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"Celestina, la encantadora y noble hija del conde, lloraba desconsoladamente, y se colgaba de mi cuello con sus amantes brazos. Juraba que se casaría conmigo, aunque yo no tuviese el eco más insignificante en este mundo. Sus ruegos, sus lágrimas, su desesperación fueron inútiles. Se nos separó. Ella languidecía en su hogar, y un año después dejaba de existir. Yo triste y solo, arrastrándome penosamente por el camino de la vida, busco el reposo que nos reúna en el reino de los bienaventurados. Allí la maldad no tiene imperio; allí los desgraciados encuentran la morada de la paz. Si quiere usted dirigir una mirada a estos planos que traigo en la cartera, podrá adquirir un eco en mejores condiciones que cualquiera de los que le ofrezcan en el mercado. Aquí hay uno que costó diez dólares hace treinta años. No hay maravilla igual en Tejas. Se la dejaré a usted por…

—Permítame usted que lo interrumpa. Hasta este momento, querido amigo mío, mi existencia ha sido un continuo martirio, causado por los agentes viajeros. He comprado una máquina de coser que no necesitaba, puesto que soy soltero. He comprado una carta geográfica que contiene falsedades hasta en sus datos más insignificantes. He comprado una campana que no suena. He comprado veneno para las ratas, y éstas lo prefieren a cualquier otro alimento, pues las engorda más que el mejor queso de Flandes. He comprado una infinidad de inventos impracticables. Es imposible sufrir más de lo que he sufrido. Aun cuando me regale usted sus ecos, no los quiero. ¿Ve usted ese fusil? Lo tengo para los viajantes de comercio. Aproveche usted la oportunidad, y huya antes de que la cólera me ciegue. No quiero derramar sangre humana.

Él sonrió dulcemente, con expresión de profunda tristeza, y entró en consideraciones de orden filosófico.

—Usted sabe —me dijo— que quien abre su puerta a un viajante de comercio, debe sufrir las consecuencias. El mal está hecho.

Discutimos, pues, durante una hora, y al cabo de ella, yo acabé por transigir. Compré un par de ecos de dos voces cada uno, en condiciones que no eran del todo malas. Para mostrarme su gratitud, el viajante me dio otro eco que, según me dijo, no tenía salida, pues sólo hablaba alemán. Había sido políglota, pero quedó reducido a aquel idioma gutural por desperfectos en el órgano de reflexión.

Mi reloj

My Match. An Instructive Little Tale (1870)

Un cuento instructivo

Mi excelente reloj anduvo como un reloj por espacio de un año y medio. No adelantaba ni atrasaba; no se detenía. Su máquina era el arquetipo de la exactitud. Llegué a juzgar que mi reloj era infalible en sus juicios acerca del tiempo. Se adueñó de mí la convicción de que la estructura anatómica de mi reloj era imperecedera. Pero no sospeché que algún día —o más bien, una noche— lo iba a dejar caer. El accidente me afligió y lo consideré un presagio de males mayores. Poco a poco logré serenarme y sobreponerme a mis presentimientos supersticiosos. No obstante, para mayor seguridad llevé mi reloj a la casa más acreditada en el ramo, con la intención de que lo revisara un especialista de indiscutida pericia. El jefe del establecimiento examinó minuciosamente el reloj y declaró:

—Atrasa cuatro minutos. Hay que mover el regulador.

Quise detener el impulso de aquel individuo y hacerle comprender que mi reloj no atrasaba. Fue inútil. Agoté todos los argumentos lógicos, pero el relojero insistía en que mi reloj atrasaba cuatro minutos y que, por consiguiente, se debía mover el regulador. Me agité angustiosamente, supliqué clemencia, imploré para que no se atormentase a esa máquina fiel y precisa. Pero el verdugo consumó &la e imperturbablemente su acto infame.

Tal como era previsible, el reloj empezó a adelantar. Cada día corría más. Pasó una semana y el apuro de mi reloj anunciaba una locura febril. inequívoca. El andar de la máquina se aceleró hasta alcanzar ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Y así pasaron otra semana, y otra, y otra. Pasaron dos meses y mi reloj dejó atrás a los mejores relojes de la ciudad. Dejó atrás las fechas del almanaque y tenla un adelanto de trece días. Siguió transcurriendo el tiempo, pero el de mi reloj siempre transcurría con mayor rapidez, hasta alcanzar una celeridad vertiginosa. Aún no daba octubre su último adiós para despedirse y ya mi reloj estaba a mediados de noviembre, disfrutando de los atractivos de las primeras nevadas. Pagué anticipadamente el alquiler de la casa; pagué los vencimientos que no habían llegado a su fecha; hice mil desembolsos por el estilo, al punto de que la situación llegó a presentar caracteres alarmantes. Fue indispensable recurrir nuevamente al relojero.

Este individuo me preguntó si ya se habla hecho alguna compostura al reloj. Respondí que no, como era verdad, pues jamás había requerido intervención alguna. El relojero me miró con júbilo perverso y abrió la tapa de la máquina. De inmediato colocó delante de uno de sus ojos no sé qué instrumento diabólico de madera negra y examinó el interior de¡ excelente mecanismo.

—Resulta indispensable limpiar y aceitar la máquina —dijo el experto— La arreglaremos después. Vuelva dentro de ocho días.

Mi reloj fue aceitado y limpiado; fue arreglado.

A consecuencia de ello comenzó a marchar con lentitud, como una campana que suena a intervalos largos y regulares. No acudí a las citas, perdí trenes, me retrasé en los pagos. El reloj me decía que faltaban tres días para un vencimiento, y el documento era protestado. Llegué gradualmente a vivir en el día anterior al real, luego en la antevíspera, más tarde con una semana de atraso y finalmente en la quincena que precedía a la fecha respectiva.

Era el mío el caso de un descuidado, de un solitario que se había aislado de quienes llevaban una existencia normal, de cuya sociedad me iba distanciando poco a poco hasta quedar instalado en una zona remota del tiempo. Empecé a sentirme identificado con la momia del museo y a menudo me aproximaba a ella para comentar los últimos acontecimientos. Volví a poner mis esperanzas en la intervención de un relojero.

Este individuo desarmó la máquina puso las partes constitutivas ante mi vista y acabó por explicarme que el cilindro estaba hinchado. Pidió tres días para reducir aquel órgano fundamental a sus dimensiones normales. Una vez reparado, el reloj comenzó a indicar la hora media, pero se obstinó en no proporcionarme indicación más precisa. Al aplicar el oído creí percibir en el interior de la máquina ruidos semejantes a ronquidos y ladridos, a resoplidos y estornudos. Mis pensamientos se extraviaron de su cauce normal. ¿Qué reloj era ése que me perturbaba a tal punto? Al mediodía se superaba la crisis. Por la mañana había sobrepasado a todos los relojes del barrio: por la tarde se adormecía o divagaba en ensueños quiméricos, y todos los relojes lo dejaban atrás. Al cabo de las veinticuatro horas diarias de la revolución que sigue nuestro Maneta, un juez imparcial hubiera dicho que mi reloj se mantenía dentro de los justos límites de la verdad. Pero el tiempo medio en un reloj es como la virtud a medias en una persona. Yo acompañaba a mi reloj y me resultaban insoportables sus alteraciones cotidianas. Decidí acudir a otro relojero.

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