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—Mon père! André!— exclamó la torpe y desgarbada princesa, con tan indescriptible tristeza y olvido de sí misma que el príncipe no pudo dominarse más y se volvió sollozando.

—Recibí noticias. No está ni entre los prisioneros ni entre los muertos. Me ha escrito Kutúzov— dijo con voz estridente, como si quisiera, con aquel grito, apartar de sí a la princesa. —Lo han matado.

La princesa no cayó, no se desvaneció. Estaba ya pálida, pero al oír las últimas palabras de su padre cambió la expresión de su rostro; algo resplandeció en sus bellos ojos luminosos, como si una alegría suprema, independiente de las tristezas y alegrías de este mundo, descendiera sobre el dolor inmenso que ahora sufría. Olvidó el temor que siempre le había inspirado su padre, se acercó a él, le tomó la mano y lo atrajo hacia sí, abrazando su cuello seco y fibroso.

—No se aparte de mí, mon père... lloremos juntos.

—¡Miserables! ¡Canallas!— gritó el viejo, separando de ella el rostro. —¡Destrozar un ejército! ¡Sacrificar a la gente! ¿Por qué? Ve, ve a decírselo a Lisa.

La princesa, exhausta, se dejó caer en una silla junto al padre y rompió a llorar. Veía a su hermano cuando se despedía de Lisa y de ella, con un aire a la vez altanero y cariñoso; volvía a verlo en el instante en que, tierno y burlón, se ponía la pequeña imagen. “¿Creería ahora? ¿Se habría arrepentido de su incredulidad? ¿Está ahora allá, en la mansión de la paz y la felicidad eternas?”, pensaba.

—Cuénteme cómo ha sido, mon père— preguntó a través de las lágrimas.

—Vete, vete. Ha perecido en la batalla donde fueron llevados a morir los mejores hombres de Rusia y la gloria de la patria. Vete, princesa María, ve a decírselo a Lisa. Luego iré yo.

Cuando la princesa María volvió del despacho de su padre, la pequeña princesa estaba sentada ante su labor; tenía esa singular expresión de felicidad y calma interior que sólo poseen las embarazadas. Miró a su cuñada, pero sus ojos no veían a la princesa María sino que miraban dentro de ella, contemplaban el feliz y profundo misterio que se producía en su cuerpo.

—Marie— dijo, apartando el bastidor y echándose atrás, —pon tu mano aquí.

Tomó la mano de su cuñada y la puso en su vientre. Los ojos de Lisa sonreían, esperando; su labio superior, sombreado de pelusa, permanecía levantado, dando a su rostro una expresión infantil y dichosa.

La princesa María se puso de rodillas delante de ella y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.

—Ahí, ahí, ¿lo sientes? Me parece tan extraño... ¿Sabes, Mary? Lo voy a querer muchísimo— dijo Lisa, mirando a su cuñada con ojos brillantes, felices.

La princesa María no pudo levantar el rostro, lloraba.

—¿Qué te pasa?

—Nada, nada... Estoy triste... triste por Andréi— respondió enjugándose los ojos en las rodillas de Lisa.

Durante toda la mañana la princesa María trató varias veces de preparar a su cuñada, mas volvía a llorar. La pequeña princesa no comprendía la causa de tales lágrimas, pero llegaron a inquietarla, aunque su capacidad de observación no era grande. Antes del almuerzo entró en su habitación el viejo príncipe, al que siempre temía, y salió sin decir nada con rostro particularmente inquieto e irritado. Lisa miró a la princesa María, luego quedó pensativa; se diría que toda su atención estaba dirigida a su interior, lo que es frecuente en las embarazadas, y de pronto se echó a llorar.

—¿Han llegado noticias de Andréi?— preguntó.

—No, no... Ya sabes que todavía no han podido llegar; pero mon père empieza a inquietarse y eso me da miedo.

—Entonces ¿no hay nada?

—No, nada— dijo la princesa María, mirando fijamente a su cuñada con sus bellos y luminosos ojos. Estaba decidida a no decirle la verdad y había convencido a su padre de que ocultara la terrible noticia hasta después del parto, que se esperaba de un día para otro.

