su presencia.

El príncipe Andréi dio la vuelta al diván para besarla en la frente.

—¡Alma mía!— dijo (palabras cariñosas que nunca le había dicho). —Dios es misericordioso...

Ella lo miró con reproche infantil, como preguntando.

“Esperaba ayuda de ti. Pero... nada... nada... ni siquiera de ti”, parecía decirle con sus ojos. No se mostraba asombrada por su regreso. No comprendía que hubiera vuelto. Su llegada no tenía relación alguna con sus sufrimientos ni con su alivio.

Los dolores volvieron. María Bogdánovna aconsejó al príncipe Andréi que saliera de la habitación. Entró el médico.

El príncipe Andréi salió y se acercó de nuevo a su hermana. Ambos se pusieron a hablar en voz baja; pero a cada momento interrumpían la conversación: esperaban y aguzaban el oído.

—Allez, mon ami— dijo la princesa María.

El príncipe Andréi se acercó de nuevo a la habitación de su mujer; se puso a esperar en una salita pequeña donde tomó asiento. Una mujer salió de allí con rostro demudado y se paró confusa al verlo. El príncipe escondió la cara entre las manos y permaneció así durante algunos minutos. A través de la puerta llegaban gritos desgarradores y quejidos lastimeros de animal indefenso. Se levantó; se acercó a la puerta y quiso abrirla. Alguien se lo impidió.

—No se puede, no se puede— dijo una voz atemorizada desde la habitación.

El príncipe empezó a pasear por la sala. Los gritos cesaron. Pasaron algunos segundos. De pronto resonó en la habitación vecina un grito terrible —no era suyo, ella no podía gritar así.

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