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Se quedaron callados un momento pensándolo; después el rey va y dice, como recordando algo:

—¡Vaya! ¡Y nosotros creíamos que lo habían robado los negros! ¡Yo me puse nerviosísimo!

—Sí —dice el duque, así como lentamente y sarcástico—, eso pensábamos.

Al cabo de medio minuto el rey suelta:

—Por lo menos, eso pensaba yo.

El duque dice, con el mismo tono:

—Por el contrario, lo pensaba yo.

El rey se irrita y dice:

—Mira, Aguassucias, ¿a qué te refieres?

Y el duque contesta, muy firme:

—Si nos ponemos en eso, quizá me permitas preguntarte a qué te referías tú.

—¡Caray! —dice el rey, muy sarcástico—, pues no lo sé: a lo mejor estabas dormido y no sabías lo que hacías.

Entonces el duque se enfadó de verdad y contestó:

—Bueno, basta ya de estupideces. ¿Me tomas por un imbécil? ¿Te crees que no sé quién escondió el dinero en el ataúd?

—¡Sí, señor! ¡Sé que lo sabes porque lo hiciste tú mismo!

—¡Mentira! —y el duque se le echa encima. El rey grita:

—¡Quita esas manos! ¡Suéltame el cuello! ¡Lo retiro todo!

El duque va y dice:

—Bueno, primero tienes que confesar que escondiste aquel dinero, y que te proponías separarte de mí un día de éstos y volver y desenterrarlo para quedártelo todo.

—Hombre, un minuto, duque: respóndeme a esta pregunta, con toda sinceridad: si no pusiste tú allí el dinero, dilo y te lo creo y retiro todo lo que he dicho.

—Viejo sinvergüenza, no fui yo y tú lo sabes. ¡Que quede claro!

—Bueno, entonces te creo. Pero contéstame sólo una cosa más, y no te enfades. ¿No se te ocurrió llevarte el dinero y esconderlo?

El duque se quedó un momento en silencio y respondió:

—Bueno, no importa que se me ocurriera o no, porque en todo caso no lo hice yo. Pero a ti no sólo se te ocurrió, sino que lo hiciste.

—Que me muera si fui yo, duque, y te lo digo de verdad. No te digo que no fuera a hacerlo, porque sería mentira, pero tú —o quien fuera— te me adelantaste.

—¡Mentira! Fuiste tú y tienes que decirlo o…

El rey empezó a gorgotear y luego jadeó:

—¡Basta! ¡Confieso!

Me alegré mucho cuando lo dijo; me hizo sentir mucho más tranquilo que antes. Así que el duque le quitó las manos de encima y dice:

—Si lo vuelves a negar, te ahogo. Está muy bien que te quedes ahí sentado llorando como un niño. Es lo que te corresponde después de lo que has hecho. En mi vida he visto ni a un avestruz que se lo tragara todo, y yo confiando en ti todo el tiempo, como si fueras mi propio padre. Debería darte vergüenza haberte quedado ahí y oír cómo le echaban la culpa a un montón de pobres negros, sin decir ni una palabra por ellos. Me siento ridículo recordando que fui tan imbécil que me creí aquella estupidez. Maldito seas, ahora entiendo por qué estabas tan dispuesto a arreglar lo del dénficit: querías quedarte con el dinero que yo había sacado del «sin par» y con una cosa y otra quedarte con todo.

El rey va y dice, todo tímido y todavía con voz jadeante:

—Pero, duque, fuiste tú el que dijiste lo de compensar el dénficit, no yo.

—¡Cállate! ¡No quiero oírte ni una palabra! —dice el duque—. Y ahora mira lo que has conseguido. Han recuperado todo el dinero, y encima el nuestro, salvo unas perras. ¡Vete a dormir y no me vuelvas a hablar de dénficit ni no dénficit en toda tu vida!

