Y así, por temor a dar «información al enemigo», escondíamos la cabeza entre nuestras propias rodillas. ¿Acaso en nuestro país alguien recuerda, excepto las ratas de biblioteca, que a Karakózov, el que disparó contra el zar, le designaron un abogado defensor? ¿Que a Zheliábov y a todos los miembros de Naródnaya Volia*los juzgaron a puerta abierta, sin temer que ello revelara «información a los turcos»? ¿O que a Vera Zasúlich, que disparó —por traducir a nuestra terminología actual— contra el jefe de la Dirección del MVD en la capital del Estado (faltó poco para que la herida fuera mortal, pero no acertó, aunque el calibre del arma era como para cazar osos) no sólo no la liquidaron en una mazmorra, no sólo no la juzgaron a puerta cerrada, sino que tuvo un juicio público conjurado (y no una troika), salió absuelta , y se marchó en carroza entre ovaciones?
Con estas comparaciones no quiero decir que en otro tiempo la administración de justicia en Rusia fuera perfecta. Probablemente, una justicia digna es el fruto más tardío de la más madura de las sociedades, o si no, hace falta tener un rey Salomón. Vladímir Dal ya señalaba que en la Rusia de antes de la reforma «no había un solo refrán favorable a los tribunales». ¡Por algo será! Tampoco llegó a ver la luz ningún proverbio favorable a los jefes* de los zemstvos. Pero la reforma judicial de 1864 puso a los rusos, por lo menos a la parte urbana de nuestra sociedad, en el camino hacia el modelo inglés.
Digo esto, pero no olvido lo que dejó escrito Dostoyevski contra nuestros tribunales con jurado (en Diario de un escritor),concretamente, sobre el abuso de la elocuencia por parte de los abogados: («¡Señores del jurado! ¿Qué mujer sería ésta si no hubiera degollado a su rival? ¡Señores del jurado! ¿Quién de ustedes no habría arrojado a ese niño por la ventana?») y el hecho de que en los jurados un impulso efímero pudiera pesar más que la responsabilidad cívica. [169] 9¡Pero aquello que temía Dostoyevski no era lo que había que temer! ¡Él creía que el juicio público se había impuesto para siempre! (¿Quién de sus contemporáneos habría podido pensar que en el futuro llegara a existir algo como la OSO?) En otro lugar escribe Dostoyevski: «Es mejor equivocarse en la misericordia que en el castigo». ¡Cuánta, cuánta razón tenía!
El abuso de la elocuencia es una enfermedad que aqueja no sólo a los sistemas judiciales adolescentes, sino que, en un sentido más amplio, puede afectar a las democracias hechas y derechas (que, una vez consolidadas, han perdido sus propósitos morales). La misma Inglaterra nos ofrece ejemplos de cómo, para conseguir la supremacía de su partido, el líder de la oposición no repara en culpar al Gobierno por el lamentable estado en que está la nación, aunque en realidad la situación no sea tan grave.
El abuso de la elocuencia es un mal. Sí, ¿pero qué palabra emplear entonces para el abuso de la puerta cerrada? Dostoyevski soñaba con unos tribunales en los que todo lo que hubiera que decir en defensadel acusado lo dijera el fiscal. ¿Cuántos siglos habremos de esperar aún? De momento, todo lo más, nuestra experiencia social se ha enriquecido infinitamente con unos abogados defensores que acusanal encausado («como ciudadano soviético de pro y verdadero patriota que soy, no puedo por menos de sentir repugnancia al oír de estos crímenes...»).
¡Con lo cómodo que es juzgar a puerta cerrada! No hace falta ni la toga, y hasta puede uno ir en mangas de camisa. ¡Asi da gusto trabajar! Ni micrófonos, ni corresponsales de prensa, ni público. (Bueno, público sí hay, pero son los jueces de instrucción. Por ejemplo, en el Tribunal regional de Leningrado los jueces iban de día a escuchar qué tal se portaban sus reos, y después, de madrugada, visitaban en la cárcel a los que fuera preciso llamar la atención.)
