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—Perdóneme, patrón, pero el muchacho está en la playa gritando... ¿De veras va usted a dejarlo en tierra?

El segundo habla, observando con curiosidad el rostro de Juan. Luego se empina tratando de mirar por encima de su hombro, pero la mano recia del patrón del Luzbelle aparta de un empellón brutal, mientras le recrimina:

—¿Qué miras, estúpido? Lárgate a buscar al muchacho. Tráelo y, apenas esté a bordo, levamos anclas rumbo a donde sople el viento que más sople.

—Por el Nordeste hay señales de tormenta, patrón.

—¡Pues rumbo a la tormenta, y a toda vela! ¡Vete ya! Ha cerrado la puerta, volviendo a la desnuda litera de tablas... Allí está Mónica, inmóvil, la respiración fatigosa, entreabiertos los labios... Los rubios cabellos, que en el forcejeo se destrenzaran, son ahora como un nimbo dorado alrededor de la cabeza que se agita de cuando en cuando... Las manos se mueven débilmente, sube y baja el pecho con el ritmo desacompasado del corazón que quema la fiebre... Un momento la contempla así Juan, y luego se aleja en un brusco recrudecimiento de rencor y de cólera, exclamando:

—¡Mónica de Molnar... basura y farsa!

6

—¿ADONDE VAS? O mejor dicho, ¿adonde ibas? Porque no vas a cruzar esa puerta.

——No iba a ninguna parte. No sabia que dar unos pasos fuera un crimen. ¡Tu actitud es insoportable, Renato!

—Vuelve a sentarte donde estabas. ¿Quieres un plantador? ¿O prefieres el jugo de piña con champaña? Es delicioso, ¿sabes? Por algo bauticé con tu nombre esta bebida... ¡He dicho que te sientes!

Trémula de rabia, Aimée se ha dejado caer, más que sentarse, en el diván de raso. La noche cae ya, y desde que horas antes terminara la ceremonia de la boda están solos en aquellas habitaciones adornadas con tanto esmero para la luna de miel del amo de Campo Real. Junto a Renato, sobre la mesilla dorada, hay vasos y botellas: el mejor coñac de Francia, el más viejo ron de Jamaica, el más famoso vino Jerez de España, y de un cubo de hielo emerge el cuello dorado de dos botellas de champaña. Hay también una fresca jarra de jugo de piña con el que llena dos vasos que acaba de mediar de champaña.

—Haz el favor de acompañarme con la bebida de tu nombre: Aimée. "Eme"; amada... Bello significado el de tu nombre, ¿verdad? Amada... Me gustaba tanto, tanto, que pensé que se trataba de uno de esos aciertos ciegos del destino el que así te llamaras... Amada... Toma tu Aimée. Bebamos...

—¡No quiero beber!

—¿No quieres? ¡Qué raro! Siempre me dijiste que adorabas el champaña. Todavía me acuerdo de la noche de nuestra boda... ¡Cuántas copas de champaña llevaste a mis labios, cuántas...! —Y en tono imperioso, ordena—: ¡Bebe ahora... bebe!

—¡Déjame en paz! —se rebela Aimée en forma violenta—. Estás loco... loco o borracho.

—Borracho... —repite Renato en tono cáustico—. Eso ocurre cuando se bebe mucho champaña: está uno borracho, y por más que se empeña no puede recordar los detalles. Es un recurso maravilloso hacer beber a las gentes, envolver en las nubes doradas del champaña ciertas horas, para que apenas puedan recordarse...

—¿Qué tratas de decir? No entiendo nada, ni quiero entender. ¿Hasta dónde vas a llegar, Renato? ¡Me has enloquecido, me has atormentado, llevas horas bebiendo como un estúpido sin permitirme que me mueva de tu lado!

—Es tu sitio, junto a mí. ¿No eres mi esposa? Pues a mi lado es donde debes estar. ¿Y qué mejor sitio para estar a mi lado que esta preciosa alcoba? La sucursal del paraíso... el nido de amor que nos prepararon... las rosadas paredes que me vieron de rodillas frente a tu belleza... y frente a tu pureza... —Renato ríe con una risa breve y cruel.

—¡Renato... estás loco de verdad... estás peor que loco! —se espanta Aimée confusa y amedrentada.

—Sí, peor que loco: borracho. Borracho, como quisiste una vez que lo estuviera; borracho, pero con la mente más clara como no la tuve jamás... tan clara, que en ella las ideas queman a fuerza de brillar; borracho y feliz de poder celebrar contigo a solas, dignamente, la boda de nuestros hermanos... ¡Bebe conmigo... bebamos juntos por la felicidad de Mónica y de Juan!

