—No... no— dijo Dólojov entre dientes. —No ha terminado aún— y tambaleándose, dio algunos pasos más, llegó hasta el sable y cayó sobre la nieve.
Su mano izquierda estaba ensangrentada. La limpió en la guerrera y se apoyó en ella, con el rostro pálido, contraído y tembloroso.
—Por fa...— comenzó, pero no podía terminar la frase, —por fa... vor...— concluyó con un esfuerzo.
Pierre, conteniendo a duras penas los sollozos, corrió hacia el herido, y estaba ya a punto de atravesar el espacio que separaba las dos líneas cuando Dólojov gritó:
—¡A la barrera!
Pierre comprendió de qué se trataba y se detuvo junto al sable. Sólo los separaban diez pasos. Dólojov hundió la cara en la nieve y la mordió con avidez; levantó después la cabeza, hizo un esfuerzo y consiguió sentarse, buscando un buen punto de apoyo. Tragaba nieve, sus labios temblaban, pero no dejaba de sonreír; sus ojos brillaban por el esfuerzo y la cólera; levantó la pistola y apuntó.
—Póngase de lado. Cúbrase con la pistola— dijo Nesvitski.
—¡Cúbrase!— gritó el propio Denísov a Pierre, sin poder contenerse, aunque era padrino de su adversario.
Pierre, con una sumisa sonrisa de pena y arrepentimiento, muy separadas las piernas y los brazos, ofrecía a Dólojov su amplio pecho y lo miraba tristemente. Denísov, Rostov y Nesvitski cerraron los ojos; coincidieron el disparo y la exclamación de rabia de Dólojov:
—¡Fallé!— gritó, y se derrumbó de bruces sobre la nieve.
Pierre se llevó las manos a la cabeza, dio la vuelta y salió hacia el bosque. Caminaba sobre la nieve, pronunciando en alta voz palabras incomprensibles:
—¡Qué estupidez!... ¡Qué estupidez!... La muerte... la mentira...— repetía con el ceño fruncido.
Nesvitski lo detuvo y lo condujo a su casa.
Rostov y Denísov se llevaron al herido.
Dólojov iba con los ojos cerrados en el trineo, sin responder a cuanto le preguntaban. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse y, levantando la cabeza con esfuerzo, tomó la mano de Rostov, sentado junto a él. La expresión completamente distinta de su rostro, llena de exaltada ternura, sorprendió a Rostov.
—¿Qué, cómo estás?— le preguntó.
—¡Mal! Pero no se trata de eso, amigo mío— dijo Dólojov, con voz entrecortada. —¿Dónde estamos? Ya lo sé, en Moscú... Lo mío no importa. Pero a ella la he matado... la he matado... No lo soportará...
—¿Quién?— preguntó Rostov.
—A mi madre... a mi ángel, a mi ángel adorado...
Dólojov apretó la mano de su amigo y rompió en sollozos.
Cuando se hubo calmado un poco explicó a Rostov que vivía con su madre y que si ella lo veía en aquel estado no podría soportarlo. Rogó a Rostov que fuera a prevenirla.
Rostov lo precedió para cumplir su encargo. Con gran sorpresa supo que Dólojov, aquel pendenciero, aquel espadachín, vivía con su vieja madre y una hermana jorobada y era el más cariñoso de los hijos y el mejor de los hermanos.
VI
Últimamente Pierre se había visto muy raras veces a solas con su esposa. Lo mismo en San Petersburgo que en Moscú, su casa estaba siempre llena de invitados. La noche siguiente al duelo con Dólojov no se dirigió a su alcoba, como frecuentemente hacía, sino que permaneció en el enorme despacho de su padre, el mismo donde había muerto.
Se echó en el diván; deseaba dormir para olvidarlo todo, pero no podía. Un huracán de ideas, sentimientos, recuerdos, turbaban su ánimo, impidiéndole no sólo dormir, sino ni siquiera estar quieto un instante; tuvo que abandonar el diván y caminar a pasos rápidos por la habitación. Unas veces recordaba los primeros tiempos de su matrimonio, a su mujer con los hombros desnudos, la mirada lánguida y apasionada; al instante, junto a ella aparecía la cara del bello Dólojov, con gesto insolente y burlón, igual que lo había visto en el banquete; y el mismo rostro de Dólojov, pero pálido, tembloroso y dolorido, tal como era al desplomarse en la nieve.