La princesa María y el viejo príncipe sufrían y ocultaban su dolor cada uno a su manera. El anciano no quería hacerse ilusiones; había decidido que su hijo había muerto, y aun cuando enviara a un emisario a Austria en busca de noticias suyas, había encargado en Moscú un monumento que pensaba colocar en su parque. Decía a todos que habían matado a su hijo. Procuraba no modificar en nada su modo de vida, pero las fuerzas lo abandonaban; paseaba menos, comía y dormía menos y cada día estaba más débil.

La princesa María confiaba. Rezaba por su hermano como si estuviera vivo y esperaba cada instante la noticia de su retorno.

VIII

—Ma bonne amie— dijo la pequeña princesa la mañana del 19 de marzo, después del desayuno; y su labio, sombreado de pelusa, se levantó como siempre; pero como en la casa, después de la terrible noticia, todo era triste, hasta la sonrisa de la pequeña princesa (que sin saber nada se encontraba bajo la influencia del ambiente general) era tan melancólica que acrecentaba todavía más el dolor de todos. —Ma bonne amie, je crains que le “fruschtique” (comme dit Foka, el cocinero) de ce matin ne m'aie pas fait du mal. 250

—¿Qué te ocurre, Lisa? Estás pálida, muy pálida— dijo asustada la princesa María, corriendo pesadamente hacia su cuñada.

—Excelencia, ¿no convendría llamar a María Bogdánovna?— preguntó una de las doncellas que se encontraba en la estancia.

María Bogdánovna era la comadrona de la cabeza de distrito; desde hacía dos semanas vivía en Lisie-Gori.

—En efecto— aprobó la princesa María. —Puede que sea eso. Voy a avisarle. Courage, mon ange! 251— besó a Lisa y quiso salir de la habitación.

—¡Oh, no, no!— además de la palidez, en el rostro de Lisa apareció el miedo infantil a los dolores físicos inevitables. —Non, c'est l'estomac... Dites que c'est l'estomac, dites, Marie, dites.... 252

Y la pequeña princesa rompió en llanto como una niña caprichosa, hasta con un poco de fingimiento, retorciendo sus pequeñas manos.

La princesa María salió en busca de María Bogdánovna.

—Oh! Mon Dieu! Mon Dieu!— oyó mientras se alejaba.

La comadrona se acercaba, frotándose las manos blancas, pequeñas y regordetas, el rostro grave y tranquilo.

—María Bogdánovna, parece que ya ha comenzado— dijo la princesa María mirándola con ojos muy abiertos y asustados.

—Y gracias a Dios, princesa— dijo María Bogdánovna sin apresurar el paso. —Y usted debe retirarse; no son cosas que deban saber las doncellas.

—¿Qué vamos a hacer? El médico de Moscú no ha llegado todavía— dijo la princesa.

Según el deseo de Lisa y del príncipe Andréi, habían llamado a un doctor, al que esperaban de un momento a otro.

—No importa, princesa, no se preocupe: todo saldrá bien, aun sin médico— repuso María Bogdánovna.

Cinco minutos después, la princesa María oyó desde su habitación un ruido como si arrastraran algo pesado. Salió a ver y se encontró con unos criados que llevaban a la alcoba de Lisa el diván de cuero del despacho del príncipe Andréi. El rostro de los hombres que arrastraban el mueble tenía algo de solemne y apacible.

La princesa María, sola en su habitación, permanecía atenta a los rumores de la casa. De vez en cuando, si alguien pasaba delante de su habitación, abría la puerta y miraba lo que ocurría en el pasillo. Algunas mujeres iban y venían, procurando no hacer ruido, se volvían para mirarla y apartaban la vista. Ella no se atrevía a preguntar, cerraba la puerta y regresaba a su sitio. Ya se sentaba, ya tomaba un libro de oraciones y se arrodillaba delante de los iconos. Advirtió, dolorida y asombrada, que las plegarias no calmaban su inquietud.

De pronto, la puerta de su habitación se abrió calladamente para dar paso a su vieja niñera, Praskóvia Sávishna, quien, por prohibición del príncipe, raras veces se atrevía a visitarla.

—Vengo a hacerte compañía, Máshenka; traigo las velas del matrimonio del príncipe para encenderlas ante los santos, palomita mía— dijo la anciana suspirando.

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