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"Mi tío reflexionó. Un nuevo desengaño lo mataría. Resolvió entonces tomar como objeto de su experiencia algo que nadie coleccionaría. Pesó cuidadosamente el pro y el contra de la decisión que iba a tomar, y una vez más bajó a la arena para luchar con denuedo. Se había propuesto iniciar una colección de ecos.

—¿De qué? —pregunté.

—De ecos, señor; de ecos. Primero compró un eco de Georgia. Era un eco de cuatro voces. Después compró uno de seis en Maryland. Hecho esto, tuvo la fortuna de encontrar uno de trece repeticiones en Maine. En Tennessee le vendieron, muy barato, uno de catorce, y se lo vendieron barato porque necesitaba reparaciones, pues una parte de la roca de reflexión estaba partida y se había caído. Supuso que, mediante algunos millares de dólares, podría reconstruir la roca y elevarla para aumentar su poder de repetición. Desgraciadamente, el arquitecto no había hecho jamás un solo eco, y en vez de perfeccionar el de mi tío, lo echó a perder completamente. Antes de que se emprendiera el trabajo el eco hablaba más que una suegra; después podía confurdírselo con una escuela de sordomudos. Mi tío no se desanimó y compró un lote de ecos de dos golpes, diseminados en varios Estados y territorios de la Unión. Obtuvo un descuento del 20 por 100, en atención a que compraba todo el lote. La fortuna empezó a sonreírle, pues encontró un eco que era un cañón Krupp. Estaba situado en Oregón, y le costó una fortuna. Usted sabrá, sin duda, que en el mercado de ecos, la escala de precios es acumulativa, como la escala de quilates en los diamantes. Las expresiones son casi las mismas en uno y otro comercio. El eco de un quilate vale diez dólares más que el terreno en que está situado. Un eco de dos quilates, o voces, vale treinta dólares, más el precio del terreno; un eco de cinco quilates vale novecientos cincuenta dólares; uno de diez, trece mil dólares. El eco que mi tío tenía en Oregón, bautizado por él con el nombre de "Eco Pitt", porque competía con el célebre orador, era una piedra preciosa de veintidós quilates, y le costó ciento dieciséis mil dólares. El terreno salió libre, porque estaba a cuarenta millas de todo lugar habitado.

"Yo entretanto había seguido un sendero de rosas. Era el afortunado pretendiente de la única y bellísima hija de un lord inglés, y estaba locamente enamorado. En la cara presencia de la beldad, mi existencia era un océano de ventura. La familia me recibía bien, pues se sabía que yo sería el único heredero de mi tío, cuya fortuna pasaba de cinco millones de dólares. Por otra parte, todos ignorábamos que mi tío se hubiese hecho coleccionista, o, por lo menos, lo creíamos poseído de una afición inofensiva, hija del deseo de buscar las emociones del arte.

"Pero sobre mi cabeza inocente se acumulaban las nubes tempestuosas del infortunio. Un eco sublime, conocido después en el mundo con el nombre del Kohinoor o "Montaña de la Repetición Múltiple", acababa de ser descubierto por los exploradores. ¡Era una joya de sesenta y cinco quilates! Parece fácil decirlo. Pronunciaba usted una palabra, y si no había tempestad, oía usted esa palabra durante quince minutos. Pero aguarde usted. A la vez surgió otro hecho. ¡Había un rival! Cierto coleccionista se levantaba frente a mi tío, en actitud amenazadora. Ambos se precipitaron para concluir aquel negocio único. La propiedad se componía de dos colinas, con un valle de poca profundidad que las separaba. Quiso la suerte que los dos compradores llegaran simultáneamente a aquel paraje remoto del Estado de Nueva York. Mi tío ignoraba la existencia y pretensiones de su enemigo. Para mayor desgracia, el eco era de dos propietarios: el señor Williamson Bolívar Jarvis poseía la colina oriental, y la otra estaba situada en un terreno del señor Harbison J. Bledso. La línea divisoria pasaba por la cañada intermedia. Mi tío compró la colina de Jarvis por tres millones doscientos ochenta y cinco mil dólares; en el mismo instante, el rival compraba la colina de Bledso por una suma algo mayor.