“¿Qué ha ocurrido? —se preguntaba—. He matado al amante. Sí, eso es: he matado al amante de mi mujer. Así es. ¿Por qué? ¿Cómo he llegado a eso?” Y una voz interior le contestaba: “Porque te casaste con ella”.
Y volvía a preguntarse: “Pero ¿por qué soy culpable? Porque te casaste sin amor; porque te has engañado a ti mismo y la has engañado a ella”. Y volvía a recordar muy a lo vivo aquella tarde, después de la cena en casa del príncipe Vasili, cuando pronunció las palabras que no querían salir de sus labios: “Je vous aime”. “Todo proviene de ahí... Entonces ya sentía, sí, lo sentía, que no estaba bien, que no debí decirlo, no tenía derecho a hacerlo.
Y así resultó.”
Recordó también su luna de miel y el recuerdo lo hizo sonrojarse. Pero lo que sobre todo lo avergonzaba y hería era el recuerdo vivo de aquella vez, poco después de su matrimonio, cuando a mediodía, en batín de seda, había salido de la alcoba al despacho y se encontró con el administrador, que lo saludó respetuosamente, mirando con leve sonrisa su cara y su batín, una sonrisa con la que parecía sumarse —siempre respetuoso— a la felicidad de su jefe.
“¡Cuántas veces me he sentido orgulloso de ella! Orgulloso de su majestuosa belleza, de su tacto mundano —pensaba—; estaba orgulloso de mi propia casa, donde Elena recibía a todo Petersburgo, y de su belleza inaccesible... ¡Pensar que me enorgullecía de eso! A veces pensaba que no la comprendía; con frecuencia, al pensar en su carácter, me creía culpable de no entenderla, de no comprender esa tranquilidad de siempre, esa constante satisfacción y ausencia de emociones y deseos. Todo el enigma lo descifraba una palabra terrible: pervertida. Formulada esa palabra, todo quedaba claro. Anatole venía a pedirle dinero prestado y la besaba en los hombros desnudos. Ella le negaba el dinero, pero consentía que la besara. Su padre excitaba en broma sus celos, y ella decía con tranquila sonrisa que no era tan tonta como para sentirlos. «Que haga lo que quiera», decía refiriéndose a mí. Una vez le pregunté si no sentía síntomas de embarazo; se echó a reír con desprecio y replicó que no era tan idiota como para desear hijos, y que de míno los tendría nunca.”
Recordaba después sus pensamientos y expresiones chabacanas y vulgares, a pesar de haber sido educada en el medio más aristocrático. “No soy una idiota..., anda, pruébalo tú mismo... allez vous promener” 248, acostumbraba decir. Con frecuencia, al ver en los ojos de los hombres viejos y jóvenes y de las mujeres el efecto que producía, Pierre no alcanzaba a comprender por qué no la amaba. “Nunca la he amado —se decía—; sabía que era una mujer pervertida, aunque no quería confesármelo.'
“Y ahora Dólojov yace en la nieve, se esfuerza por sonreír y tal vez muera, respondiendo con una fingida bravata a mi arrepentimiento.”
Pierre era uno de esos hombres que, a pesar de su aparente debilidad de carácter, no buscan confidentes para sus propias penas. Las sufría, solo, en su intimidad.
“Ella es la única culpable de todo, de todo —se repetía—. Pero ¿qué se desprende de ello? ¿Por qué me he ligado a una mujer así? ¿Por qué le dije je vous aime, si era mentira, o algo peor que mentira? Soy culpable y debo soportar... pero ¿qué? ¿El deshonor de mi nombre, la infelicidad de mi vida? Todo es absurdo: el deshonor, el honor: no es más que convencionalismo. No depende de mí.
"Mataron a Luis XVI porque ellosdecían que había perdido el honor, que era un criminal —pensó de pronto—.
Y desde su punto de vista tenían razón, lo mismo que la tenían quienes murieron por él como mártires y quienes después hicieron de él un santo. Más tarde, dieron muerte a Robespierre porque era un déspota. ¿Quién tiene entonces razón? ¿Quién es el culpable? Nadie. Vive mientras tengas vida, mañana morirás, lo mismo que yo, hace una hora, podía haber muerto. ¿Vale, pues, la pena atormentarse, cuando la vida no es más que un segundo en comparación con la eternidad?”