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Pero cuando se creía tranquilizado por semejantes razonamientos, surgía en su imaginación ellay los instantes en que él expresaba más intensamente todo su falso amor. Sentía entonces que la sangre se le agolpaba en el corazón y necesitaba levantarse, moverse, rasgar y romper cuanto se le ponía a mano. “¿Por qué le diría je vous aime?”, volvía a preguntarse. Tras haberse hecho esa pregunta por décima vez, recordó la frase de Moliere: “Mais que diable allait-il faire en cette galère” 249, y se rió de sí mismo.

Por la noche llamó a su ayuda de cámara y le ordenó que preparara las maletas para marchar a San Petersburgo. No podía vivir con ella bajo un mismo techo, no podía imaginar cómo hablaría ahora con ella. Decidió marchar al día siguiente y dejarle una carta anunciándole su intención de separarse de ella para siempre.

A la mañana siguiente, cuando el ayuda de cámara le trajo el café, Pierre estaba echado en el diván y dormía con un libro abierto entre las manos.

Despertó; asustado, miró en derredor largamente, sin comprender dónde se hallaba.

—La señora condesa pregunta si su Excelencia está en casa— dijo el ayuda de cámara.

Pierre no había tenido todavía tiempo de pensar en la respuesta cuando la condesa apareció con su batín de raso blanco recamado en plata, peinada con sencillez (dos grandes trenzas rodeaban en diadèmesu bellísima cabeza). Entró tranquila y majestuosa; tan sólo en su marmórea frente, un poco abultada, había una arruguita de cólera. Siempre con la misma calma, no quiso hablar delante del ayuda de cámara. Estaba al corriente del duelo y venía precisamente por ello. Esperó a que sirviera el café y los dejara. Pierre la miró tímidamente a través de sus lentes, y como una liebre rodeada de perros que, con las orejas gachas, se encoge sin moverse a la vista del enemigo, intentó reanudar su lectura, aunque comprendía que eso era absurdo e imposible; y de nuevo la miró con timidez.

Elena permaneció en pie, contemplándolo con una sonrisa despectiva. Cuando se quedaron solos preguntó con voz severa:

—¿Qué significa eso? ¿Qué ha hecho?

—¿Quién, yo?— preguntó Pierre.

—¡Menudo valiente nos ha salido! Y bien, responda: ¿qué duelo ha sido ése? ¿Qué ha querido demostrar con ello? ¿Qué? Respóndame.

Pierre se volvió pesadamente en el diván, abrió la boca, pero no pudo responder.

—Ya que usted no me responde, se lo diré yo— continuó Elena. —Usted se cree cuanto le dicen. Le dijeron— al llegar a este punto se echó a reír —que Dólojov era mi amante— lo dijo en francés con la grosera precisión de su lenguaje, pronunciando la palabra “amante” como otra cualquiera —¡y usted lo ha creído! Y bien, ¿qué ha demostrado así? ¿Qué ha demostrado con ese duelo? Pues que es usted un tonto, que vous êtes un sot, pero eso ya lo saben todos. ¿Y qué consecuencias tendrá todo ello? Que yo me convierta en el hazmerreír de todo Moscú y que cualquiera diga que, borracho, enajenado, provocó a un hombre del que no tenía razón alguna para estar celoso— Elena iba levantando la voz y parecía cada vez más excitada —y que es mil veces mejor que usted en todos los sentidos...

—Hum...Hum...— rezongó Pierre frunciendo el ceño, sin mirar a su mujer y sin moverse.

—¿Y por qué pudo creer que era mi amante?... ¿Por qué? ¿Porque me gusta su compañía? Si usted fuese más inteligente y agradable, habría preferido la suya.

—No hable conmigo... se lo ruego...— murmuró Pierre con voz ronca.

—¿Por qué no voy a hablar? Puedo decir, y lo diré en voz alta, que hay pocas mujeres como yo que, con un marido como usted, no se buscarían amantes, cosa que yo no hice.

Pierre intentó decir algo; la miró con ojos extraños, cuya expresión Elena no comprendió, y volvió a tumbarse. En ese momento sufría físicamente, sentía opresión en el pecho, le faltaba la respiración. Sabía que debía hacer algo para poner fin al sufrimiento, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.

