Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel ylo sostuve en la mano. Estaba temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:
«¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí.
Eran ideas y palabras terribles, pero ya estaba hecho. Así lo dejé, y no volví a pensar más en lo de reformarme. Me lo quité todo de la cabeza y dije que volvería a ser malo, que era lo mío, porque así me habían criado, y que lo otro no me iba. Para empezar, iba a hacer lo necesario para sacar a Jim de la esclavitud, y, si se me ocuría algo peor, también lo haría, porque una vez metidos en ello, igual daba ocho que ochenta.
Después me puse a pensar en cómo conseguirlo y le di un montón de vueltas en la cabeza, hasta que encontré un plan que me iba bien. Así que vi cuál era la posición de una isla arbolada que estaba un poco río abajo, y en cuanto empezó a oscurecer un poco salí a escondidas con mi balsa y la escondí allí, y después me acosté. Dormí toda la noche y me levanté antes de que amaneciera, desayuné, me puse la ropa de la tienda y el resto en un hatillo y tomé la canoa para ir a tierra. Llegué a donde me pareció que debía de estar la casa de Phelps y escondí el hatillo en los bosques; después llené la canoa de agua y de piedras y la hundí donde pudiera volver a encontrarla cuando quisiera, más o menos un cuarto de milla abajo de un pequeño molino de vapor que había en la orilla.
Después me puse en camino, y cuando pasé por el molino vi un letrero que decía «Serrería de Phelps», y cuando llegué a las casas, dos o trescientas yardas más allá, estuve muy atento, pero no se veía a nadie, aunque ya había amanecido del todo. Pero no me importó porque todavía no quería encontrarme con nadie: sólo quería ver cómo era todo aquello. Según mi plan iba a aparecer allí, viniendo del pueblo, y no desde el río. Así que eché un vistazo y me encaminé derecho al pueblo. Bueno, al primero que vi al llegar fue al duque. Estaba poniendo un cartel de «La Realeza Sin Par» (tres representaciones), igual que la otra vez. ¡Qué cara más dura tenían aquellos dos sinvergüenzas! Me planté a su lado antes de que él pudiera ni moverse. Pareció asombrarse y dijo:
—¡Hola! ¿De dónde sales tú? —y después añade, como si estuviera muy contento—: ¿Dónde está la balsa? ¿La has puesto en buen sitio?
Y yo contesté:
—Hombre, eso era lo que iba a preguntar yo a vuestra gracia.
Entonces no pareció estar tan contento y preguntó:
—¿Por qué me lo ibas a preguntar a mí?
—Bueno —voy y digo yo—, cuando vi al rey ayer en aquella taberna me dije que tardaríamos horas en llevárnoslo a casa hasta que se hubiera serenado, así que me puse a dar vueltas por el pueblo para hacer tiempo y esperar. Vino un hombre que me ofreció diez centavos si lo ayudaba a llevar un bote al otro lado del río y a volver con una oveja, así que me fui con él; pero cuando la estábamos llevando al bote y el hombre me dio la cuerda y fue detrás del bote para empujar, la oveja resultó demasiado para mí solo y se soltó y se echó a correr, y nosotros detrás de ella. No teníamos perro, así que tuvimos que correr tras ella por todo el campo hasta que se cansó. No la pescamos hasta el anochecer; después la llevamos al otro lado y yo me fui hacia la balsa. Cuando llegué y vi que había desaparecido me dije: «Se han metido en líos y se han tenido que ir, y se han llevado a mi negro, que es el único negro que tengo en el mundo, y ahora estoy en un país extraño y no tengo nada mío, no me queda nada de nada ni tengo forma de ganarme la vida», así que me senté a llorar. Me quedé dormido en el bosque toda la noche. Pero, entonces, ¿qué ha pasado con la balsa? … Y Jim. ¡Pobre Jim!
—Que me ahorquen si lo sé; me refiero a lo que ha pasado con la balsa. El viejo imbécil hizo un negocio y sacó cuarenta dólares, y cuando lo encontramos en la taberna, unos patosos se habían puesto a jugarse medios dólares con él y le habían sacado hasta el último centavo salvo lo que se había gastado en whisky, y cuando fui a llevarlo a casa a última hora de la noche y vimos que había desaparecido la balsa nos dijimos: «Ese pequeño sin vergüenza nos ha robado la balsa y se nos ha escapado río abajo».
—No me iba a escapar sin mi negro, ¿no? El único negro que tenía en el mundo, mi única propiedad.
—Eso no se nos había ocurrido. La verdad es que calculo que habíamos llegado a considerarlo como nuestro negro; sí, eso es; Dios sabe que nos habíamos molestado bastante por él. Así que cuando vimos que había desaparecido la balsa y nosotros sin un centavo, no quedaba más remedio que intentar otra vez «La Realeza Sin Par». Y aquí ando desde entonces, más seco que un desierto. ¿Dónde están esos diez centavos? Dámelos.
Yo tenía bastante dinero, así que le di diez centavos, pero le rogué que se lo gastara en algo que comer y que me diera algo, porque no tenía más dinero y no comía desde ayer. No dijo ni palabra. Al momento siguiente se me echó encima diciendo:
—¿Crees que ese negro se va a chivar de nosotros? ¡Como se chive le sacamos la piel a tiras!
—¿Cómo va a chivarse? ¿No se ha escapado?
—¡No! El viejo imbécil lo vendió y no lo repartió conmigo y ahora ya no queda nada.
—¿Que lo ha vendido? —dije, y me eché a llorar—; pero si era mi negro, así que era mi dinero. ¿Dónde está? Quiero a mi negro.
—Bueno, no te va a llegar tu negro y se acabó, así que basta de lloriquear. Vamos: ¿crees que te atreverías a chivarte de nosotros? Que me cuelguen si me fío de ti. Caray, si fueras a chivarte de nosotros…
Se calló, pero nunca había visto al duque lanzar una mirada tan horrible. Yo seguí llorando y dije:
—No quiero chivarme de nadie, y además no tengo tiempo de hacerlo; tengo que buscar a mi negro.
Parecía como molesto y se quedó con los programas revoloteándole encima del brazo, pensando y arrugando la frente. Por fin dijo:
—Te voy a decir una cosa. Tenemos que pasar aquí tres días. Si prometes que no te vas a chivar y que no vas a dejar que se chive el negro, te digo dónde está.
Así que se lo prometí y él continuó:
—Un campesino que se llama Silas Ph…
Y después se calló. O sea, que había empezado a contarme la verdad, pero cuando se calló y empezó a pensar y a reflexionar, calculé que estaba cambiando de opinión. Y eso era. No se fiaba de mí; quería asegurarse de que no le iba a crear problemas los tres días enteros. Así que al cabo de un momento va y dice:
—El hombre que lo compró se llama Abram Foster, Abram G. Foster, y vive cuarenta millas campo a través, en el camino de Lafayette.
—Muy bien —dije yo—. Eso lo puedo recorrer en tres días. Y me marcho esta misma tarde.
—No, ni hablar, te marchas ahora mismo, y no pierdas el tiempo ni te pongas por ahí a charlar. Ten la boca bien cerrada y ponte en marcha; así no tendrás ningún problema con nosotros, eme oyes?