"No le será a usted muy difícil darse cuenta de lo que seguiría. La mejor y más admirable colección de ecos se había truncado para siempre, mutilado como estaba el rey de los ecos del universo. Ninguno de los dos coleccionistas quiso ceder, y ninguno de los dos consideraba de valor la parte de eco que había adquirido. Se profesaron desde entonces un odio cordial; disputaron; hubo amenazas por una y por otra parte. Finalmente, el coleccionista enemigo, con una maldad que sólo es concebible en un coleccionista, y eso cuando quiere dañar a su hermano en aficiones, empezó a demoler la colina que había comprado.

"Quería todo el eco para sí; nada dejaría en manos del enemigo. Quitando su colina y llevándosela, el eco de mi tío quedaría sin eco. Mi tío pretendió oponerse. El malvado repuso: 'Soy propietario de la mitad del eco, y me place suprimirla. Usted es dueño de la otra mitad, y puede hacer con ella lo que le convenga'.

"La oposición de mi tío fue llevada ante un tribunal. La parte contraria apeló ante un tribunal de orden más elevado. De allí pasó el asunto a un tercer tribunal, y así sucesivamente hasta llegar a la Corte Suprema de los Estados Unidos. Esto no dio claridad al negocio. Dos de los magistrados del Tribunal Supremo dictaminaron que un eco es propiedad mueble, por no ser visible ni palpable. Se lo puede vender y cambiar; se le puede imponer una contribución, independientemente del fondo en que produce su sonido. Otros dos magistrados opinaron que un eco es inmueble, pues no se lo puede separar del terreno a que se halla adherido. Los miembros que no eran de uno u otro parecer declararon que un eco no constituye propiedad mueble o inmueble, y que no se lo puede hacer objeto lícito de un contrato.

"La resolución final dejó establecido como verdad legal que el eco es propiedad y las colinas también; que los dos coleccionistas eran propietarios, distintos e independientes, cada uno de la colina que había comprado, pero que el eco es una propiedad invisible, por lo que el demandado tenía pleno derecho para la demolición de su colina, puesto que le pertenecía en plena propiedad, si bien debía pagar una indemnización calculada sobre la base de tres millones de dólares por los daños que pudieran resultar a la parte de eco perteneciente al demandante. En el mismo fallo se prevenía a mi tío que no podía hacer uso de la colina de la parte contraría para la reflexión de su eco sin el consentimiento del interesado. Si el eco de mi tío no funcionaba, el tribunal lo sentía mucho, pero no podía remediar la situación, derivada de un estado de derecho. A su vez el otro propietario debía abstenerse de emplear la colina de mi tío con el mismo fin de reflejar sonidos reflejados primero en su propia colina, a menos que se le diese el consentimiento del caso. Naturalmente, ninguno de los dos quiso dar ese consentimiento en favor del vecino y adversario. El noble y maravilloso eco, soberano de todos los ecos, dejó de resonar con su voz grandiosa. La inestimable propiedad quedó sin uso ni valor.

"Faltaba una semana para la boda, y estaba yo más engolfado que nunca, nadando en el piélago de mi ventura, cuando llegó la noticia de la muerte de mi tío. Toda la nobleza de los alrededores y de otras muchas partes del reino se preparaba para asistir a mi unión con la hija del ilustre conde. Pero, ¡ay!, mi bienhechor había desaparecido. Todavía hoy siento el corazón atribulado, recordando aquel momento. A la vez que la noticia de la defunción, llegó el testamento del difunto. Yo era su heredero universal. Tendí el pliego al conde para que lo leyera. Yo no podía hacerlo, pues el llanto nublaba mis ojos. El noble anciano leyó aquel documento, y me dijo con tono severo: '¿A esto llama usted riqueza? Tal vez lo sea en el vanidoso país de donde usted procede. Veo, caballero, que la única herencia de usted es una inmensa colección de ecos, si se puede llamar colección algo que está disperso en todo un continente. Aún hay más: las deudas de usted le llegan hasta arriba de las orejas. Todos los ecos están hipotecados. Yo no soy duro ni egoísta, pero debo velar por el porvenir de mi hija. Si usted fuera dueño siquiera de un solo eco libre de todo gravamen, si pudiera usted retirarse con mi hija a vivir tranquilo en un rincón apartado y ganar el sustento, cultivando humilde y penosamente ese eco, yo daría de buena gana mi consentimiento para el matrimonio; pero usted está en las fronteras de la mendicidad, y yo sería un criminal si le diera a mi hija. Parta usted, caballero. Llévese usted sus ecos hipotecados, y le ruego que no se presente más en esta casa'.

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