Así que el rey volvió al wigwam y buscó compañía en su botella, y poco después el duque empezó a darle a la suya, y al cabo de una media hora volvían a estar tan amigos, y cuanto más amigos más cariñosos, hasta que quedaron roncando, abrazados el uno al otro. Los dos se pusieron muy parlanchines, pero vi que el rey no lo estaba tanto como para olvidarse de que no tenía que repetir que no había sido él quien había escondido la bolsa con el dinero. Aquello me hizo sentir tranquilo y satisfecho. Naturalmente, cuando se pusieron a roncar nosotros estuvimos hablando mucho rato y se lo conté todo a Jim.

Capítulo 31

Durante días y días no nos atrevimos a parar en ningún otro pueblo, sino que seguimos bajando por el río. Ya habíamos llegado al Sur, donde hacía calor y estábamos muy lejos de casa. Empezamos a encontrar árboles llenos de musgo negro, que les caía de las ramas como grandes barbas grises. Era la primera vez que los veía, y aquello daba al bosque un aspecto solemne y triste. Los sinvergüenzas calcularon que ya estaban fuera de peligro y empezaron a trabajar otra vez en los pueblos.

Primero dieron una conferencia sobre la templanza; pero no sacaron lo suficiente para emborracharse los dos. Después, en otro pueblo pusieron una escuela de baile, pero bailaban peor que un canguro, así que a la primera pirueta el público se les echó encima y los expulsó del pueblo. Otra vez quisieron dar lecciones de locución, pero no «locucionaron» mucho, porque el público se levantó y los empezó a maldecir e hizo que se marchasen. Probaron a hacer de misioneros, hipnotizadores, médicos, echadores de la buenaventura y un poco de todo, pero parecía que no tenían suerte. Así que, por fin, se quedaron prácticamente sin dinero y no hacían más que estar tumbados en la balsa mientras ésta bajaba flotando, pensando y pensando, sin decir ni una palabra en todo el día, tristísimos y desesperados.

Por fin empezaron a cambiar y se pusieron a hablar en el wigwamen tono bajo y confidencial dos o tres horas seguidas. Jim y yo nos pusimos nerviosos. No nos gustaba aquello. Pensamos que estarían estudiando alguna faena peor que las anteriores. Lo hablamos muchas veces y por fin decidimos que iban a atracar la casa o la tienda de alguien o que pensaban falsificar dinero, o algo parecido. Entonces nos dio mucho miedo y decidimos que no tendríamos nada que ver con aquello, y que si se presentaba la menor oportunidad nos despediríamos a la francesa y los abandonaríamos. Bueno, una mañana a primera hora escondimos la balsa en un buen sitio a seguro, a unas dos millas por debajo de una aldea que se llamaba Pikesville, y el rey fue a tierra y nos dijo a todos que siguiéramos escondidos mientras él iba al pueblo a ver si alguien se había enterado ya de lo que era «La Realeza Sin Par» («una casa que robar, a eso te refieres», me dije yo, «y cuando termines de robarla vas a volver y te vas a preguntar qué ha sido de mí y de Jim y de la balsa, y ya puedes esperarnos sentados»). Y dijo que si no volvía al mediodía, el duque y yo sabríamos que todo iba bien y tendríamos que reunirnos con él.

Así que nos quedamos donde estábamos. El duque estaba nervioso, sudoroso y de pésimo humor. Nos reñía por todo y nada de lo que hacíamos le parecía bien; todo lo encontraba mal. Desde luego que estaban preparando algo. Me alegré mucho cuando llegó el mediodía y no había vuelto el rey; ahora iban a cambiar las cosas, y a lo mejor encima se presentaba una oportunidad. Así que el duque y yo fuimos al pueblo y nos pusimos a buscar al rey; al cabo de un rato lo encontramos en la trastienda de una taberna de mala muerte, medio bebido, con un montón de borrachos que lo provocaban para divertirse mientras él los maldecía y los amenazaba con todas sus fuerzas, tan bebido que no podía ni andar ni hacerles nada. El duque se metía con él por ser un viejo idiota y el rey le respondía, así que en cuanto vi que aquello se calentaba, me fui a toda mecha y corrí por el camino del río abajo como un ciervo, porque había visto nuestra oportunidad y decidí que ya podían esperarnos sentados antes de volver a vernos a Jim y a mí. Llegué sin aliento pero contentísimo y grité:

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