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Cuando llegaron se metieron en el cementerio y lo llenaron de una oleada. Y al llegar a la tumba vieron que tenían cien veces más palas de las que necesitaban, pero a nadie se le había ocurrido traer un farol. Pero de todos modos se pusieron a cavar a la luz de los relámpagos y enviaron a alguien a la casa más cercana, que estaba a media milla, a buscar una luz.

Así que cavaron y siguieron cavando como forzados, y la noche se puso negra como boca de lobo y empezó a llover y el viento silbaba y rugía y los relámpagos se veían cada vez más claros mientras tamborileaban los truenos; pero aquella gente no hacía ni caso de entusiasmada que estaba con el asunto; y tan pronto se veía todo y las caras de todo el mundo en aquella multitud con las paletadas de tierra que salían de la tumba, como al segundo siguiente la oscuridad lo borraba todo y no se veía nada en absoluto.

Por fin sacaron el ataúd y empezaron a desatornillar la tapa, y la gente se amontonó tanto dándose codazos y empujones para coger sitio y mirar lo que pasaba como nunca he visto en mi vida, y aquello, en medio de la oscuridad, resultaba terrible. Hines me hizo mucho daño en la muñeca a fuerza de tirar de ella, y calculo que se había olvidado de mi existencia, de nervioso y jadeante que estaba.

De pronto, los relámpagos lo iluminaron todo con una luz blanca y alguien gritó:

—¡Por Dios vivo, ahí está la bolsa de oro, en el pecho!

Hines lanzó un aullido, igual que todos los demás, y me soltó la muñeca mientras pegaba un empujón para abrirse camino a mirar, y os aseguro que nunca se ha visto a nadie salir disparado como yo en busca del camino en la oscuridad.

Tenía el camino para mí solo y prácticamente fui volando; por lo menos lo tenía para mí solo, salvo aquellas tinieblas densas y los relámpagos de vez en cuando y el golpeteo de la lluvia y las ráfagas de viento y el cañonazo de los truenos, ¡y podéis creerme si digo que corrí con toda mi alma!

Cuando llegué al pueblo, vi que no había nadie con aquella tormenta, así que no busqué callejas escondidas, sino que seguí corriendo por la calle principal, y cuando empecé a llegar hacia donde estaba nuestra casa guiñé los ojos y la vi. Ni una luz; la casa estaba toda oscura, lo que me hizo sentir triste y desencantado, no sé por qué. Pero por fin, justo cuando pasaba al lado, ¡se enciende de repente la luz en la ventana de Mary Jane! Y me empezó a palpitar el corazón como si me fuera a reventar, y un segundo después la casa y todo lo demás habían quedado detrás de mí en la oscuridad y ya nunca volvería a verla en este mundo. Era la mejor chica que he visto en mi vida, y la más valiente.

En cuanto estuve lo bastante lejos del pueblo para ver que podía llegar al banco de arena, empecé a buscar atentamente un bote que tomar prestado, y al primero que vi a la luz de un relámpago que no estaba encadenado, me metí en él y empujé. Era una canoa y sólo estaba atada con una cuerda. El banco de arena estaba bastante lejos, allá en medio del río, pero no perdí el tiempo, y cuando por fin llegué a la balsa estaba tan agotado que si hubiera podido me habría quedado allí tumbado a recuperar el aliento. Pero no podía. Al saltar a bordo, grité:

—¡Sal, Jim, y suelta amarras! ¡Bendito sea Dios, nos hemos librado de ellos!

Jim salió corriendo y se me acercaba con los brazos abiertos de alegría, pero cuando lo vi a la luz de un relámpago se me subió el corazón a la boca y me caí al agua de espaldas, pues se me había olvidado que era el rey Lear y un árabe ahogado, todo al mismo tiempo, y me dio un susto mortal. Pero Jim me sacó del agua e iba a abrazarme y a bendecirme, y todo eso de alegría al ver que había vuelto y que nos habíamos librado del rey y el duque, pero voy y digo:

—Ahora no, dejémoslo para el desayuno, ¡para el desayuno! ¡Corta amarras y deja que se deslice la balsa!

Así que en dos segundos fuimos bajando por el río y la verdad era que daba gusto volver a ser libres y estar solos en el gran río sin nadie que nos molestase. Me puse a dar saltos y carreritas y a chocar los talones en el aire unas cuantas veces, porque no podía evitarlo; pero hacia la tercera vez oí un ruido que conocía muy bien, y contuve el aliento y escuché a ver qué pasaba, y claro, cuando estalló el siguiente relámpago encima del agua, ¡ahí llegaban!, ¡venga de darle a los remos de forma que su bote corría como una bala! Eran el rey y el duque.

Así que me caí deshecho entre los troncos y renuncié a todo; tuve que aguantarme mucho para no echarme a llorar.

Capítulo 30

Cuando subieron a bordo, el rey se me echó encima, me agarró del cuello de la camisa y dijo:

—¡Conque tratando de huir, muchachito! Te habías cansado de nosotros, ¿verdad?

Y yo respondí:

—No, majestad, no es así… ¡Por favor, pare, majestad!

—Entonces, ¡cuéntanos rápido qué pensabas hacer, o te saco las tripas a pedazos!

—De verdad, le voy a decir justo lo que pasó, majestad. El hombre que me sujetaba se portó muy bien conmigo y no hacía más que decir que tenía un hijo de mi edad que se había muerto el año pasado y que le resultaba muy triste ver a un muchacho en una situación tan peligrosa, y cuando se quedaron sorprendidos al encontrar el oro y se abalanzaron hacia el ataúd, me soltó y me dijo: «Vete corriendo, o seguro que te cuelgan», y yo me largué. No parecía que valiese de nada quedarme… Yo no podía hacer nada y no quería que me ahorcasen si podía evitarlo. Así que no paré de correr hasta encontrar la canoa, y cuando llegué aquí le dije a Jim que se diera prisa o todavía podrían venir a agarrarme y ahorcarme, y dije que temía que el duque y usted ya no estuvieran vivos y me puse muy triste, igual que Jim; por eso me he alegrado mucho al verles llegar; pregúntele a Jim si no es verdad.

Jim dijo que así era, y el rey le mandó cerrar la boca y añadió: «¡Ah, sí, seguro!» , y me volvió a dar de sacudidas y a decir que estaba pensando en ahogarme. Pero el duque va y dice:

—¡Suelta al muchacho, viejo idiota! ¿Habrías hecho tú otra cosa? ¿Preguntaste tú por él cuando te largaste? Yo no lo recuerdo.

Así que el rey me soltó y empezó a maldecir a aquel pueblo y a todos sus habitantes. Pero el duque va y dice: —Más vale que te maldigas a ti mismo porque eres el que más lo merece. Desde el principio no has hecho ni una cosa con sentido, salvo cuando te inventaste tan tranquilo aquello del tatuaje de la flecha azul. Aquello sí que estuvo bien; estuvo fenómeno. Y fue lo que nos salvó. Porque de no haber sido por eso nos habrían metido en la cárcel hasta que llegara el equipaje de los ingleses, y entonces, ¡te apuesto a que de allí a la penitenciaría! Pero aquel truco les hizo ir al cementerio y lo del oro nos vino todavía mejor, pues si no se hubieran puesto tan nerviosos y nos hubieran soltado cuando se abalanzaron a mirar lo que había, esta noche habríamos dormido con las corbatas puestas, y corbatas de las que duran para siempre, o sea, más de lo que nos convenía.

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