El anciano caballero escribió, pero nadie logró leer lo que decía. El abogado pareció asombradísimo y dijo:
—Bueno, no lo entiendo —y se sacó del bolsillo un montón de cartas antiguas y las examinó; después examinó lo que había escrito el anciano y después otra vez las cartas, y va y dice—: Estas cartas antiguas son de Harvey Wilks, y aquí vemos estas dos letras; todos podéis ver que ninguno de los dos escribió las cartas (el rey y el duque pusieron cara de tontos engañados, os aseguro, al ver cómo les había hecho morder el cebo el abogado), y ésta es la letra de ese caballero, y todos podéis ver sin dificultad que tampoco las escribió él; de hecho, los garabatos que hace ni siquiera pueden calificarse de escritura. Aquí tenemos unas cartas de…
El anciano nuevo va y dice:
—Por favor, permítanme explicarlo. Mi letra no la entiende nadie, pero aquí mi hermano me copia las cartas. Lo que está usted enseñando es su letra, no la mía.
—¡Bien! —dice el abogado—. Así están las cosas. Aquí tengo también algunas de las cartas de William, de manera que si puede usted decirle que escriba una linea o dos, entonces podemos compa…
—No puede escribir con la mano izquierda —dice el caballero anciano—. Si pudiera utilizar la mano derecha, verían que escribía sus propias cartas y también las mías. Por favor, compárelas usted y verá que están escritas con la misma letra.
El abogado las comparó, y dice:
—Creo que sí, y si no es así, en todo caso hay un parecido mucho más grande de lo que yo había advertido hasta ahora. ¡Bien, bien, bien! Creía que estábamos en la pista de una solución, pero ahora ha desaparecido, al menos en parte. Pero, en todo caso, hay una cosa que está demostrada: ninguno de esos dos es un Wilks —con un gesto de la cabeza hacia el rey y el duque.
Bueno, ¿qué os voy a contar? El tozudo del viejo idiota no estaba dispuesto a confesar ni entonces. De verdad que no. Dijo que aquella prueba no era justa. Dijo que su hermano William se pasaba el tiempo bromeando y no había intentado escribir, y que estaba seguro de que William iba a gastar una de sus bromas en cuanto cogiera el papel. Y se fue calentando y dándole a la lengua hasta el punto de que empezaba a creerse él mismo lo que decía; pero en seguida el nuevo caballero lo interrumpió, y dice:
—Se me acaba de ocurrir algo. ¿Hay alguien aquí que ayudase a vestir a mi her.. que ayudase a vestir al difunto señor Peter Wilks para el entierro?
—Sí —dijo alguien—, Ab Turner y yo. Aquí estamos los dos.
Entonces el anciano se vuelve hacia el rey y dice:
—¿Podría este caballero decirme lo que llevaba tatuado en el pecho?
Que me ahorquen si el rey no tuvo que reaccionar a toda velocidad, o se habría hecho pedazos como un terrón de tierra cuando se cae al río, de lo repentino que fue; y os aseguro que era algo que habría hecho pedazos a cualquiera si le hubieran dado un golpe así sin ninguna advertencia; porque, ¿cómo iba él a saber lo que llevaba tatuado aquel hombre? Palideció un poco; no pudo evitarlo; y se hubiera podido oír el vuelo de una mosca, porque todo el mundo se inclinó un poco hacia adelante a ver qué decía. Yo me dije: «Ahora va a tener que tirar la esponja; ya no tiene nada que hacer». ¿Nada que hacer? ¡la! Casi resulta imposible creerlo, pero allí siguió. Calculo que su idea era seguir adelante con aquello hasta cansar a la gente para que fuera marchándose y entonces él y el duque pudieran fugarse y escapar. En todo caso, allí siguió, y al cabo de un momento empezó a sonreír y dice:
—¡Hum! ¡Vaya una pregunta más difícil! Sí, señor, puedo decirle lo que llevaba tatuado en el pecho. Era una flecha pequeña, muy fina, de color azul… Eso era; y si no se mira muy de cerca no se ve. Y ahora, ¿qué me dice usted?
La verdad es que en mi vida he visto a nadie con tanta cara dura como aquel desaprensivo.
El anciano, con la mirada encendida, se da la vuelta inmediatamente hacia Ab Turner y su compañero, como pensando que esta vez sí que tiene atrapado al rey, y va y dice:
—¡Bien, ya han oído lo que ha dicho! ¿Había un tatuaje así en el pecho de Peter Wilks?
Los dos respondieron:
—No vimos nada parecido.
—¡Bien! —dice el anciano caballero—. Lo que sí vieron que llevaba tatuado en el pecho era una P mayúscula pequeña medio borrada y una B mayúscula (que es una inicial que dejó de usar cuando era joven) y una W mayúscula, con guiones entre ellas puestas así: P—B—W. Y lo escribió en una hoja de papel. Vamos, ¿no fue eso lo que vieron?
Los otros dos volvieron a hablar y dijeron:
—No, no lo vimos. No vimos ningún tatuaje en absoluto.
Bueno, ahora todo el mundo estaba de pésimo humor y empezaron a gritar:
—¡Son todos unos estafadores! ¡Al estanque con ellos! ¡Vamos a ahogarlos! ¡Vamos a sacarlos en un raíl! —Todo el mundo gritaba a la vez, con un escándalo imponente. Pero el abogado se sube a la mesa de un salto y dice a gritos:
—¡Caballeros… Caballeros! Permítanme un palabra: una sola palabra… ¡POR FAVOR! Todavía podemos verlo: vamos a desenterrar el cadáver para ver el tatuaje.
Aquello los convenció.
—¡Hurra! —gritaron todos, y se pusieron en marcha, pero el abogado y el médico exclamaron:
—¡Calma, calma! Agarrad fuerte a estos cuatro hombres y al muchacho para que también vengan ellos.
—¡Eso es! —gritaron todos—, y si no encontramos el tatuaje vamos a linchar a toda la banda.
Os aseguro que ahora yo tenía miedo. Pero no había forma de escaparse. Nos agarraron a todos y nos hicieron ir con ellos directamente al cementerio, que estaba a una milla y media río abajo, y nos seguía todo el pueblo, porque hacíamos mucho ruido y no eran más que las nueve de la noche.
Al pasar junto a nuestra casa sentí haber mandado fuera del pueblo a Mary Jane, porque si ahora le pudiera hacer una seña vendría a salvarme y podría denunciar a nuestros estafadores.
Bueno, llegamos en masa al camino del río, armando más ruido que unos gatos salvajes, y para que diera más miedo el cielo se estaba oscureciendo y empezaban a verse unos relámpagos temblorosos, y el viento hacía temblar las hojas. Era la situación más terrible y más peligrosa en que me había visto en mi vida, y me sentía como atontado; todo iba muy diferente de lo que yo había pensado; en lugar de ocurrir de forma que yo pudiera tomarme el tiempo necesario y divertirme con lo que pasaba, con Mary Jane respaldándome para salvarme y devolverme la libertad cuando las cosas se pusieran feas, ahora no había nada en el mundo que se interpusiera entre la muerte repentina y yo, salvo aquellos tatuajes. Si no los encontraban…
No podía soportar pensar en aquello y, sin embargo, no sé por qué no podía pensar en otra cosa. Cada vez se iba poniendo más oscuro y era un momento estupendo para escaparme de aquella gente, pero el fortachón (Hines) me tenía agarrado de la muñeca y era como tratar de escaparse de Goliás. Prácticamente me llevaba a rastras, de nervioso que estaba, y para no caerme tenía que correr tras él.