—Es mejor que nos separemos— dijo con voz entrecortada.

—¿Separarnos? Como quiera, a condición de que me dé un patrimonio— dijo Elena. —¡Separarnos! ¿Cree que así me asusta?

Pierre saltó del diván y, tambaleándose, se lanzó sobre ella.

—¡Te voy a matar!— gritó, apoderándose, con una fuerza que él mismo desconocía, del mármol de la mesa, y avanzó hacia su mujer amenazándola.

El rostro de Elena expresó pavor. Lanzó un grito estridente y se apartó de un salto; el genio del viejo conde revivía en el hijo; sentía la atracción y el placer del furor. Lanzó contra el suelo el mármol, que se rompió violentamente, y con los brazos abiertos se acercó a su mujer gritando “¡Fuera de aquí!” con una voz tan espantosa que toda la casa oyó asustada su grito. Dios sabe lo que habría hecho Pierre en esos momentos si Elena no hubiera huido del despacho.

Una semana más tarde Pierre hizo llegar a su mujer un poder para la administración de las fincas que poseía en la Gran Rusia, lo que representaba más de la mitad de su fortuna, y partió solo para San Petersburgo.

VII

Habían transcurrido dos meses desde que en Lisie-Gori recibieran noticias de la batalla de Austerlitz y la desaparición del príncipe Andréi. Y a pesar de todas las cartas expedidas por medio de la embajada y de todas las indagaciones que se hicieron, no se halló su cuerpo, ni figuraba tampoco entre los prisioneros. Lo peor para su familia era que, pese a todo, quedaba la esperanza de que hubiera sido recogido por los habitantes del país y que ahora estuviese convaleciente, o tal vez moribundo y solo, entre gente extraña, sin posibilidad alguna de comunicarles noticias. En los periódicos, por los cuales el viejo príncipe tuvo las primeras noticias de la derrota de Austerlitz, se decía, como de costumbre, en términos vagos y breves, que los rusos, después de brillantes encuentros, habían tenido que retirarse y que la retirada se había llevado a cabo en perfecto orden. El viejo príncipe entendió por esas noticias oficiales que los ejércitos del Emperador habían sido derrotados. Una semana después de leer la comunicación del periódico sobre la batalla de Austerlitz el príncipe recibió una carta de Kutúzov, quien le informaba sobre la suerte de su hijo.

“Su hijo —escribía Kutúzov— ha caído delante de mí, con la bandera en la mano, a la cabeza de un regimiento, como un héroe digno de su padre y su patria. Con gran dolor mío y de todo el ejército, hasta ahora no se sabe si está vivo o muerto; me consuelo como usted con la esperanza de que su hijo viva, ya que, de haber muerto, constaría en la relación de oficiales hallados en el campo de batalla, que me han traído a través de parlamentarios.”

El viejo príncipe recibió la noticia ya muy avanzada la tarde, estando solo en su despacho; al día siguiente, como de costumbre, dio su paseo matinal, pero estuvo silencioso, y aun cuando tuviera aspecto de estar encolerizado no dijo nada ni al administrador, ni al jardinero, ni al arquitecto. Cuando, a la hora habitual, la princesa María entró en su gabinete, el príncipe estaba de pie, trabajando en su torno; como de ordinario, no se volvió hacia ella.

—¡Ah! ¡La princesa María!— dijo de pronto, con una voz que no era natural.

Tiró la herramienta. (La rueda siguió girando por inercia. La princesa María había de recordar aún mucho tiempo el agonizante chirriar de la rueda, que en su imaginación se fundía con lo acontecido después.)

La princesa se acercó a su padre, vio su rostro y sintió que algo se derrumbaba en su interior. Sus ojos se nublaron. Por la expresión de aquel rostro, ni triste ni abatido, sino colérico y transformado por el esfuerzo que hacía para dominarse, comprendió que una terrible desgracia se le venía encima, la desventura más grande de su vida, algo no experimentado aún, irreparable, incomprensible, la muerte de una persona amada.

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