Qué cerca ha estado, para Renato D'Autremont, el cielo del infierno, la felicidad de la desgracia, la divina embriaguez de su amor con esta duda cada vez más cruel, cada momento más amarga... nudo de espinas prendido en su garganta, flecha envenenada que de un solo golpe hiriera su orgullo. Su dignidad, su amor y su confianza... Como por un instinto de defensa rechaza la verdad, pero la verdad rebota como planta dañina a la que no ha sido posible arrancar las raíces... La sospecha se asoma en cada gesto, en cada palabra, en cada detalle... Y con la verdad, una como necesidad desesperada de lavar honra y corazón, un anhelo insensato de destruirlo todo, y más que todo, aquella belleza cálida, tentadora y fragante, aquella mujer a quien desesperadamente ama, pero a cuyos labios no puede acercarse porque la duda y el temor son demasiado grandes, porque su amor tiene ya ribetes de odio, porque ama demasiado para perdonar... Y al ver que Aimée, impávida, conserva la copa en la mano, apremia imperioso:

—¡Dije que bebieras!

—¡Déjame en paz! ¡Vete... déjame!

—No tienes más deseo que el de alejarme...

—¡No tengo más deseo que...!

—¿Que cuál? Acaba, dilo de una vez, di que quieres morir, que estás desesperada, que la conciencia no te deja vivir con sus reproches... Acaso te estoy molestando con mi curiosidad, pero no es en mí en quien piensas al desesperarte. Piensas en Juan, ¿verdad?

—¡Naturalmente que tengo que pensar! —salta Aimée vivamente—. ¡Es un bruto, un salvaje, y tú le has entregado a mi hermana!

—¿Yo, o tú?

—¡Tú... Tú...! Yo no quería sino que ese hombre se alejara, que se fuera para siempre, que nos dejara en paz... Eso es lo que has debido mandarle... ¡Que se fuera! Porque ese hombre...

—Ese hombre es mi hermano. ¿Lo has olvidado ya? ¡Mi hermano!

—¿Pero es cierta esa historia horrible?

—¿Te parecen horribles las historias de traiciones y de adulterios? Di lo que sientes... Grítalo de una vez... ¡Estalla en santa indignación si eres inocente!

Otra vez las manos de Renato se han cerrado sobre el cuello de Aimée. Otra vez sus ojos relampagueantes la miran muy de cerca como queriendo penetrarle el alma, y ella tiembla, helada de espanto, esquivando aquel gesto que le causa horror, al protestar:

—¡Renato! ¿Estás loco? ¿Quieres obligarme a pedir auxilio? ¿Quieres...?

—¡Quiero que confieses, que hables, que grites para salvar a Mónica, si es una inocente a quien has sacrificado!

—¡No lo es... No lo es! Pero es mi hermana. ¡Juan no tendrá piedad!

—No necesita tener piedad si la ama...

—¡Él no sabe amar!

—¿Cómo lo sabes? ¿De dónde le conoces? ¿Hasta dónde le conoces? ¡Contesta!

—¡Déjame! ¡Me lastimas, me haces daño! ¡Suéltame, Renato! ¡Voy a pedir socorro! ¡Voy a dar un escándalo!

—¡Ya lo has dado! ¡Grita si quieres; pide auxilio, llama...! Nadie va a acudir. ¡Nadie! Estás sola conmigo, y tienes que decir la verdad, toda la verdad, y pagarme después el precio de tu infamia.

—¡Socorro! —grita Aimée, desesperada—. ¡Vas a matarme! ¡Socorro...!

Alguien se ha aproximado, acudiendo a la llamada de auxilio, y golpea la puerta apremiante. Fuera de sí, Renato conmina al intruso, gritando:

—¡No pasa nada! ¡Lárguese el que sea!

—¡Abre, Renato! ¡Pronto! ¡Ábreme! —se oye la voz autoritaria de Sofía a través de la cerrada puerta.

Las manos de Renato han soltado a Aimée, que se desploma sobre el diván de raso. Luego, con paso incierto, va hacia la puerta, hace girar la llave y deja el paso franco a su madre, que indaga:

—¿Qué es esto, Renato?

Ha ido hacia su hijo, mirándole con ansia, con una interrogación ardiente en los ojos, que no hallan en los de su hijo sino la duda cruel, la incertidumbre torturante, la desesperación del que lucha en vano por encontrar la verdad... Y el noble rostro de la dama se vuelve severo, mientras Renato retrocede esquivando mirarlo... Captando en el aire aquella mirada, aferrándose a su única tabla de salvación, se alza Aimée, corriendo hacia la madre de su esposo:

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