El segundo rasgo esencial de nuestros tribunales políticos era la previsibilidad del trabajo. Es decir, las sentencias predeterminadas.
Esa misma recopilación De las cárceles...demuestra que la predeterminación de las sentencias viene de antiguo, que ya en 1924-1929 las sentencias de los tribunales obedecían únicamente a razones administrativas y económicas. Que, a partir de 1924, a causa del desempleo que sufría el país, los tribunales redujeron las condenas a trabajos forzados correccionales con residencia en el propio domicilio y aumentaron las penas de reclusión menor (hablamos, naturalmente, de delitos comunes). Esto hizo que las cárceles quedaran atestadas de presos con penas inferiores a seis meses, lo cual impedía aprovecharlos para las colonias penitenciarias. A principios de 1929, el comisario del pueblo de justicia de la URSS criticaba en su circular n° 5 la imposición de penas de corta duración, y el 6 de noviembre de 1929 (en vísperas del doce aniversario de Octubre, cuando el país entraba ya en la edificación del socialismo) un decreto del TsIK y del Sovnarkom* prohibía a los tribunales imponer penas inferiores al año.
El juez sabe de antemano qué condena es la más apropiada, ya sea para tu caso concreto, o porque sigue unas instrucciones generales (¡y si no, para algo hay un teléfono en el despacho del juez!). A imagen y semejanza de la OSO, hay incluso sentencias escritas a máquina por anticipado a las que sólo falta añadir a mano el apellido que convenga. Y si a un tal Strájovich durante un juicio se le ocurre gritar: «¿Cómo iba a reclutarme Ignatovski, si yo tenía diez años!», el presidente del tribunal (Región Militar de Leningrado, 1942) se limitaba a gruñir: «¡Le prohibo que calumnie a los servicios de inteligencia soviéticos!». De todos modos, hace tiempo que ya está decidido: a todo el grupo de Ignatovski lo van a fusilar. [170] 0Pero en el grupo ha aparecido un tal Lípov: nadie lo conoce ni él tampoco conoce a nadie.Bueno, pues a ese tal Lípov, diez años.
¡Cómo alivia al juez su camino de espinas la decisión previa de las condenas! Es un alivio no tanto mental —no hay nada que discurrir— cuanto espiritual: así no se consumen pensando que, si dictan mal una sentencia, van a dejar huérfanos a sus propios hijos. Hasta a un juez-asesino tan encarnizado como Ulrich —¿habrá algún fusilamiento sonado que no haya sido anunciado por boca suya?— esta predeterminación de la sentencia le predisponía a la benevolencia. Por ejemplo, en 1945, cuando llegó a la Magistratura Militar el caso de los «separatistas estonios». Preside el buenazo de Ulrich, tan bajito y rechoncho él. No pierde ocasión de bromear, no sólo con sus colegas, sino también con los acusados (¡eso sí que es humanidad!, ¡un nuevo rasgo!, ¿en qué otro país puede verse algo así?). Al enterarse de que Suzi es abogado, le dice con una sonrisa: «¡Pues le va a ser muy útil su profesión!». A ver, ¿por qué tendrían que discutir? ¿Por qué enfurecerse? El juicio transcurre en un ambiente muy agradable: se fuma en la propia mesa del tribunal, y cuando apetece, se hace una buena pausa para comer. Cuando llega la noche, hay que ir a deliberar.¿Pero a quién se le ocurre deliberar de noche? Dejaron a los acusados sentados ante la mesa toda la noche y ellos se marcharon a sus casas. Por la mañana, a eso de las nueve, se presentaron fresquitos y afeitaditos: «¡En pie! ¡El Tribunal!». Y diezpor cabeza.
Bueno, y para acabar, un tercer rasgo de nuestros tribunales: la dialéctica(antes, cuando se era más bruto, solían decir: «el carro va a donde tuerzas la vara»). El Código no debía ser una piedra inamovible en el camino de los jueces. Los artículos del Código tenían ya diez, quince, veinte años de una vida efímera, y, como decía Fausto: