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El nuevo experto dictaminó que estaba roto el espigón de escape del áncora. ¿Eso era todo? Exterioricé la infinita alegría que rebozaba de mi corazón. Debo reconocer en esta nota confidencial que, yo no sabía en absoluto qué era el espigón de escape del áncora; pero me contuve para no dejar la impresión de ignorancia ante un extraño. Se hizo la compostura. Mi desdichado reloj perdió por un lado lo que ganó por el otro. En efecto, partía al galope y se detenía súbitamente; volvía a iniciar la carrera y se paraba de nuevo, sin que le importara, esa regularidad de movimientos que constituye la principal cualidad de un reloj respetable. Siempre que daba uno de aquellos saltos percibía en el bolsillo una vibración tan intensa como si un fusil hubiese reculado al dispararse. En vano hice poner un forro de algodón en el chaleco. Era necesario adoptar medidas mucho más heroicas para aminorar efecto tan explosivo. Recurrí a otro relojero.

Este último apeló a su lente, desmontó el reloj y tomó las piezas con la pinza, como hablan hecho sus colegas. Después de la obligada pericia me informó:

—Habrá dificultades con el regulador.

Devolvió el regulador a su sitio y procedió a limpiar toda la máquina. El reloj marchaba perfectamente bien. Sólo había un detalle intrascendente, que alteraba su comportamiento: cada diez minutos, invariablemente, las agujas se adherían como las hojas de una tijera y mostraban la más decidida Intención de seguir juntas. ¿Qué filósofo, por inmensa que fuese su sabiduría, podía enterarse de la hora con un reloj de tal especie? Fue indispensable remediar los contratiempos de un estado tan desastroso.

—El cristal —me indicó la persona caracterizada por sus méritos a quien acudí en busca de auxilio—, es el cristal y nada más que el cristal. Allí está la causa de lo que Ud. atribuye a las agujas. Si éstas no pueden girar libremente, se traban. Además hay que reparar algunas rueditas… en realidad, casi todas.

El relojero demostró considerable tino, y desde entonces la máquina comenzó a funcionar con toda regularidad. ¡Dios bendiga al relojero! Pero debo' señalar un hecho muy singular: después de llevar cinco o seis horas el reloj en el bolsillo de mi chaleco, advierto inesperadamente que las agujas giran en forma vertiginosa, al punto de que ya no puedo identificarlas con exactitud. Sobre el cuadrante, sólo se veta algo así como una sutil telaraña en movimiento. En apenas seis o siete minutos el reloj cumplió la tarea que en sus congéneres normales requiere veinticuatro horas.

Con el corazón deshecho, acudí a otro experto. Mientras el relojero examinaba el mecanismo, por mi parte me dediqué a examinar al relojero. Mi atención no le iba en zaga a la suya. Al terminar la pericia, me dispuse a someterlo a un severo interrogatorio, pues no se trataba de una cuestión negligible. El reloj me costó doscientos dólares cuando lo obtuve en el establecimiento en que me lo vendieron, y ya llevaba gastados en reparaciones la suma de tres mil adicionales. Sin embargo, una circunstancia modificó mis propósitos. En aquel relojero acababa de reconocer a un viejo conocido, a uno de los miserables con los que me habla encontrado en el camino de mi calvario. No habla duda: ese individuo era más diestro en clavar remaches a una locomotora de tercera mano que en componer un reloj. El bandido procedió a su examen, tal como he dicho, y pronunció su veredicto con la certidumbre propia de los miembros del gremio:

—De esta máquina podría decirse que produce mucho vapor. Hay que dejar abierta la válvula de seguridad.

—Así que la válvula de seguridad! Eres un inútil.

Le apliqué tal golpe en la cabeza que el delincuente murió en el acto. No pude contenerme. En consecuencia debí pagar los gastos de sepelio,

Cuánta razón tenía mi tío William —que Dios lo tenga en su gloria— cuando decía que un caballo es bueno hasta que adquiere su primera maña y que un reloj deja de servir en el mismo momento en que los relojeros le hacen la primera compostura.

Me preguntabas, querido tío, qué oficio adoptan los zapateros, herreros, armeros, mecánicos y plomeros que fracasan en su elección inicial. ¿Sabes qué oficio adoptan, querido tío? Pregúntaselo a mis tres mil dólares gastados en hacer inservible un excelente reloj.

El gato de Dick Baker

Dick Baker's Cat

Uno de los camaradas que allí tuve, otra víctima de dieciocho años de penosos esfuerzos nunca recompensados y de esperanzas frustradas, era una de las almas más candidas que nunca hayan cargado pacientemente con su cruz en un agotador exilio; me refiero al serio y sencillo Dick Baker, buscador de oro en el barranco del Caballo Muerto. Tenía cuarenta y seis años, era gris como una rata, adusto, reflexivo, de cultura poco pulida, indumentaria descuidada y siempre estaba sucio de barro; pero su corazón estaba hecho de un metal más noble que todo el oro que su pala hubiera logrado sacar a la luz… más noble incluso que el mejor oro que nunca se haya podido arrancar a la tierra o acuñar.

Siempre que estaba de mala racha y un poco decaído, le daba por lamentarse de la pérdida de un gato maravilloso que había tenido en otros tiempos (porque allí donde no hay mujeres ni niños, los hombres de inclinaciones bondadosas se encariñan con alguna mascota, ya que necesitan volcar su afecto en algo). Cuando hablaba de la singular astucia de aquel gato, se veía que en su fuero interno estaba convencido de que aquel animal tenía algo de humano… o incluso de sobrenatural.

Yo le oí hablar de su gato en una ocasión. Y lo que contó fue lo siguiente:

—Caballeros, en otra época tuve un gato que respondía al nombre de Tomás Cuarzo y que, creo yo, les habría interesado… porque casi todo el mundo lo encontraba interesante. Ocho años lo tuve conmigo, y era el gato más extraordinario que he visto en mi vida. Era un gatazo gris con más sentido común que cualquier hombre de este campamento; y con tanta dignidad y poderíoque ni al mismísimo gobernador de California le hubiera permitido tomarse confianzas con él. En su vida atrapó una sola rata, no señor, no se dignaba hacer esas cosas. Nunca demostró interés por nada que no fuera la minería. Sabía más de minería, ese gato, que cualquier hombre de cuantos he conocido. No lepodías explicar nada que no supiera sobre lavaderos de oro, y en cuanto a la explotación de bolsas, bueno, era como si hubiera nacido para dedicarse a ello. Se ponía a escarbar con Jim y conmigo cuando salíamos a hacer prospecciones por los montes, y si nos alejábamos ocho kilómetros, ocho kilómetros venía trotando detrás de nosotros. Además tenía un ojo clínico para los terrenos de laboreo, era algo nunca visto. Cuando nos poníamos a trabajar, echaba una ojeada a su alrededor y, si los indicios no le daban buena espina, nos miraba como diciendo: «Bueno, ustedes sabrán disculparme», y sin una palabra más levantaba la nariz y echaba a andar hacia casa. Pero si el terreno escogido le parecía bien, se tumbaba y no rechistaba hasta que lavábamos la primera batea, y entonces se acercaba a echar un vistazo, y si había allí seis o siete pepitas de oro, se daba por satisfecho... no aspiraba a una prospección mejor que aquélla; luego se tumbaba sobre nuestros abrigos y se ponía a roncar como un barco de vapor hasta que dábamos con la bolsa; entonces se levantaba para dirigirnos. Eso sí que no le daba ninguna pereza.

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