—¡Suelta amarras, Jim; todo está arreglado!
Pero nadie me respondió ni salió del wigwam. ¡Jim había desaparecido! Pegué un grito y luego otro y otro, y me puse a correr por el bosque arriba y abajo pegando voces y gritos, pero para nada: Jim había desaparecido. Entonces me senté y me eché a llorar; no pude evitarlo. Pero no me pude quedar sentado mucho tiempo. Al cabo de un rato volví al camino tratando de pensar lo que tendría que hacer, me encontré con un muchacho que iba andando y le pregunté si había visto a un negro desconocido vestido de tal y tal forma, y él va y dice:
—Sí.
—¿Dónde? —pregunté.
—Por la casa de Silas Phelps, dos millas más abajo. Es un esclavo fugitivo y lo han pescado. ¿Lo estabas buscando?
—¡Y tanto! Me lo encontré en el bosque hace una o dos horas y me dijo que si gritaba me iba a sacar los hígados y que me quedase quieto, donde estaba, que es lo que he hecho. Allí he estado desde entonces, porque me daba miedo salir.
—Bueno —va y dice él—, ya no tienes que tenerle miedo porque lo han pescado. Se fugó de no sé dónde en el Sur.
—Menos mal que lo han agarrado.
—¡Hombre, y tanto! Daban una recompensa de doscientos dólares por él. Es como encontrarse dinero en el suelo.
—Sí, es verdad, y podría haber sido mío si yo hubiera sido mayor. Yo lo vi primero. ¿Quién lo pescó?
—Un tipo raro, un desconocido, que vendió su derecho a él por cuarenta dólares porque tiene que ir río arriba y no puede esperar. ¡Imagínate! Pues yo sí que esperaría aunque fueran siete años.
—Lo mismo digo yo —respondí—. Pero a lo mejor es que sus derechos no valen tanto si los vende por tan poco. A lo mejor es que ahí hay algo que no es legal.
—Pues te digo que no, que es de lo más legal. Yo mismo he visto el anuncio de la recompensa. Da todos los detalles de él, hasta el último, como si fuera en un cuadro, y dice de qué plantación viene, más allá de Nueva Orleans. No, señor, ya puedes apostar a que no hay nada raro. Oye, dame tabaco para mascar, ¿tienes?
No me quedaba nada, así que se marchó. Fui a la balsa y me senté en el wigwam a pensar. Pero no se me ocurría nada. Pensé hasta que me dolió la cabeza, pero no veía forma de salir de aquel problema. Después de todo el viaje y lo que habíamos hecho por aquellos desalmados, todo se había terminado, todo se había deshecho y destrozado, porque habían tenido la mala sangre de jugarle una pasada así a Jim y volver a convertirlo en un esclavo para toda su vida, y encima entre desconocidos, por cuarenta sucios dólares.
Una vez me dije que sería mil veces mejor que Jim fuera esclavo en casa, donde estaba su familia, si es que tenía que ser esclavo, así que mejor sería escribirle una carta a Tom Sawyer para que dijese a la señorita Watson dónde estaba. Pero en seguida renuncié a la idea por dos cosas: estaría indignada y enfadada por su mala fe y su ingratitud al escaparse de ella, así que lo volvería a vender río abajo, y si no, todo el mundo desprecia naturalmente a un negro ingrato y se lo recordarían a Jim todo el tiempo, para que se sintiera desgraciado y deshonrado. Y, ¡qué pensarían de mí! Todo el mundo se enteraría de que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir la libertad, y si volvía a ver a alguien del pueblo tendría que ser para agacharme a lamerle las botas de vergüenza. Así son las cosas: alguien hace algo que está mal y después no quiere cargar con las consecuencias. Se cree que mientras pueda esconderse no tendrá que pasar vergüenza. Y ésa era mi situación. Cuanto más lo estudiaba más me remordía la conciencia, y más malvado, rastrero y desgraciado me sentía. Y, por fin, cuando de repente me di cuenta del todo de que era la mano de la Providencia que me daba en la cara y me decía que mi maldad era algo conocido de siempre allá en el cielo, porque le había robado su negro a una pobre vieja que nunca me había hecho nada malo, y ahora me demostraba que siempre hay Alguien que lo ve todo y que no permite que se hagan esas maldades más que hasta un punto determinado, casi me caí al suelo de miedo que me dio. Bueno, hice todo lo que pude para facilitarme las cosas diciéndome que me habían criado mal, de manera que no era todo culpa mía, pero dentro de mí había algo que repetía: «Estaba la escuela dominical y podrías haber ido; y si hubieras ido te habrían enseñado que a la gente que hace las cosas que tú has hecho por ese negro le espera el fuego eterno».
Aquello me hizo temblar. Y decidí ponerme a rezar y ver si podía dejar de ser un mal chico y hacerme mejor. Así que me arrodillé. Pero no me salían las palabras. ¿Por qué no? No valía de nada tratar de disimulárselo a Él. Ni a mí tampoco. Sabía muy bien por qué no salían de mí. Era porque mi alma no estaba limpia; era porque no me había arrepentido; era porque estaba jugando a dos paños. Hacía como si fuera a renunciar al pecado, pero por dentro seguía empeñado en el peor de todos. Trataba de obligar a mi boca a decir que iba a hacer lo que estaba bien y lo que era correcto y escribir a la dueña de aquel negro para comunicarle dónde estaba; pero en el fondo sabía que era mentira, y Él también. No se pueden rezar mentiras, según comprendí entonces.
De manera que estaba lleno de problemas, todos los problemas del mundo, y no sabía qué hacer. Por fin tuve una idea y me dije: «Voy a escribir la carta y después intentaré rezar». Y, bueno, me quedé asombrado de cómo me volví a sentir ligero como una pluma inmediatamente, y sin más problemas. Así que agarré una hoja de papel y un lápiz, sintiéndome muy contento y animado, y me senté a escribir:
«Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas abajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar.
»HUCK FINN»
Me sentí bien y limpio de pecado por primera vez en toda mi vida y comprendí que ahora ya podía rezar. Pero no lo hice inmediatamente, sino que puse la hoja de papel a un lado y me quedé allí pensando: pensando lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así y lo cerca que había estado yo de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje río abajo yvi a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces a la luz de la luna, otras veces en medio de tormentas, y cuando bajábamos flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero no sé por qué parecía que no encontraba nada que me endureciese en contra de él, sino todo lo contrario. Le vi hacer mi guardia además de la suya, en lugar de despertarme, para que yo pudiera dormir más, y vi cómo se alegró cuando yo volví en medio de la niebla, y cuando volvimos a encontrarnos otra vez en el pantano, allá lejos donde la venganza de sangre, y todos aquellos momentos, y cómo siempre me llamaba su niño y me acariciaba y hacía todo lo que podía por mí, y lo bueno que había sido siempre, hasta que llegué al momento en que lo había salvado cuando les dije a los hombres que teníamos la viruela a bordo y lo agradecido que estuvo y que había dicho que yo era el mejor amigo que tenía en el mundo el viejo Jim, y el único que tiene ahora, y después, cuando miraba al azar de un lado para el otro, vi la hoja de papel.